domingo, 21 de octubre de 2018

Cómo la corrupción se volvió endémica en Cuba.

Por Ignacio Isla.

Un músico se come un perrito caliente en una calle de La Habana, en agosto de 2018. (Reuters)“Piénsese en el salario medio de Cuba, muy cercano a los 650 pesos cubanos [unos 21 euros]. Después compáresele con el monto de la cesta básica hoy día, que oscila sobre los 1.800 pesos cubanos [alrededor de 60 euros]. Si alguien tiene duda, calcule -por lo bajo- cuánto, entre comida y quizás algo más, se necesita para vivir al mes. ¿Cómo cubrir lo que falta? (…) No todo puede ser el dinero de afuera de algún familiar”. La anterior reflexión pertenece a Miguel Alejandro Hayes, uno de los articulistas que habitualmente encuentra cabida en el sitio digital La Joven Cuba (LJC), una suerte de bitácora “de izquierdas” editada por varios profesores universitarios. Hace pocos años llegó a estar formalmente prohibida, pero el entonces vicepresidente Miguel Díaz-Canel medió para que volviera al ciberespacio y sus promotores fueran exonerados del peligroso cargo de sufrir “desviaciones ideológicas”.

El tiempo transcurrido no ha bastado para que LJC consiga hacerse con un puesto entre los actores “confiables” del sistema mediático cubano; tampoco, para que se convierta en realidad la anunciada prosperidad que debían traer las reformas emprendidas en 2011. A siete años de que el sexto congreso del Partido Comunista diera luz verde a la “Actualización”, el país en su conjunto experimenta una discreta mejoría económica, pero tras ella se esconden una causa (la corrupción) y un efecto (la desigualdad) con los que los inquilinos del Palacio de la Revolución nunca hubieran querido lidiar.

La corrupción, en particular, ha sido una preocupación recurrente para la alta dirigencia del país. En noviembre de 2005 el propio Fidel Castro alertaba sobre el peligro que representaba para el futuro de la Revolución (“que solo podrá ser destruida por nosotros mismos”); en diciembre de 2011 Raúl Castro la definía como “equivalente a la contrarrevolución” y le otorgaba a la Contraloría General rango de vicepresidencia de Estado, con el objetivo de combatirla; y ahora, a poco de ser nombrado, el presidente Díaz-Canel la convirtió en uno de sus principales frente de batalla.

“Hablamos de un flagelo que afecta a toda la sociedad y está incidiendo en la buena gestión pública. Frente a todo ello, la pasividad de los individuos es preocupante”, consideraba en abril pasado Oscar Luis Hung Pentón, presidente de la Asociación Nacional de Economistas y diputado a la Asamblea Nacional, al participar en el espacio de discusión 'Último Jueves', organizado por la influyente revista de ciencias sociales Temas. Una encuesta conducida recientemente por esa publicación reveló que los bajos salarios son considerados -a nivel del ciudadano común- la principal causa para el crecimiento acelerado de la corrupción, que en el contexto informal no se define como tal sino bajo el eufemístico apelativo de “lucha”. Para un segmento creciente de la sociedad no constituye una actitud reprobable. Excepto cuando las consecuencias terminan por ser trágicas.

Un accidente que nunca debió ocurrir.

En mayo de este año, 112 personas murieron en un aparatoso accidente aéreo ocurrido en La Habana, mientras despegaba del aeropuerto José Martí un avión de la compañía mexicana Global Air. De inmediato, los directivos de la aviación civil en Cuba se apresuraron a aclarar que no tenían responsabilidad alguna en la gestión de la aeronave, que había sido arrendada bajo la modalidad de 'wet lease' (con tripulación y mantenimiento a cargo de la propietaria del aparato). Sin más antecedentes, el hecho parecía resultado de algún percance imprevisible que debía ser dilucidado por una investigación de expertos. Todo habría quedado allí si un ex piloto de Cubana de Aviación, la aerolínea de bandera de la isla, no hubiera revelado que en el pasado ya se habían producido “incidentes” con los equipos de Global Air y que un expediente de la seguridad aeronáutica cubana recomendaba que “no se arrienden más aviones a esa empresa”.

En 2010, Damojh (una de las razones sociales adoptadas por Global Air para sus actividades fuera de México) había conseguido un contrato para cubrir rutas nacionales en Cuba. Mas aquella fue una relación contractual de poca duración debido a los numerosos problemas técnicos que sufrían las aeronaves, recordó en mayo último Ovidio Martínez López, el ex piloto de Cubana protagonista de las revelaciones. Obviando esa experiencia, a finales de 2016 la Corporación Aérea de Cuba decidió reanudar sus negocios con Global Air. Los servicios correrían a cargo de Easy Sky (otra de las subsidiarias de la aerolínea) y tendrían como beneficiarios a los cientos de cubanos que cada mes viajan a Guyana para importar artículos de consumo o emigrar hacia Uruguay y Chile. Fue una línea regular que se mantuvo hasta mediados de 2017, cuando las autoridades guyanesas decidieron suspender los permisos de operación debido a numerosas irregularidades y a “problemas de desempeño” descubiertos tras una revisión de la aeronave que cumplía el recorrido. Se trataba, precisamente, del Boeing 737-200 que varios meses después se estrellaría en La Habana.

Los sucesos de mayo fueron un epílogo trágico para la dilatada historia de escándalos que han sacudido a la aeronáutica cubana durante la última década. Ya en 2010 el entonces presidente del Instituto de la Aeronáutica Civil (IACC), el general de división “histórico” Rogelio Acevedo, había sido destituido deshonrosamente de su cargo y pasado a un discreto destierro interior. Como parte del mismo proceso, otros quince funcionarios de alto nivel pertenecientes a Cubana de Aviación y a la agencia turística Sol y Son recibieron penas de entre tres y quince años de cárcel, y dos antiguos protegidos de Fidel Castro (los chilenos Marcel y Max Marambio) condenas de quince y veinte años de prisión, respectivamente. La trama delictiva descubierta en esa ocasión incluía el uso de aviones cubanos para el traslado de miles de turistas hacia la isla, sin que la empresa estatal percibiera ingresos por tales servicios, o el arrendamiento de las aeronaves a terceros, también para beneficio de los implicados.

Dos años después, una publicitada compra de aviones ucranianos pareció perfilarse como el comienzo de una era más prometedora para la aeronáutica local. Sin embargo, el entusiasmo duró poco, pues el conflicto entre Ucrania y Rusia interrumpió la llegada de piezas de repuesto y nuevos equipos. Según la versión oficiosa, nadie en La Habana había tenido en cuenta las complejas realidades políticas imperantes en el espacio postsoviético (que podían afectar la vitalidad de una tecnología fabricada en conjunto por ambos países); otros criterios más suspicaces apuntaron a un “acuerdo” que habría beneficiado a los funcionarios encargados de la compra, sin que la Contraloría General de la República ni el Ministerio del Transporte exigieran responsabilidades.

Una explosión de los delitos económicos.

El fracaso en la modernización de su flota, las presiones del embargo estadounidense y sucesivos casos de corrupción (relacionados, en los últimos años, con la venta fraudulenta de boletos y capacidades de carga) llevaron al IACC y sus aerolíneas subordinadas a una situación de virtual quiebra, que el gobierno lleva años intentando conjurar. La reforma de su aparato burocrático, la sustitución de sus principales directivos y los del Ministerio del Transporte, y la subcontratación de servicios con compañías extranjeras eran algunas de las respuestas ante la crisis. Como demostró el caso del vuelo siniestrado en La Habana, el proceso no siempre se caracterizó por su rigor.

Más aun, casi cinco meses después de aquel accidente, su única consecuencia real sigue siendo el cierre de uno de los sitios de información alternativa de mayor influencia en el país: el blog Cartas desde Cuba. Su autor, el periodista uruguayo Fernando Ravsberg, había cometido el “pecado” de reclamar que no solo se investigaran las causas técnicas del siniestro, sino también la cadena de decisiones que había permitido a una empresa con tales antecedentes volver a operar en la isla.

“Hubo un tiempo en el que los padres educaban a sus hijos bajo el principio de ser ‘pobres pero honrados’. Hoy ese concepto se ha perdido casi por completo. Algo muy grave pasa en un país cuando la gente que busca trabajo, al presentarse optando por una plaza, no se cohíbe para preguntar qué ‘lucha’ pueda tener en ese puesto, y en las oficinas y los hospitales se impone hacer ‘regalos’ para que lo atiendan a uno. Si se analiza con detenimiento, es inevitable concluir que la situación no mejorará, pues todos los jóvenes nacidos durante los últimos treinta años han crecido viendo como normal ese estado de cosas”, lamenta “Aldo”, un ingeniero retirado de la industria azucarera, que confiesa haber dejado los centrales “molesto por tanto robo y tanta impunidad”.

Tampoco es que el gobierno pueda hacer mucho más. Si bien el Ministerio del Interior se niega periódicamente a publicar las estadísticas oficiales sobre el delito en la Isla, un inédito reporte presentado en mayo de 2012, cifró en 57.537 el número de internados en los distintos tipos de prisiones existentes en el país. Se trata de un registro que ubicaría a Cuba en el sexto puesto mundial por la proporción de su población carcelaria respecto a la cantidad total de habitantes (510 reclusos cada 100.000 personas; solo por detrás de los Estados Unidos, El Salvador, Turkmenistán y algunas pequeñas naciones insulares, y casi cinco veces el promedio de España, que es de 110). En un país con bajos índices de violencia -sobre todo, si se compara con el contexto regional-, delitos como el desvío de recursos estatales, el cohecho o la recepción de bienes robados constituyen el motivo de la mayoría de las causas instruidas por los tribunales.

¿Robo o mecanismo de supervivencia?

“Lo peor es no reconocer que todo eso pasa porque muchos aspectos del sistema son obsoletos y no funcionan. Y cuando un sistema no funciona, la gente, espontáneamente, inventa el suyo propio para sobrevivir. Y a esa necesidad de supervivencia de los que no tienen nada también la llamamos corrupción. A pesar de que los que prohíben esto o aquello tienen la mayoría de sus problemas materiales resueltos”, escribió a comienzos de este año el trovador Silvio Rodríguez, uno de los principales representantes de la música cubana en el último medio siglo. Opiniones como esa, aparecida en su sitio personal, Segunda Cita, le han costado parte de la influencia que poseía entre la cúpula gobernante local.

Hace pocas semanas, Iroel Sánchez, uno de los periodistas “oficiales” más importantes de Cuba, dio cuenta en su blog personal del desorden imperante en el complejo comercial La Puntilla. Ese centro de negocios, uno de los mayores de La Habana, funciona bajo la administración de la cadena Cimex, el poderoso holding de tiendas “recaudadoras de divisas” perteneciente al militarizado Grupo de Administración Empresarial. Como nota al pie, vale señalar que La Puntilla se ubica prácticamente al lado del edificio “Sierra Maestra”, nombrado en honor a la serranía en la que Fidel Castro desarrolló su lucha guerrillera y en el que se asientan las oficinas centrales de Cimex.

El 7 de septiembre Sánchez fue testigo de cómo un grupo de jóvenes, a las órdenes del conductor de “un lujoso y moderno auto negro de chapa particular”, acaparaba las cien cajas de manzanas puestas a la venta ese día. Todo ante la absoluta indiferencia de los empleados del lugar y la ausencia del gerente. Ni siquiera desde el cercano “Sierra Maestra” se dignaron a acercarse al centro comercial una vez que el propio periodista alertó por teléfono sobre lo que sucedía. “La calma con la que actuaba el ‘pelotón’ [de supuestos clientes] sugería la convicción de su impunidad”, concluyó Sánchez.

Al igual que en otros acontecimientos similares, no pasaron muchos días antes de que Granma (el diario oficial del Partido Comunista) publicara su versión de los hechos y el resumen de las “medidas” tomadas con los infractores. A nadie sorprendió que en el artículo menudearan las justificaciones y escasearan los reconocimientos de culpa. Estos últimos, casi tanto como los productos preferidos por los acaparadores. “Sé que ante esta publicación la empresa intentará alguna respuesta”, anticipaba Iroel Sánchez en el mismo post en que informó de los sucesos, “pero trascendamos la anécdota, que seguramente es cotidiana, y vayamos al fondo (…) Está muy bien que la prensa y la fiscalía vayan a las tiendas de materiales de la construcción, pero deben seguir el rastro hasta las mansiones que se han construido con ellos”.

Como en el caso del avión accidentado a finales de mayo, hasta ahora las instituciones oficiales han evitado darse por aludidas. Objetivamente, las relaciones políticas de Iroel Sánchez impiden que pueda ocurrirle lo mismo que Ravsberg, pero la evolución de ambos acontecimientos sigue un mismo derrotero: ni la corrupción ni el “sistema” tienen margen para ser cuestionados.
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