viernes, 2 de abril de 2021

La Habana: ruinas de la desidia.

Por Ernesto Pérez Chang.

Capitolio visto desde el Palacio de las Ursulinas.

En la antigua calle Egido, que unida a Monserrate fue rebautizada en 1918 como Avenida de Bélgica, está el Palacio de las Ursulinas. De los edificios más pintorescos de la Isla pero una más entre el centenar de estructuras ruinosas de La Habana Vieja. Una más entre las que, con toda mala intención, fueron postergadas por la obra restauradora de la Oficina del Historiador.

El de las Ursulinas, como cualquier cuartería y “lleguipón” de Cuba, nos recuerda que lleva más mérito la obra del pobre (porque de cualquier ruina o local abandonado inventa un techo para su familia) que la de un funcionario respaldado por el poder. Para este, cubrir con pan de oro la cúpula del Capitolio es mucho más fácil que para el cubano pobre conseguir un saco de cemento o la legalización de una choza.

El Palacio de las Ursulinas fue echado al olvido no por estar en la periferia del casco histórico -la “vitrinita” para sacarles billetes a los turistas y a los cubanos alardosos-, sino por estar demasiado cerca de esa zona, tan próxima a la calle Monte -excesivamente “popular”-, donde habita, sobrevive y deambula gente muy pobre, sobradamente “pintoresca”, digamos.

Fachada del Palacio de las Ursulinas, en La Habana.

El edificio es de inicios del siglo XX, pero su historia se remonta al pasado colonial. La fachada plena de arabescos fue pionera en ese movimiento arquitectónico de inspiración morisca que definió una época. Detalles suficientes para conservarlo pero inoportunamente habitado por “gente común”, demasiado “sencilla” como para que el gobierno gaste plata en rehabilitarles las viviendas improvisadas. Mucho menos cuando son propiedad individual o usufructo gratuito, lo que jamás amortizaría el capital invertido.   

A pesar del deterioro, el Palacio de las Ursulinas continúa siendo una de tantas ciudadelas consideradas “de interés” para el desarrollo turístico que ha “cometido el error” de no desplomarse parcial o totalmente cuando el régimen hubiera querido, es decir, cuando ha estado cerca la oportunidad de ofrecer el edificio o la parcela donde está emplazado a algún empresario extranjero para que instale su negocio, mientras las decenas de familias que lo habitan son “reubicadas” en albergues y feos repartos de la periferia.

Escaleras y techos Palacio de las Ursulinas.

Pero con este sobreviviente obstinado no ha funcionado -hasta el momento- esa sospechada estrategia de desplazamiento de personas, practicada con regularidad por los organismos estatales con capacidad de reservar y otorgar parcelas para, fundamentalmente, la construcción de hoteles. Porque en el meollo de los planes sin dudas está el atraer turistas, al mismo tiempo que alejar a sus “vecinos” cubanos. Poner a cada cual en el lugar que le corresponde en la carrera por esconder la pobreza y “cancunizar” el archipiélago. 

Así, un par de rajaduras en los muros, un techo que amenaza con abrirse o la caída de un balcón habrían justificado el desalojo total. No obstante, ahí permanece el Palacio de las Ursulinas, con la estabilidad milagrosa de los hormigueros, a pesar de la multiplicación azarosa y laberíntica de “barbacoas”, “placas intermedias”, tabiques, tuberías, drenajes improvisados, cisternas individuales y, sobre todo, de cientos de inquilinos permanentes y de paso, legales e ilegales.

Solo hará falta que a algún empresario extranjero o militar “emprendedor” se le antoje ocupar esa joyita arquitectónica y comenzarán, otra vez, las presiones sobre los vecinos para que abandonen. 

Sabemos de lo que son capaces de hacer los dueños del país para, sin tener que pagarles un centavo, las personas acepten el desarraigo y hasta parezcan felices cuando comprueben que hubo cemento, acero, pintura y vidrio suficientes para transformar las ruinas donde vivían en hoteles de cinco estrellas. Pero jamás apareció el horcón de madera para apuntalar el balcón que causó la tragedia.


Interior del Palacio de las Ursulinas.

Los alrededores del Capitolio (donde “casualmente” los edificios no han podido resistir tanto como el Palacio de las Ursulinas y sus habitantes) han sido “blanqueados” bajo esa estrategia de los desplazamientos silenciosos. Le han dado tiempo al tiempo, y este ha hecho lo suyo. Se han propuesto prescindir de ese “populacho” de moneda nacional y de bolsillos vacíos, personas fundamentalmente de piel negra o de tez “color cartucho” y acento “palestino”, cubanos y cubanas que no encajan ni como decorado de fondo en esta puesta en escena de turistas blancos que buscan sol, playa y, sobre todo, sexo con los pobres desplazados. 

Y aunque la pandemia para la “gente de a pie” ha sido sinónimo de hambre, de toques de queda, de paralizaciones, estancamientos y retrocesos económicos, para “GAESA & Cía.”, en lo que respecta a su obstinación de ampliar la “planta habitacional” (para turistas que no llegan), el coronavirus apenas ha sido un catarro de temporada por el cual no vale la pena salirse del guion.

Las grúas y excavadoras de las constructoras para el turismo no se han detenido en estos meses de “crisis”. Los camiones cargados de cemento, arena y acero bloquean las calles cercanas a las obras. Sin dudas hay, “pero no te toca”.

Familias plantadas en La Habana exigiendo mejores viviendas.

Viejas estructuras de alto valor patrimonial y arquitectónico, desde hace décadas transformadas en mugrientas cuarterías, se vienen abajo pero, en las proximidades, cuando ocurren los derrumbes, en cuestión de segundos, las tapias de metal y los parqueos provisionales demarcan las “parcelas de interés”. Marcan territorio y además se preparan para el avance, manzana por manzana, como si siempre hubieran estado esperando a que los solares caigan como fichas de dominó.

Quizás pronto o tarde descubriremos cómo a hurtadillas, cual bandidos, se han propuesto, por ejemplo, recuperar para el turismo, y no para sus actuales moradores, ese destartalado, deprimente, hotel Perla de Cuba o al menos el terreno privilegiado que ocupa detrás del Capitolio. 

Si la fachada y la estructura no ya les sirven, entonces las dejarán caer sobre nuestras cabezas. Jamás sobre las suyas. Es lo que hacen. Pasará igual con el antiguo hotel Bristol, hoy invadido por la “gentuza”, y con el Astor, como con el San Luis, el Regina, el Roosevelt, el Isla de Cuba y el New York, como con muchos otros que hoy son “parcelas” por vender o arrendar en la Cartera de Oportunidades. A fin de cuentas, La Habana toda es un terreno inmenso que va ganando valor para alguien que hoy no vive entre sus ruinas. 

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