lunes, 22 de febrero de 2021

Al amparo del racismo.

Por Ana León.

Tiene nombre de flor y una determinación feroz de sacarle el mejor partido posible a la crisis. La conocí a través de uno de tantos chats que los cubanos utilizan para rastrear productos de primera necesidad, y que los revendedores aprovechan para proponer su mercancía. Ella tenía paquetes de pechuga de pollo de 2kg, y yo la necesidad de comprar lo que fuera sin someterme infructuosamente y por enésima vez al maltrato de las colas.

Subí las escaleras roñosas de un edificio multifamiliar sembrado de vendedores. Toqué la única puerta que estaba cerrada y a mi llamado acudió una joven blanca y sigilosa, absolutamente desmarcada del estereotipo de las coleras que desfilan por los barrios de La Habana cargando jabucos repletos de mercancía, irreductibles en su propósito de recuperar hasta el cuádruple de lo invertido, a despecho de la policía y las maledicencias de quienes no disponen del tiempo ni la energía para marcar en una cola desde la noche anterior.

La muchacha me invitó a pasar y cerró la puerta. Pese a su pinta de estudiante con swing, noté que llevaba tiempo en ese giro. Además de pechuga tenía tomate frito, detergente líquido y en polvo, café Caracolillo, aceite y harina de trigo; todo menos caro de lo habitual.

“En este país hay tanto racismo que la policía nunca me ha parado, aunque venga arrastrando un contenedor (…) Los he visto parar a mujeres negras que llevan menos cosas que yo. Se ponen impertinentes para provocarlas y ellas se alteran. Entonces las montan en la patrulla y directo para la estación, a decomisarles casi todo. A mí ni me miran”, me aseguró un tiempo después, cuando le pregunté en confianza si alguna vez había tenido problemas con las autoridades.

La imagen visible de las coleras, duramente estigmatizadas por el régimen comunista, son en su mayoría mujeres negras y mestizas que venden en proporción al esfuerzo que realizan, el tiempo empleado, el riesgo que corren y el cúmulo de necesidades que deben satisfacer. Desde que comenzó la pandemia he conocido a muchas, en casi todos los municipios de La Habana, y no he visto el menor indicador de solvencia en sus viviendas semiderruidas o a medio construir, donde esperan varias bocas que alimentar.

Son precisamente las mujeres negras las que peor viven, pisoteadas por la pobreza, el machismo y el azote de la discriminación racial que las vuelve aún más hostiles, incluso en el seno familiar. La colera blanca, que se aprovecha sin escrúpulos del racismo institucionalizado, me dice en tono de broma que sus “compañeras de lucha” venden más caro porque incluyen un impuesto por desagravio.

“No es para menos, les hacen la vida imposible (…) Cuando salgo de la tienda con mis bultos trato de ir siempre detrás de un grupo de morenas bien cargadas (…) Te juro que eso no falla; si los policías están para el daño, la cogen con ellas y yo sigo como si nada. Si acaso se me quedan mirando así, con cosa (lascivia), y hasta me han preguntado si necesito ayuda. Eso me cae mal, pero de ahí no pasan”.

La indolencia con que habla de una realidad tan desgarradora me desconcierta; pero a la vez entiendo que ella, como casi todos los cubanos, se valga de las grietas del sistema para sobrevivir sin ser molestada; un empeño que no admite demasiados remilgos morales. “A fin de cuentas -concluye-, los primeros racistas son los dirigentes de este país, y así todo muchos negros dicen que están con la Revolución (…) Eso no me cabe en la cabeza, pero el que por su gusto muere…”

La estrategia de esta colera atípica ha sido acomodarse en las antípodas del sujeto más odiado por la policía, que a seis décadas del triunfo revolucionario percibe a los ciudadanos negros con la misma lógica del rancheador en los tiempos de la colonia. Ella cultiva con esmero su imagen de “blanquita inofensiva”, no arma lío en las colas y anda siempre sola. Con esas mañas y precios atractivos se ha asegurado proveedores y clientela tan estables como discretos.

La fractura moral que tales dobleces arrastran consigo ya no escandaliza a nadie. Los cubanos llevan demasiados años viviendo sobre la base del miedo y la hipocresía, utilizando en su favor el escamoteo de los derechos del otro y las prácticas discriminatorias que en tiempos de crisis y bajo el yugo del totalitarismo se agravan de forma ostensible.

Desde la calumnia contra quienes disienten políticamente hasta el racismo como práctica consciente que fomenta la desigualdad y la división entre los ciudadanos, Cuba se parece cada vez menos a la patria que soñó José Martí, sobre cuyo ideario se producen hoy encarnizados y egocéntricos enfrentamientos que en nada modifican el signo de la nación.

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