miércoles, 1 de abril de 2020

El imposible aislamiento social en el país de la «pegadera».

Por José Gabriel Barrenechea.

Uno de los grandes problemas que enfrenta la exploración espacial es el cómo hacer convivir en el espacio muy limitado de las naves a un grupo de cosmonautas durante el considerable intervalo que implicará todo viaje más allá de la Luna. Cuando Donald Trump se refiere a los daños psicológicos y psicosociales que conllevará el presente aislamiento social durante largos períodos de tiempo, y que este provocará más muertes que el coronavirus mismo, no suelta ningún disparate.

El internamiento va a provocar un aumento espectacular de la violencia intrafamiliar, quizás hasta causarle graves daños a la institución de la familia nuclear, y del otro lado los problemas mentales que en el gregario ser humano trae siempre el aislamiento, sobre todo los niveles de depresión, se dispararan por las nubes. Con lo que, por ejemplo, la tasa de suicidios aumentará en proporción al tiempo que implique la reclusión domiciliaria. La cual, en la más optimista de las previsiones, nunca terminará por entero antes de la llegada del otoño.

Pero si el problema en el mundo desarrollado no es si se puede o no implementar el aislamiento, sino si sus consecuencias serán o no peores que las de la enfermedad que se espera enfrentar con ese recurso, en el caso cubano es otra la pregunta: ¿Hay en Cuba condiciones reales para implementar el aislamiento social mediante la reclusión de la ciudadanía en sus casas?

La respuesta es no.

En primer lugar, el cubano es un individuo mucho más gregario que el individuo global promedio, por lo que gran parte de su día (y de su noche) transcurre fuera de su casa. El cubano es uno de esos tipos psicológicos que parecieran actuar, incluso vivir, para tener de qué contarle a los demás. En consecuencia, encerrarlo a la manera que se intenta hacer en otros lugares (con éxito solo parcial, como vemos en España o Italia) es surrealista, y en caso de que se logrará sólo traerá consigo un aumento aún mayor del que se experimentará en el mundo desarrollado del número de suicidios, o de la incidencia de la violencia intrafamiliar. En especial la depresión matará a nuestros ancianos a una tasa comparable a la que habrá de causar la epidemia, y sin duda será un factor de fundamental importancia en el agravamiento de la enfermedad cuando los alcance, al disminuir previamente su sistema inmunológico.

Pero es además necesario entender que la mayoría de las viviendas en Cuba carecen de las condiciones mínimas para un prolongado encierro. Obviemos el que numerosas viviendas carecen de servicios como el del agua potable, con lo que se dificulta el encierro de sus habitantes, obligados a buscar el agua más allá de la puerta de la casa (en Santa Clara buena parte del centro de la ciudad se abastece del agua clorada con sus propios recursos que el Obispado pone gratis a disposición de cualquiera, incluso de oficinas estatales, cuyos trabajadores llenan pomos allí). Concentrémonos solo en que el área de vida de que puede disfrutar el cubano típico en su vivienda, sobre todo en las grandes ciudades, es de unos escasos metros cuadrados. Imagínese que a usted le toque aislarse en uno de esos cuartos típicos en La Habana, compuesto de un dormitorio de 3,5×2,5, una cocinita minúscula y un baño en el que ya volverse es un problema, o que vive en un “apartamento” de Centro Habana, en el cual en veinticinco metros cuadrados conviven siete… En la distribución consecuente de ese espacio le tocará perder la de perder a los ancianos, quienes verán como se esfuman las escasas horas de control casi total de la vivienda de que disfrutan en sus hogares, cuando los miembros más jóvenes de la familia andan para el trabajo, o para la calle.

No es menor, por cierto, el asunto de la convivencia entre vecinos, sobre todo en las condiciones de absoluta tugurización de la mayoría de nuestros barrios. Un fenómeno que ya de por sí crea serios problemas para controlar un toque de queda (las fuerzas represivas quizá alcanzarían a controlar que los individuos no salgan a la calle, ¿pero cómo evitar que dentro de esa colección de tugurios interconectados, que son nuestras manzanas, los vecinos no se muevan a su real gana?). Sin duda con todo el barrio metido en casa, y sin otra actividad, el cubano se dedicará a su actividad preferida: hacer bulla, no tanto para molestar al vecino, como para constatar en la reacción de este su propia existencia. Porque si bien en Francia la gente sabe que existe porque piensa, porque se hacen esa pregunta, clara y distinta, en definitiva, en Cuba por el contrario a los cubanos nos basta, para constatar nuestra existencia de manera subconsciente, con el grado de molestia que causamos en el prójimo, y la consecuente reacción del mismo a una presencia nuestra que pretendemos imponerle a toda hora.

Nada, que con todos metidos en el barrio, se multiplicarán los escándalos, las familias que ponen su televisor o la música para el infinito, y más allá, los jugadores de dominó, y ello a cualquier hora, doce del mediodía o tres de la madrugada. Por lo que nuestros vecindarios terminarán pronto convertidos en infiernos de alteración, en que ese estado de súper elevación del nerviosismo conllevará niveles extremos de violencia también entre vecinos.

Resumiendo: El aislamiento social en Cuba traería consecuencias psicológicas y psicosociales peores que en otros lugares, de poderse imponer, lo que yo pongo en duda, por las condiciones de absoluta promiscuidad en que vivimos en nuestros espacios urbanos tugurizados. Una pretensión tan estúpida como la famosa de Díaz-Canel de exigir que nos distanciemos a un metro en las colas (y por qué no en las guaguas).

Posdata: Si a alguien habrán de culpar los defensores del aislamiento social, cuando acepten su imposible aplicación en Cuba, es a Fidel Castro. Fue él quien no hizo nada, o muy poco, para mejorar las condiciones de la vivienda en Cuba, y del diseño de nuestros barrios, durante aquellas dos décadas en que la URSS nos vendía el petróleo tres veces más barato que en el Mercado Mundial, o nos compraba el azúcar entre cuatro y cinco veces más cara. O bueno, si hizo, construir comunidades de jruchovinas para apiñar a los campesinos cubanos en las mismas condiciones que el de siempre manipulable habitante del solar, o mejor, barracón habanero… fiel sostén de la Revolución y del Guapo en Jefe.
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