Por Luis Cino.
De izquierda a derecha, Bruno Rodríguez, Miguel Díaz-Canel, Vladímir Putin y Serguéi Lavrov reunidos en Moscú en mayo de este año.
La impotencia rusa ante el derrumbe de la dictadura de Bashar al-Assad en Siria ha significado un sismo de bastante más que mediana intensidad para las ilusiones del tardocastrismo con Vladímir Putin.
El repliegue, con la cola entre las patas, de los rusos, que desde hacía nueve años apuntalaban al tirano sirio a bombazos y cañonazos debe tener pensando a los mandamases de por acá que “ojalateramente” confían en que Putin les va a sacar las castañas del fuego, reparando, con dinero y petróleo a borbotones, la catástrofe de hambre y apagones que provocaron con su proverbial incompetencia y chapucería.
Ver la estacada en que dejó Putin ―demasiado ocupado con la guerra en Ucrania― al régimen de al-Assad debe hacerlos sentirse menos seguros a ellos que se sentían confiados de tener, gracias a su alianza estratégica con la Federación Rusa, a un gran imperio detrás. No importa si sobre los misiles hipersónicos intercontinentales y los submarinos atómicos ondea hoy la bandera del zar en vez del trapo rojo con la hoz y el martillo.
Los mandamases del tardocastrismo, sabiéndose en conteo regresivo, se erizan con los chismes acerca de la probabilidad de que cuando Trump y Putin negocien el fin de la guerra en Ucrania, los rusos cedan Cuba, con su importancia geoestratégica y todo, a cambio de quedarse con Crimea, Donetsk y Lugansk y de que Kiev no se una a la OTAN.
Habría que ver qué pasa, porque en los regateos entre superpotencias, nunca se sabe…
Deben estar recordando por estos días los castristas más viejos sus decepciones amorosas con los rusos: los cantos de “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita” cuando pese a la perreta de Fidel Castro, Jrushchov se llevó los cohetes nucleares en octubre de 1962; la Perestroika de Gorbachov que los dejó sin subsidio, colgados de la brocha, y para rematar, el retiro de la base Lourdes.
Los castristas más viejos y menos versados en geopolítica, que no acaban de adaptarse a la idea de que la Unión Soviética dejó de existir hace 33 años y siguen añorando el rudo abrazo del oso siberiano, preferirían, antes que las decepciones, evocar aquel 13 de febrero de 1960, cuando llegó a La Habana el canciller Anastas Mikoyán a firmar un tratado comercial que nos ligó de modo tan umbilical a la Unión Soviética que en la Constitución de 1976 hubo que jurarle fidelidad eterna.
Pero los ancianitos inmovilistas y demás fósiles de la ortodoxia comunista que quedan en el Comité Central y el Buró Político del PCC no están engañados como el puñado de zoquetes que todavía creen que la Rusia que agrede a Ucrania y aspira a recomponer el imperio zarista sigue siendo la Unión Soviética. Saben que la Rusia de hoy es capitalista y ultraconservadora y que Putin, más afín al fascismo que al comunismo, lo único en común que tiene con los comunistas es el desprecio a la democracia y el odio a Estados Unidos y Occidente. Basta para que sea su aliado, aunque su fiabilidad tenga límites.
La fórmula para hacer reflotar la economía cubana anunciada hace tres años por el Instituto Stolypin, similar a la aplicada tras el derrumbe de la Unión Soviética, arrojó más ruido que nueces. Y no se acaban de concretar las “soluciones integrales” mendigadas al Kremlin por Miguel Díaz-Canel y otros funcionarios de su régimen para salir del callejón sin salida al que los ha conducido su torpeza, su terquedad y el miedo a perder el poder.
Pero los mandamases, sin otro clavo al que agarrarse, decididos a aceptar lo que sea que les exija Moscú, siguen apostando por la rusificación de la continuidad postfidelista. Sueñan con que Rusia condone definitivamente la millonaria deuda de Cuba, reanude los proyectos de colaboración, modernice la ruinosa infraestructura del país, especialmente el sistema electroenergético, suministre a tutiplén petróleo barato, trigo, materias primas, maquinarias, armamentos y garantice que vengan a vacacionar turistas, muchos turistas rusos.
Si Fidel Castro resucitara, probablemente aconsejaría a sus sucesores que no se fiaran demasiado de los rusos.
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