miércoles, 13 de mayo de 2020

Implosión, posible causa de muerte del socialismo en Cuba.

Por Jorge Olivera Castillo.

Cola para comprar en un centro comercial de La Habana.

Las advertencias llegan desde el podio de los mandamases y sus colaboradores más cercanos. No se trata de rumores ni conversaciones vecinales, sino de hechos que superan las insinuaciones de los personajes de la nomenclatura sobre la proximidad de una debacle mayor en nuestros campos y ciudades.

En realidad, no se hace falta aviso alguno. Basta con un breve repaso de las colas que tienen lugar en casi todo el territorio nacional, día tras día, para comprar aceite, detergente, picadillo, pollo congelado, yogurt o leche en polvo.

Por las ventanas de Facebook y Twitter hay una vista panorámica formidable del “sálvese el que pueda”. Nada que ver con los ensoñadores y recatados paisajes que suelen aparecer en los órganos de la prensa plana, la radio y la televisión controlados por el oficialismo, últimamente con algunas salpicaduras de objetividad, a partir de las matizadas indicaciones de los representantes del poder sobre un porvenir con sobredosis de escasez y otras desgracias.

No hay manera de esconder lo que se avecina. Han tenido que salir a poner el parche antes que aparezcan las grietas de una depresión económica de insospechadas consecuencias.

Pese a los peligros de una implosión del modelo centralizado, cuya sustentabilidad depende de ayudas y subvenciones foráneas y no a un estímulo sostenido al desarrollo de las producciones nacionales, los funcionarios de alto rango en Cuba se resisten a variar el rumbo hacia destinos más razonables.

Seguir con las mismas teorías económicas fundamentadas en el monopolio estatal, el mismo desfase ideológico legitimado a golpe de eventos patrioteros, congresos soporíferos y reunioncillas de poca monta, sin que nada cambie a favor del nivel de vida de la población, es apostarlo todo al destrozo del país, o lo que queda de él, después de más de seis décadas bajo un exitoso programa de demolición moral y material.

La cantinela del “bloqueo” estadounidense como justificación suprema del desastre, es solo una parte de la verdad.

Primeramente, es un embargo y, por otro lado, la mayor responsabilidad de que millones de cubanos padezcan los estragos de la miseria, el racionamiento y todo un profuso inventario de desgracias existenciales se debe a la mentalidad de cuartel y barracón que ha prevalecido en la élite de poder, más allá de las poses humanistas que se articulan allende los mares y que han obnubilado la triste realidad de una involución muy difícil de revertir y causante de múltiples daños, tanto sociológicos como psicológicos, que comprenden a cuatro generaciones.

Se acerca la hora de una decisión liberalizadora, más o menos trascendental, o de un nuevo grito de guerra desde algunas de las trincheras del inmovilismo.

La opción única es ponerles fin a esos interminables ciclos de irracionalidad y proceder a una apertura sin los frenos y las pausas que terminan invalidándola.

Pese a las reticencias de aceptar su implementación, ni incluso mencionar términos como economía de mercado y propiedad privada, la historia demuestra que son y serán alternativas para salir del estancamiento y enrumbarse por la senda del desarrollo sostenible.

El socialismo, desde que nació en el frío invierno soviético de 1917, fue una especie de talismán contra las fuerzas del capital, sus fundadores comunicaron enseguida la idea de que el pueblo asumiría, para siempre, las riendas del poder.

La historia echa por tierra esos presupuestos que ilustraban los fulgurantes colores de la libertad plena bajo el mando de un partido único y la abundancia material a partir de la producción planificada, según determinaban una caterva de burócratas, expertos en vocear consignas, cumplir órdenes de arriba y refrendar los bulos de los sobrecumplimientos industriales.

Cuba continúa siendo un ejemplo de ese impenitente cruce de torpezas y mentiras.

Si nadie decide mover ficha sobre el tablero de la amarga realidad nacional. El juego va a terminar con una soberana patada desde abajo hacia arriba. La acción que antecede al caos.
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