Por Duanel Díaz Infante.
La prosa es mala; muchos los estereotipos y clichés; la crítica de lo que, retomando un tópico de las primeras décadas de la República, podríamos llamar la «crisis cubana», siempre fuera de foco. He aquí parte del problema que su obra nos plantea: si Leonardo Padura fuera mejor escritor, ¿llegaría al fondo de la cuestión? Si llegara al fondo de la cuestión, ¿serían mejores sus novelas? Se entrecruzan, en el caso singular de Padura, dos problemas distintos; por un lado, el de lo que la teoría literaria llama «valor literario»: ¿qué hace a una obra buena o mala?; por el otro, el de los límites de «esa mirada en la sociedad cubana» que ofrecen, en palabras del autor, unas «novelas de carácter social». Durante años, Padura ha sido como un barómetro del deshielo; indica qué era aceptable decir y publicar en la isla. Enfatizando la diferencia entre mi lectura crítica de Padura (en Palabras del trasfondo) y la lectura acrítica de Rafael Rojas (en Tumbas sin sosiego), señalaba yo en 2009 que mientras todas las novelas de Padura se habían publicado en Cuba, Trilogía sucia de La Habana permanecía inédita.
Pero esto ha cambiado: el libro de cuentos de Pedro Juan Gutiérrez fue finalmente publicado por Unión en 2019, dos décadas después de su aparición en España; y la relación de Padura con el establishment cubano parece haberse deteriorado un poco, aunque no por ello sus libros, que se han vuelto más críticos -pasando de un cinco a un seis o quizás un siete, yo diría, si adoptamos a esta cuestión la escala de medir el dolor usada habitualmente en los Estados Unidos-, han dejado de publicarse: Herejes (Tusquets, 2013) fue editado en Unión en 2014, La transparencia del tiempo (Tusquets, 2018) está al parecer bajo contrato pero no ha salido por «falta de insumos», mientras Como polvo en el viento (Tusquets, 2020) y el libro de cuentos Aquello estaba deseando ocurrir fueron publicados por la pequeña editorial Aurelia, que anuncia ya una edición de mil ejemplares de Personas decentes (Tusquets, 2022).
En cualquier caso, lo que no ha hecho sino aumentar, desde la publicación de El hombre que amaba a los perros en 2009, es el éxito internacional de la obra de Padura. Sus dos últimas novelas, Personas decentes -décima de la saga de Mario Conde- y Como polvo en el viento -la tercera independiente, si descontamos Fiebre de caballos (Letras Cubanas, 1988), noveleta en que aparecen ya, por cierto, dos de los personajes que, a partir de Pasado perfecto (1991) integrarán el grupo de amigos de Conde-[1] han estado entre los libros más vendidos en España y Argentina. No conozco ningún estudio de la obra de Padura como fenómeno puramente comercial -¿cuál de sus libros ha tenido más éxito de librería?, ¿cómo se compara, en términos cuantitativos, con otros exitosos narradores latinoamericanos?, ¿ha vendido algún libro suyo más ejemplares que La nada cotidiana de Zoé Valdés en los años noventa, cuando aquella moda de la literatura cubana del «período especial» de la que se beneficiaron también otros narradores residentes en Cuba?- pero me parece que son justo esas cinco novelas últimas las que han venido a jalonar el actualboom de Padura, con reediciones de sus novelas anteriores y traducciones de algunas a más de veinte lenguas. A las dos preguntas previas -si Padura fuera mejor escritor, ¿llegaría al fondo de la cuestión?; si llegara al fondo de la cuestión, ¿serían mejores sus novelas?-, se añade entonces una tercera: si sus novelas fueran mejores, ¿tendrían el mismo éxito de ventas?
De Padura, hay la tentación de decir lo que Bolaño de Isabel Allende: «Me parece una mala escritora, simple y llanamente, y llamarla escritora es darle cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea una escritora, es una “escribidora”». Entendido así, el triunfo comercial de Padura sería una evidencia más de esa suerte de disociación de la sensibilidad que trae la literatura moderna; aunque empezó con el modernismo -la poesía de Casal, que marca la emergencia la autonomía de la literatura en la isla, está dirigida a una élite de iniciados, a diferencia de la poesía de Heredia, cuya figura pública, victorhuguesca, ilustra bien el momento letrado anterior a la especificidad propiamente literaria- y se completa con la vanguardia en los años veinte -la poesía de Brull, el último Boti, el primer Florit, renovando la lírica cubana mientras el poeta más popular del momento era el hoy olvidado Gustavo Sánchez Galarraga- y, aún más, en la generación siguiente, donde tenemos, por un lado, al poeta más oscuro, Lezama, y del otro al más popular del siglo, José Ángel Buesa, estrictamente contemporáneos.
Visto en este contexto, el de dos series -la de la literatura de vanguardia y la de la literatura de masas- que apenas se rozan, la popularidad de Padura no sería más que una confirmación del lugar marginal de la primera en nuestra época. ¿Quiénes leen a Padura? Quiénes lo leen -digo- solo por el placer de la lectura, aparte de los críticos que lo leemos por deformación profesional, o de los narradores que se leen entre sí para ver qué están haciendo los demás y qué hacer o no hacer con eso, en dependencia de sus intenciones. Recuerdo que una vez, hace ya veinte años, cuando le comenté a Juan Carlos Flores que había escrito una reseñita bastante crítica de La novela de mi vida -de hecho, una de las primeras reseñas que escribí-, me dijo que Padura era el escritor que leía su familia, quienes, si no recuerdo mal, también vivían en Mantilla. Gracias a las novelas de Mario Conde, Padura era ya el autor cubano que había trascendido los límites del mundillo literario, el favorito de aquellos que no leían poesía, menos una poesía vanguardista como la de Flores.
Pero esto es solo una anécdota. Aunque ha adquirido en los últimos años un status cercano a la celebridad, no contamos con un perfil del «fan» de Padura. Los que leen a Padura, ¿son los mismos sentimentales que leían a Galarraga y a Buesa pero no a Brull y a Lezama, o hay lectores más sofisticados, que leen a Padura y también leen a Piglia? Y no está claro si el perfil del lector cubano de Padura -el lector cubano que vive en Cuba, porque habría que distinguirlo del lector cubano que vive fuera- es el mismo perfil del lector extranjero de Padura. Si la clave de su éxito en la isla es, según el propio Padura, la «identificación de los lectores» con Mario Conde, lo cual constituye una «revelación de hasta qué punto la mirada del personaje sobre la realidad, sus expectativas, sus dudas y desencantos respecto a una sociedad y un tiempo histórico expresan un sentimiento extendido en el país» (Agua por todas partes, Tusquets, 2019, p.124), ¿cuál es la clave de su éxito fuera de Cuba? ¿Tiene que ver con lo exótica, pintoresca o curiosa que pueda resultar esa realidad cubana de la que Padura busca ofrecer una crónica, o con algo más universal, fundamentalmente ajeno a la relación del personaje con esa «sociedad y tiempo histórico»? Habría que leer con más detenimiento las reseñas que dejan los lectores en sitios como Goodreads, y ver qué se puede sacar en claro.
De cualquier modo, me parece que el fenómeno Padura es distinto al de Isabel Allende, en tanto ha alcanzado un reconocimiento que va más allá de lo comercial. Padura ganó el premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015. Estuvo entre los candidatos al Premio Nobel en 2020. En 2021 el Instituto Cervantes inauguró su colección La ínsula prometida, que «agrupará miradas académicas y estudios críticos sobre algunos de los escritores de primera línea de nuestro idioma», con un volumen de acercamientos a su obra. Personas decentes ha sido incluida en la lista de los 50 mejores libros de 2022, según expertos consultados por El País. Mientras en los modestos órganos de nuestro exilio las novelas de Padura son recibidas con tibieza (apenas he podido encontrar una reseña de Como polvo en el viento, un comentario elogioso de Ahmel Echevarría; ninguna de Personas decentes), estas han sido reseñadas con entusiasmo en El País y La Nación, los grandes periódicos de la lengua. Sabemos, desde luego, que estas notas críticas pueden ser publicidad enmascarada. Todo el bombo en torno a Padura se podría comprender como evidencia del pronunciado cambalache del siglo XXI («¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!»), con su comercialismo y pérdida de valores. Aun así, el «problema Padura» persiste, el éxito sin parangón de su obra, el hecho de que, en palabras del propio autor, sus «novelas policíacas son las que representan a la literatura cubana más contemporánea», plantea a nuestra crítica literaria una serie de interrogantes que van más allá de lo meramente sociológico.
El de Padura es, desde luego, distinto al caso de Buesa, quien en Año bisiesto. Autobiografía informal (Santo Domingo, 1981) reivindicaba la facilidad de su poesía frente al gongorismo de Lezama: «Me parece mucho más fácil inventar un nuevo idioma que expresar algo nuevo en un idioma bien conocido. Por lo demás, de nada vale expresarse originalmente en un idioma que nadie conoce». Mientras Buesa -como Félix B. Caignet con sus culebrones radiales- racionalizaba su opción por el camino trillado en pos de la comunicación con el mayor número posible de lectores, Padura reivindica una y otra vez la complejidad de su obra literaria y sus vínculos con la tradición latinoamericana y cubana. De hecho, comenzó su andadura literaria criticando la falta de originalidad de la narrativa cubana en los ochenta. En una reseña de Las iniciales de la tierra, Padura señalaba que la atracción de la novelística cubana por «lo histórico-asentado», en detrimento de «lo histórico-actual», hubiera conducido a personajes que «solo podrán ser variaciones limitadas por el contexto que los genera y determina». («Las iniciales de la tierra: a favor o en contra», Casa de las Américas, septiembre-octubre de 1987, pp.154).[2] Y en esos defectos había incurrido Jesús Díaz al hacer de su protagonista un «tipo» con - «dimensiones más simbólicas que humanas», usar el contexto histórico de forma «azarosa» y «forzada», caer en «esquematismos» y «sin aportar soluciones formales sorprendentes» (p.156).
No deja de ser paradójico que quien se manifestara así haya terminado haciendo carrera justamente en la llamada «literatura de género», pero Padura intenta anular esa objeción rechazando cualquier definición genérica de su obra. En 2016 afirmaba, por ejemplo: «El problema es que ni escribo novelas policíacas, ni escribo novelas históricas, escribo unas novelas en las que utilizo los recursos del género. […] Yo soy un escritor heterodoxo e impuro y creo que tratar de encasillar en géneros mi trabajo no sería justo porque no es la esencia, la esencia está un poco más allá de lo genérico». Ahora bien, es un hecho que Padura escribe novelas policíacas; todas las protagonizadas por Mario Conde lo son. No se trata, como en algunas de Piglia, de novelas donde se dialoga o se experimenta con el género; aquí hay un crimen, un detective que descubre la identidad del criminal. Padura también se equivoca cuando alega que el policial «no te limita»; hay grandes novelas policiales, pero el género -tanto en sus vertientes clásica, a lo Conan Doyle, como en la «negra» o hardboiled- tiene una fórmula, y es justo ese esquematismo lo que explica en gran parte la popularidad del mismo. De hecho, la clave del policíaco está justo en los límites, en ese convenio tácito entre autor y lector en torno a la investigación y resolución del enigma.
Es cierto que, tras la tetralogía inicial y las dos nouvelles que le siguieron -La cola de la serpiente (1998), donde Conde era aún teniente de la policía, y Adiós Hemingway (2001), que ocurre en los años noventa, cuando ya se dedica a la compraventa de libros viejos-, Padura ha expandido su universo narrativo. La neblina del ayer (2005), que traslada el crimen al pasado, es en mi opinión una obra superior a las novelas de las Cuatro Estaciones, y La novela de mi vida (2002) abandona el género policíaco para acercarse a la novela histórica, siempre partiendo de una trama contemporánea, método que Padura ha repetido en casi todas sus novelas posteriores. Como resultado de esta adición de planos narrativos -tres en algunos casos, como en Personas decentes, donde encontramos la historia de Yarini en 1910, en vísperas del paso del cometa Halley, el presente de 2016, con la efímera ilusión que suscitó entre algunos la visita de Obama, y el pasado reciente de los años setenta, con la represión de los escritores y artistas- se ha duplicado la extensión promedio de sus novelas, lo cual podría verse como indicio de una transición hacia obras más complejas y totales, pero también como un acomodo a las reglas del mercado; lo que los franceses llaman littérature de gare y en el mundo anglosajón se conoce como airport novel tiende a lo voluminoso. De hecho, de las novelas de Padura son precisamente las más largas las que tienen mejores ratings en Goodreads.
Aun sin la pesquisa policial, esas obras no policiacas de Padura -tal es el caso más reciente de Como polvo en el viento- repiten el mismo truco; no hay crimen por resolver, pero sí un enigma que engancha al lector hasta el final. Como las policiales, siguen siendo, a pesar del esfuerzo del autor por superar la simplicidad de las primeras novelas de la serie de Mario Conde, y de que la incorporación de investigaciones históricas a las tramas las aleja de lo que Umberto Eco llama «narrativa de la redundancia»,[3] en tanto ofrecen mucha información nueva -la historia de la vida y la muerte de Yarini en Personas decentes, de Heredia en La novela de mi vida, de Trotski en El hombre que amaba a los perros, la historia del trasatlántico MS. St. Louis en Herejes, y de un pequeño cuadro de Rembrandt que nos lleva hasta la Holanda del seiscientos y las peregrinaciones de los judíos- novelas convencionales.
En una entrevista reciente, Padura reveló que cada vez que empieza a escribir una novela se relee Conversación en la catedral, pero poco hay de la riqueza de técnica narrativa de esa magistral novela de Vargas Llosa en las suyas. Las novelas de Padura están más cerca de Carpentier, un autor que, como bien explica Luis Harss en su imprescindible libro Los nuestros, está en muchos sentidos más cerca de los novelistas de la tierra -los de su generación, al fin y al cabo- que de los autores más renovadores del boom. Si estos, asumiendo el ataque sartreano a la narrativa omnisciente («Dios no es artista. El señor Mauriac tampoco»), utilizan el monólogo interior, el flujo de consciencia y otras técnicas de la narrativa norteamericana, Padura, por mucho que mencione a Faulkner, Dos Passos, Salinger y Rulfo, depende casi todo el tiempo de la tercera persona, y no usa el indirecto libre.[4]
Según Padura, sus dos mayores influencias cubanas son justamente Carpentier y Cabrera Infante. En Personas decentes y Como polvo en el viento hay descripciones, enumeraciones, giros de lenguaje que remedan el moroso estilo carpenteriano, pero ese registro no es consistente a lo largo de la novela, lo cual hace que parezcan, esos pasajes, meros adornos, incrustaciones en un vestido que resulta mucho menos lujoso de lo que pretende. La influencia de Cabrera Infante es, por otro lado, difícil de percibir: Padura alega que es por escribir «en cubano» (Carpentier lo haría en «castizo»), pero sus esfuerzos por asimilar el habla coloquial y vulgar, muy ostensibles en sus últimas novelas, no llegan a cuajar. Evidentemente, no basta con que todos los personajes suelten «coños», «pingas» y «cojones» a trocha y mocha para captar de manera orgánica el habla popular en una novela. Se diría que en ese afán de aunar el estilo mandarín de Carpentier al vernáculo de Cabrera Infante, Padura se queda en tierra de nadie.
Esa línea narrativa maestra que va de Novás Calvo a Cabrera Infante no solo integró el lenguaje coloquial cubano en obras experimentales, fundamentalmente abiertas, que superan la autoridad del narrador omnisciente, sino que lo hizo a partir de personajes de clase baja: los taxistas, carboneros y chinos de La luna nona y Cayo Canas, los «debutantes» buscavidas de Tres Tristes Tigres. La novelística de Padura se concentra, en cambio, en lo que podríamos llamar la clase media ilustrada de los años soviéticos; los que fueron a la universidad en los setenta y comienzos de los ochenta: Mario Conde nace en 1953, los personajes de Como polvo en el viento en 1960. Aunque sólo uno de ellos trabaja en cosas de letras «otro es físico, una veterinaria, una ingeniera industrial, uno informático, uno neurocirujano- todos leen; en los ochenta leyeron libros prohibidos como 1984 o de difícil acceso como La insoportable levedad del ser. Son cultos aunque no intelectuales.
Entre las muchas cosas que exasperan de esta ambiciosa novela -su excesiva longitud, las innecesarias escenas eróticas, la banalidad del enigma revelado al final, así como la inverosimilitud de la forma en que el personaje en cuestión abandona el país en 1990-, está el hecho de que todos estos personajes, exiliados durante los años noventa, aprovechan para ver museos y sitios arquitectónicos famosos. O más bien, la manera en que eso es referido por el narrador, en unas enumeraciones que suenan casi siempre impostadas, como si se añadiera la cultura de forma accesoria o compensatoria. Por ejemplo: «Darío devoraba con la vista el espectáculo de Santa María del Fiore y ni siquiera la evidencia física, la percepción sensorial de lo maravilloso le alcanzaban para asimilarlo. No era la primera vez que recibía una de aquellas conmociones, marcadas por la incredulidad de sí mismo: frente a la Sagrada Familia, apenas aterrizado en Barcelona, lo había sacudido una sensación semejante; las pinturas reunidas de El Bosco, Velázquez, Rubens y Goya en El Prado lo anonadaron en su momento con una existencia tangible, al alcance de la mano, su mano. La vigorosa sensación de ver el principio de tantas cosas lo había inundado también en el Monte de los Olivos, contemplando la puesta del sol sobre las murallas de Jerusalén, igual que entre las ruinas de El Partenón o ante los frescos milenarios de Cnosos. La Calzada Imperial, la columna de Trajano y el Coliseo de Roma lo habían removido del mismo modo tres días atrás». (Como polvo en el viento, p.511).
Este pasaje ejemplifica asimismo el carácter marcadamente retórico, casi radionovelesco, de la prosa de Padura. Lo que puede decirse de manera literal, él lo dirá de forma figurativa, o por lo menos enfática: el personaje no «miraba», o «contemplaba», sino que «devoraba» el edificio; el sitio no le produjo un placer estético sino una «conmoción»; la sensación es, por fuerza, «vigorosa». Se dirá que el uso figurado se justifica, en tanto se trata en estos casos de verdaderas maravillas -cosas admirables, cosas para mirar-, pero es que con los fungibles el registro no cambia demasiado. Aunque no siempre consumistas, los personajes de Padura son ávidos consumidores; sus relaciones con el café, la comida y el alcohol se refieren con idéntica alharaca. Padura habla, por ejemplo, de «un combate cruento y encarnizado, sostenido con tres litros de ron devastador» (La transparencia del tiempo, p.110) Cuando Mario Conde, aunque ha tomado café en la mañana, necesita más unas horas después, el narrador lo pone así: «daba la vida por un taza» (p.84), estaba «al borde de un coma por descafeinamiento» (p.85). En otra novela, se describe el gusto de un personaje por un plato cubano como «su romance con los potajes de frijoles negros»(Herejes, p.50), y se cuenta de esta forma el encuentro amoroso de unos adolescentes en un parque de La Víbora: «Las lenguas enloquecidas, las manos de los jóvenes actuaron como serpientes entrenadas en el arte de reptar bajo la ropa, y se empeñaron en clavar sus dientes en los puntos neurálgicos, provocando convulsivas alteraciones musculares en los respectivos organismos». (Herejes, p.394).
Situadas en las antípodas de lo que Barthes llama «escritura neutra» o de «grado cero», frases como estas no dejan de recordarnos los esfuerzos de los autores de la «novela policial revolucionaria» por incluir en la narración las marcas más visibles del lenguaje literario, esfuerzos que culminaban en frases alambicadas y cursis. Aunque, desde luego, hay una enorme diferencia de calidad entre las novelas de Padura y los engendros del concurso Aniversario del Triunfo de la Revolución, el antecedente de Padura como fenómeno de masas, al menos dentro de Cuba, son justo aquellas novelas policíacas de los setenta y ochenta donde, como he analizado en otro lugar, el artificio que se intenta dejar atrás regresa como ornamento, como mero índice de la Literatura. A ello contribuyó, desde luego, el hecho de que muchos de los autores fueran aficionados, o escritores principiantes que carecían de una sólida formación literaria, pero no se trataba solo de eso: como señala Barthes, es el precepto mismo del realismo socialista el que produce una escritura que echa mano de los signos más burdos de la institución literaria, donde la forma no se deriva de una necesidad expresiva sino de la búsqueda de un efecto.
En Padura el efectismo no está solo al nivel de las frases, sino en la inclusión de la cultura, a través de los personajes, como hemos señalado, mediante libros leídos o sitios vistos, pero también en ciertas alusiones literarias del propio narrador, referencias que funcionan como guiños a un lector que puede o no puede identificarlos. Un ejemplo: «Se dejaba caer en la cama, abría una asmática novela de un poeta cubano siempre a mano para aquellas coyunturas, leía una página sin entender un carajo y, al recibir aquella patada en el cerebro, arrebujado en el ruido de la lluvia, se dormía -y así se durmió aquella tarde- como un niño acabado de mamar» (Herejes, p.351) Y otro: «Mario Conde, aunque nunca había pasado de teniente, era también una de esas personas que no tenían quien le escribiera» (Herejes, p.493) Y otro más: «En tiempos remotos, él había sido “Arturo, la estrella más brillante” de aquel sitio». (La transparencia del tiempo, p.198).
Hay, por cierto, una significativa referencia paródica a la «novela policial revolucionaria» en Pasado perfecto, la primera novela protagonizada por Mario Conde. Cuando este con el sargento Manuel Palacios va a casa de un presidente de CDR para hacer una «verificación»de un sospechoso, rechazan su oferta de entrar a la casa, a lo que el compañero responde: «Pero, óigame, teniente, qué raro está eso de que ustedes no entren a sentarse y entonces yo les pueda brindar un cafecito acabado de colar, ¿eh? Yo creía que cuando dos policías venían a un CDR siempre tenía que pasar eso, ¿verdad?». (Pasado perfecto, Unión, 2005, p.89). Este personaje es, desde luego, un lector de aquellas novelas cuyos títulos -La ronda de los rubíes, No es tiempo de ceremonias, El cuarto círculo…- no sonaban en el momento en que transcurre la historia -comienzos de 1989-tan lejanos como nos resultan hoy. A diferencia de las alusiones que citábamos antes, esta no es gratuita: Padura busca, evidentemente, marcar una distancia con esas novelas donde la tacita de café se había convertido en un lugar común, casi una convención. Al manifestar, mediante este curioso parlamento metaliterario, el deliberado incumplimiento de una expectativa del público lector, Padura viene a indicar que su novela será verdaderamente realista, otro tipo de novela policíaca.[5]
Si el tema de aquellas obras, que eran consecuencia directa de la «política cultural» de los setenta, de un concurso organizado por el MININT, era la integración política, la comunidad renovada mediante la purga de los elementos antisociales, Pasado perfecto y el resto de las novelas del llamado Cuarteto de La Habana -cuya condición de posibilidad es el nuevo orden de cosas que, ante el forzado repliegue de la «política cultural», se da en los años noventa: más libertad para escribir, tanto en forma como en fondo, libertad para publicar en el extranjero- desmitifican esa comunidad política que en la «novela policial revolucionaria»es siempre atacada por elementos externos -los «gusanos», rezagos de la burguesía a menudo aliados a los «lumpens» y complotados con la CIA-, al revelar la corrupción interior del sistema; aunque no siempre los asesinos, los dirigentes y diplomáticos corruptos son los personajes negativos, los malvados que Mario Conde desenmascara.
Esto era, ciertamente, una novedad en la literatura, pero no se apartaba fundamentalmente del discurso oficial: las causas 1 y 2 de 1989 fueron televisadas. La tetralogía de Padura puede verse, en alguna medida, como un homólogo literario de esos juicios públicos donde se reveló que había generales y ministros corruptos y hasta narcotraficantes. No tanto una ruptura con el discurso oficial, como un aggiornamiento. Lo que en esas célebres causas fue dicho desde arriba, por las máximas instancias del poder, en tanto resultados irrefutables de una investigación que permaneció secreta, aparece novelizado desde abajo a través de los casos investigados por Mario Conde. No ya intriga del MININT -la materia de un Norberto Fuentes, que formó parte de aquellos círculos exclusivos-, sino delitos comunes que llevarán a un atípico policía de una ficticia Central de Investigaciones a descubrir, para estupefacción suya y de sus amigos, como él cubanos de a pie, la cara fea de esa semiclandestina «nueva clase cubana», sus obscenos privilegios y su podredumbre moral.
Con la ejecución de Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia termina en 1989 la época de la mitificación de los hombres duros, con su dudosa leyenda de guerrillas latinoamericanas y guerras africanas, y se abre el espacio para la emergencia de un nuevo tipo de héroe literario, más blando, más sentimental, menos mundano. La caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética trajeron, para la generación a que Mario Conde pertenece, «la frustración de todas las posibilidades de materializar sus manoseados y discretos sueños cuando el país cayó en la más profunda crisis económica que se pueda imaginar».(Agua por todas partes, p.65) Nostálgico y meditador por naturaleza, Mario Conde está estratégicamente posicionado para encarnar ese trauma, el «cansancio histórico» que trae consigo esa nueva era que pronto será denominada oficialmente «período especial en tiempos de paz» y el narrador de las novelas de Padura llama «la Crisis».
La historia, que en ese « mundo de ayer» en que súbitamente se han convertido los años setenta y ochenta supuestamente se estaba construyendo cada día, con mirada fija en el futuro, queda como anulada o detenida, convirtiéndose en fardo lo que antes era impulso, y su lugar lo ocupa, en parte, la memoria. «A los que viven hacinados, a los que no les alcanza el salario, a los que se les agotaron los sueños… ¿les importa esencialmente la historia? Bueno, si acaso como memoria de tiempos mejores, cuando pensaban salir del hacinamiento, cuando compraban con su salario las exquisiteces de los mercados de los años ochenta, cuando soñaban que si estudiaban Medicina o Ingeniería serían respetados, solventes y quizás hasta dueños de un Lada o un Yugulí… Todo eso se esfumó en los años noventa y llegó el desencanto, no solo por nuestra situación económica, tan ardua como pocos fuera de Cuba pueden imaginar, sino porque se tuvo una mejor idea de lo falso que había sido el mito en el que habíamos vivido», decía Padura en 2008.
Ese «acaso» Padura lo amplifica al extremo. Frente al derrumbe del orden socialista y el naufragio de sus ideales, emerge en su obra, como tabla de salvación, otro tipo de comunidad, no fundada en valores como el compañerismo, la intransigencia revolucionaria y el internacionalismo proletario sino en otros más tradicionales: a saber, la memoria, la amistad y la decencia. Si la «novela policial revolucionaria» presenta la polis -con la PNR, el MININT y los CDR en tanto infalibles guardianes de la legalidad socialista- como un safe space, la novela «posrevolucionaria» de Padura dibuja, frente a la desintegración de esa polis, al margen de la selva en que esta se ha convertido con la llegada de la crisis económica, otro safe space, que no es la familia ni la religión sino un grupo de amigos contemporáneos, marcados por unos vínculos forjados en la adolescencia y la primera juventud, en aquella «época en la que en Cuba éramos mucho más iguales (aunque siempre existieron los “menos” iguales)». (Agua por todas partes, p.121).
Al comienzo de Herejes, novela que marca el regreso de Mario Conde ocho años después del caso de La neblina del ayer, el antiguo policía se nos aparece, ya en el año 2007, como un sobreviviente de un persistente naufragio. Había perdido, cuenta el narrador, «casi todas las expectativas que no estuvieran relacionadas con la más vulgar sobrevivencia», «por perder, había extraviado incluso el sueño de escribir alguna vez una novela. […] Solo en los territorios de aquellos mundos conservados con empecinamiento al margen del tiempo real y en cuyos bordes exteriores Conde y sus amigos habían levantado las murallas más altas para protegerlos de las invasiones bárbaras, existían unos universos amables y permanentes a los cuales ninguno de ellos, a pesar de sus propios cambios físicos y mentales, quería ni pretendía renunciar: los mundos con los cuales se identificaban y donde se sentían como estatuas de cera, casi a salvo de los desastres y perversiones del medio ambiente». (Herejes, p.27).
Hay otro tópico de las novelas de Mario Conde que siempre me ha parecido significativo, justamente por cuánto se aparta de esa «verosimilitud que, según Chandler es la esencia de la novela policial y de cualquier relato realista». (Agua por todas partes, p.121). Me refiero a las abundantes comidas que prepara Josefina, la madre del Flaco, y que son descritas con lujo de detalles, en una prosa llena de imágenes trilladas y adjetivos innecesarios: «una pierna de cerdo asada, una cazuela de moros y cristianos brillantes por el perfumado aceite de olivas toscanas, las depravadas yucas, abiertas como el deseo, humedecidas sus entrañas con el aliño de naranjas agrias, ajo y cebolla, la florida ensalada de colores rotundos». (Herejes, p.445). Esto es al final de la novela, en una ocasión especial. La cena del comienzo, para un día corriente, es aún más opípara.[6]
La minuciosidad con que, en las novelas de la serie de Mario Conde, se describen estas fantásticas comidas, el espacio que se les dedica en el relato, contrasta con la forma expedita con que, en Como polvo en el viento, se narran las dificultades de los primeros años del «período especial». Clara, personaje que se queda en Cuba, hace de todo para sobrevivir, pero eso es contado en un párrafo, de manera sumaria: «se lanzó con todas sus energías a una búsqueda obsesiva de los medios necesarios para no morir de inanición. Entonces la mujer recorrió en una bicicleta china las fincas vecinas donde compró mangos, aguacates, guayabas, papayas, que luego pregonó en la calle; en su casa, a veces hasta con leña cogida en los vertederos (faltaba el gas, la electricidad), cocinó y envasó dulces de frutas que vendió en la entrada del cercano Hospital Ortopédico y frente a la estación de gasolina, cuando había gasolina. […] Incluso retomó también el cuidado del huerto en que se había transformado el jardín original de pasto verde y también amplió sus dimensiones y diversificó los sembradíos con las especies más resistentes y generosas: calabazas, boniatos, ñames, papayas, plátanos, que crecieron abonados por la fe y la perseverancia». (p. 364).
Como se ve, no es que Padura trate de ocultar las dificultades de esos años o de idealizarlas cayendo en el tópico de la «pobreza irradiante»; sencillamente, no se detiene ahí, porque eso no es en realidad el foco de la narración, solo existe como marco para el exilio de los personajes y el consecuente efecto sentimental. A pesar de las menciones a los apagones, la escasez de comida y productos de aseo, las colas, la epidemia de neuritis óptica, la crisis del transporte, da la impresión que las novelas de Padura no llegan nunca a narrar el horror de la vida cubana durante el «período especial», o de que cuando lo muestran, lo ocultan al mismo tiempo. En Herejes, por ejemplo, el narrador describe cómo vive, en una modesta casita de Luyanó, el nefrólogo Ricardo Kaminsky junto a siete miembros de su familia -en cada uno de los dos cuartos una hija con su respectiva familia, el anciano y su esposa en catres en la sala-; el doctor, sin embargo, se niega a aceptar los doscientos dólares que le ofrece su primo político Elías Kaminsky e, incluso, la parte de la venta del cuadro de Rembrandt que le correspondería, de llevarse a cabo la misma. Mario Conde está, según el narrador, siempre «en la fuácata», pero cuando, empleado por Elías Kamisnky, empieza a cobrar cien dólares al día, los comparte con sus amigos.
A Padura no le interesa contar lo que haría alguien en la precaria situación de Mario Conde con ese dinero: cosas como comprarse un par de zapatos para sustituir a los que ya tienen huecos, arreglar un techo que se está cayendo, cambiar una taza que no deja de tupirse, darle por fin una pinturita a la casa, mandarse a hacer «por la izquierda» una prótesis para una muela que falta…, y todas las innumerables y dificultosas gestiones que tales empresas pueden conllevar en la singular situación cubana. Hay ahí, en esas minucias, toda una posible novela -una «odisea», para usar la expresión coloquial- pero esa no es, claramente, la novela de la vida de Conde, la novela «neorromántica» que Padura quiere contar. Mario Conde, aunque es un muerto de hambre, tiene con el dinero una relación propia de un aristócrata. Y cuando en La transparencia del tiempo, que ocurre siete años después de Herejes, vuelve a recibir cien pesos convertibles por un nuevo encargo investigativo, lo primero que hace es… encargar una opípara comida para su grupo de amigos.
Esas comidas a las que Padura tiene acostumbrados a sus lectores podrían entenderse, desde luego, como un guiño irónico del autor, que se permite esa licencia poética dentro del registro realista. Pero no dejan de ser problemáticas, porque no es solo inverosímil que alguien como Josefina, que no pertenece a la clase de los nuevos ricos, pueda prepararlas; es aún más inverosímil, si cabe, que «casi cada noche» la anciana invite a Mario Conde a comer. Todo eso no solo contradice el régimen de escasez del «período especial», sino que además recuerda a la fantasía comunista, que viene siendo su reverso. ¿No era, después de todo, en el comunismo, en el futuro comunista que supuestamente se estaba «construyendo» en los setenta y ochenta, donde habría abundancia?, ¿no era allí donde, por fin, reinaría la fraternidad? ¿Por qué recobrar esa fantasía, cumplirla al cabo, de forma extrañamente vicaria, en novelas que pretenden ser «una crónica de la vida cubana contemporánea», una vida que se caracteriza precisamente por la lucha diaria por poner un plato de comida en la mesa?
De las ruinas de un mito ha surgido otro. Más allá del contraste entre las novelas negras de Padura, que aspiran a la crónica de la Cuba que no sale en los periódicos oficiales, y las «novelas blancas» que mostraban todo, a la manera del realismo socialista, en su «desenvolvimiento revolucionario», persiste una mistificación, un cierto «acuerdo categórico con el ser». Se ha pasado del optimismo revolucionario -el mito de la felicidad colectiva, tema de ese romanticismo revolucionario que es el realismo socialista- al pesimismo nostálgico -el mito del locus amoenus adolescente, tema del romanticismo «posrevolucionario» de Padura-; de la comunidad política socialista a otro tipo de comunidad, sentimental y en última instancia nacional, pero no se ha salido del kitsch.
De aquel corrimiento ideológico desde el marxismo-leninismo al énfasis en la identidad nacional que se dio en los años noventa, las novelas de Padura son también, de muchas formas, correlato. No es que Padura presente una cubanidad fundamentalmente buena -en sus últimas novelas destaca recurrentemente la envidia como rasgo definitorio del carácter nacional, una característica que, aunque a veces mencionada como parte de la herencia española, no tenía esa primacía entre los defectos señalados por los letrados republicanos: el choteo, la imprevisión, la informalidad…-, pero sí simboliza, sobre todo en la figura de Mario Conde y en la de Daniel Kaminsky, el judío polaco decidido a ser cubano en los años cuarenta, un apego a ciertas costumbres y tradiciones que no son necesariamente heredadas.
En aquel pasaje inaugural de Herejes, Conde rechaza el cigarrillo Camel que le ofrece el judío-americano Elías Kaminsky, hijo de Daniel, y el narrador nos lo cuenta de esta manera: «Solo en caso de catástrofe nuclear o peligro de muerte se fumaba una de aquellas mierdas perfumadas o dulzonas. Conde, además de su filiación al Partido de los Comedores de Frijoles Negros, era un patriota nicotínico y lo demostró dándole fuego a uno de sus devastadores Criollos, negros, sin filtro». (p.31). Como el orange crush y los hot-dogs en ¡Ecué-Yamba-O!, los cigarrillos Camel son aquí un elemento extraño, cosmopolita, frente al cual reivindicar -o más bien, significar, ostentar- autoctonía.[7] Aunque Conde es fanático de la pelota -creció con la Serie Nacional- y el esplendor de la liga profesional cubana de antes del 59 aparece en la historia de Daniel Kaminsky, gran fanático del Almendares, Padura no pone nunca a Mario Conde a ver un juego de béisbol de las Grandes Ligas en alguna antena parabólica o en el «paquete», práctica muy común en Cuba entre los aficionados a ese deporte.
En Como polvo en el viento, los personajes, una vez que se exilian, nunca llegan a sentirse plenamente integrados, son como espectros; han perdido esa identidad que se expresa en su pertenencia al Clan, grupo que formaron en el preuniversitario. Este Clan (del Pre del Vedado) es otra versión de Los socarrones (de la escuela de Letras), que a su vez era una versión de la «tribu» de Mario Conde (del pre de La Víbora). Estos grupos interactúan con la nomenklatura -el padre de Elisa en Como polvo en el viento, que está involucrado en el traumático evento que precipita la dispersión del Clan, o los «pinchos» hipócritas y perversos de las novelas del Conde- o en ocasiones con los marginales de los bajos fondos -en La cola de la serpiente y La transparencia el tiempo, sobre todo-, pero esto no afecta su fundamental identidad. Son grupos cerrados y bastante homogéneos, a los que falta el carácter aleatorio y fluido de otros célebres grupos literarios como El Club de la Serpiente de Rayuela o los adolescentes rebeldes de Los detectives salvajes.
Aun en el caso excepcional de Candito el Rojo -quien, nacido en un solar, fue primero delincuente y santero hasta que se convierte al cristianismo y abandona la bebida- la identidad del personaje, su fundamental eticidad, prevalece todo el tiempo sobre su diferencia. Mario Conde «siempre había sabido que en la personalidad de Candito había muchas capas, y la de manifestarse con violencia era solo una, la que le servía de escudo. Pero, desde que fueron compañeros de estudio, supo también que en el mulato de pasas color rojo demonio vivía además un hombre con un código ético estricto en el cual los valores de la lealtad, de la justicia y del desinterés tenían un peso específico importante». (La transparencia del tiempo, p.102). En Como polvo en el viento, aquel vínculo formado durante la adolescencia en una escuela lo estructura todo; nadie de las respectivas carreras universitarias de los del Clan es parte del Clan; todo el conflicto de la novela se desarrolla a partir de las relaciones entre sus integrantes, y los encuentros extremadamente casuales que se producen en el exilio no hacen sino confirmar la preeminencia de aquel núcleo. Es como si, a pesar de las dispersiones del exilio, las vidas de estos personajes estuvieran destinadas a cruzarse. El único personaje que, por voluntad propia, ha cortado lazos con el Clan, al final de la novela está considerando de algún modo reintegrarse. El principio del caos regresa, al cabo, al cosmos.
Como he señalado en otro ensayo, en contraste con los personajes desarraigados de Ena Lucía Portela, y en contraste también -añado ahora, con Philipe Marlowe, el personaje de Raymond Chandler con que a menudo se asocia a Mario Conde- los personajes de Padura se definen por la pertenencia. Pero no es que sean arraigados -hay gente arraigada y hay gente desarraigada, y hay gente que está en el medio-; es que han hecho de ello una retórica. Citemos de nuevo el comienzo de Herejes; Elías Kaminsky le ha traído una carta de su amigo Andrés, y la lectura de la carta, lacónica como es, revela a Mario Conde lo siguiente: «El hecho de que se acordara del cumpleaños del Conejo varios días antes de la fecha lo delataba: si no escribía era porque no quería ni podía, pues prefería no correr el riesgo de venirse abajo. Andrés, en la distancia física, estaba todavía demasiado cercano y, al parecer, lo estaría siempre. La tribu a la cual pertenecía desde hacía muchos años era inalienable, PER SAECULA SAECULORUM, con mayúsculas». (p.33).
En la siguiente novela, Padura -el mismo que criticaba en 1987 que Las iniciales de la tierra «volviera a contarnos otra vez lo que ya todos conocemos», que Jesús Díaz avanzara por «caminos trillados», ofreciéndole al lector «asuntos trabajados y agotados»-, insiste: «Todos eran uno y eran también el resto del clan, en una mezcla intrincada de experiencias, ganancias y pérdidas acumuladas, preservadas con avaricia de las invasiones foráneas, y convertida, como siempre pensaba, en los bloques de la muralla tras la que se refugiaban de las más diversas invasiones, como sobrevivientes de una -o muchas- catástrofes». (La transparencia del tiempo, p.153).
Además de la pertenencia a ese grupo de amigos -«tribu» y «clan», de más está decirlo, son metáforas de énfasis, más signos del lenguaje hiperbólico de Padura-, Mario Conde es extremadamente consciente de su pertenencia generacional. «A sus cincuenta y cuatro años cumplidos, Conde se sabía un paradigmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de su madriguera, habían evolucionado (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida del nuevo país que se iba conformando». (Herejes, p.24).[8] He aquí lo que Dwight MacDonald, en su análisis de la midcult, llama «constant editorializing», y esta es, me parece, la mejor manera de entender las últimas novelas de Padura, teniendo en cuenta la existencia no de dos niveles de cultura como hemos hecho arriba, sino de tres. Herejes, Como polvo en el viento, La transparencia del tiempo y Personas decentes no son masscult, como las obras de Buesa y Félix B. Caignet, sino midcult, obras que se encuentran en relación con la serie de la alta literatura, «aparentemente invitan al fruidor a una experiencia privilegiada y difícil», para decirlo con palabra de Eco.[9]
La manera en que el propio Padura describe el proceso de la creación de Mario Conde, en su ensayo «El soplo divino: cómo crear un personaje», así lo confirma. Él distingue dos caminos del policíaco: uno más simple, «escribir una novela policial solo para contar cómo se descubre la misteriosa identidad del autor de un crimen», y otro más complejo, «proponerse una indagación más profunda en las circunstancias», «tratar de escribirla con una voluntad de estilo […] proponiéndose la creación de personajes con entidad psicológica y peso específico como referentes de realidades sociales e históricas». (Agua por todas partes, p.119). Junto a la voluntad de estilo, voluntad de profundidad, pero en el reverso tenemos un personaje que, después de todo, carece de ella. En relación a Andrés, el protagonista de Fiebre de caballos, que además de sufrir la repentina muerte de su hermana menor, debe crecer en la Cuba de los setenta con el estigma de un padre que se ha marchado a Estados Unidos, Mario Conde resulta un personaje mucho más plano, lo cual sería, desde la perspectiva de la alta literatura, una involución, pero viene a ser, para la literatura popular, un valor, casi una condición de posibilidad.
Conde tiene memoria (ciertamente, una memoria selectiva; de su infancia junto a su abuelo gallero y cómo era el barrio entonces, del catecismo que de niño recibió por influencia de su madre católica, pero no de los diez años que pasó en la policía, ni de los tres años que estudió en la universidad; de esto nada o casi nada se nos cuenta en toda la saga), pero no tiene intríngulis. Decidido a convertirlo en «metáfora»[10] de la pérdida de las ilusiones colectivas, Padura apenas le concede traumas personales. Su elevado consumo de alcohol -a veces una botella al día- no lo lanza a los abismos de la adicción. La censura del número inicial de la revista estudiantil La Viboreña, que contenía un cuento suyo de tema religioso, es un incidente sin consecuencias, una nubecilla negra en una adolescencia feliz, dibujada con tintes rosados. (Conde es todo sentimiento, nunca resentimiento). Su crónica postergación de la escritura no es un verdadero conflicto, porque él no es sino un diletante. El perder a Tamara a manos del dirigente Rafael Morín no destruyó su vida amorosa, porque la recupera a raíz de la muerte de este y ella se convierte en su novia eterna. Conde, en una palabra, se ha salvado, a diferencia de su mejor amigo el flaco Carlos, a quien una bala de la UNITA ha condenado a una silla de ruedas.
No obstante, aunque en algún momento él piensa que es «muy afortunado» (Herejes, p.390) por tener un perro, grandes amigos, buenos libros para leer y el amor de esa mujer, unas páginas más adelante vuelve a su cantaleta: «Conde se sentía como un monigote que, a duras penas, esquivaba los golpes, buscando un resquicio para la supervivencia». (p.459). Padura cae una y otra vez, de manera forzada, en esa retórica del fracaso, la desilusión y el desencanto, que emparientan la saga de Mario Conde con ese otro género fundamental de la cultura de masas que es el bolero.[11] No es casual, a propósito, que en Herejes y La transparencia del tiempo aparezca de forma recurrente ese decadente bar de barrio que el protagonista ha bautizado como el Bar de los Desesperados, donde a veces se emborracha y otras compra las botellas de ron que lleva a la casa del flaco Carlos.
Los bares aparecían ya en las novelas de las Cuatro Estaciones e, incluso, significativamente, en Fiebre de caballos. En un pasaje crucial de esa novela juvenil, Andrés, hastiado de su circunstancia, queriendo evadirse de su madre, su casa y su barrio, se monta en la primera guagua que sale del paradero y termina en la Avenida del Puerto. Entonces deambula un poco hasta toparse con el Two Brothers -cuyo nombre recuerda por historias de su abuelo estibador-, y allí, entre putas y expresidiarios, se emborracha con cerveza, en una escena que es parte importante de su educación sentimental, una suerte de rito de pasaje hacia la plena masculinidad. Ya en plena decadencia en 1974, ese legendario bar donde dos marineros ponen un casette de Feliciano en una grabadora de mueble, así como el otro, «oscuro y desolado» donde un borracho cantaba - «Quiéreme mucho» y «La copa rota», a donde va Andrés con su enamorada Cristina, vienen a ser los precursores del Bar de los Desesperados.
En 1974 como en 1989 como en 2007 como en 2014, el alcohol propicia aquí, siempre al margen de la política, la ceremonia de la evasión, y oímos inevitablemente, aunque no se estén reproduciendo en ningún equipo de música, los viejos boleros cortavenas y esos otros viejos boleros filosóficos, casi tangos. Cierto, cuando Conde y sus amigos se reúnen escuchan siempre a Creedence Clearwater Revival y en 2016 asistieron al concierto de los Rolling Stones, pero son otras las voces que, sin necesidad de aguzar demasiado el oído, percibimos en esa única novela que, al margen de las tramas policiales más o menos entretenidas de cada entrega, vienen a ser las diez novelas de la serie protagonizada por Mario Conde. La voz «negra» de Tom Fogerty acompaña desde la adolescencia al Conde y el flaco Carlos, pero la novela de sus vidas, la que ha ido escribiendo Padura a lo largo de tres décadas, resuena más con los melodramáticos temas de Arsenio Rodríguez, de Panchito Riset, de Ñico Membiela.
Si la inevitable tacita de café de las «novelas policiales revolucionarias» equivalía a la «nueva trova» -la simplicidad y eternidad del orden socialista, esa pequeña serenata diurna- la no menos inevitable botella de ron, a menudo compartida con el mejor de los amigos, marca ese recobrar de la tradición del bolero que da el tono justo de las novelas «posrevolucionarias» de Mario Conde. Padura es, de alguna manera, nuestro último gran autor de boleros.
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[1] En realidad, están todas conectadas en tanto los tres protagonistas -Fernando Terry (La novela de mi vida), Iván (El hombre que amaba a los perros) y Clara (Como polvo en el viento)- son amigos de Mario Conde, quien hace una suerte de cameo en El hombre que amaba a los perros y menciona o recuerda a sus otros dos amigos en novelas posteriores a aquellas que los mismos protagonizaron. En el caso de Fernando Terry, Padura escribió además el relato «La vida de nosotros».
[2] En su prólogo a la antología El submarino amarillo, Cuento cubano 1966-1991, Padura reformula esta dicotomía como «lo épico-heroico», tema de los cuentistas de los sesenta, y lo «dramático-cotidiano», tema de la cuentística cubana de los ochenta. (UNAM, 1993, p.14).
[3] «Una novela de Souvestre y Allain, o de Rex Stout, constituye un mensaje que nos informa poquísimo y que, por el contrario, nos pone de manifiesto, merced a la utilización de elementos redundantes, un significado que habíamos adquirido tranquilamente con la lectura de la primera novela de la serie (en este caso, el significado es un cierto mecanismo de la acción, debido al interferir de personajes «tópicos».) El gusto por el esquema iterativo se presenta, pues, como un gusto por la redundancia. El hambre de narrativa de entretenimiento, basada en estos mecanismos, es un hambre de redundancia.» (Apocalípticos e integrados, DeBolsillo, 2004, pp. 290-291).
[4] El primer capítulo de Fiebre de caballos está escrito en segunda persona, y la segunda persona regresa a veces, sin solución de continuidad y de manera gratuita, en los capítulos narrados en tercera persona. En Pasado perfecto y las otras novelas de las Cuatro Estaciones aparece la primera persona, en algunas partes donde el personaje evoca cosas del pasado, pero me parece que el uso de la primera persona va disminuyendo a medida que avanza la tetralogía. También hay primera persona en La novela de mi vida y El hombre que amaba a los perros, pero no es la primera persona oral de un monólogo interior, sino a menudo una narración literaria, en forma de manuscrito.
[5] «Si en la novela policíaca de otros países de la lengua se imponía una actitud desacralizadora ante el género, y se asumían los cambios de la posmodernidad -artística y social- con una perspectiva audaz, aunque crítica y participativa en la función de sus contenidos, los policíacos cubanos -que en su mayoría debutan en la literatura a través del género-, se lanzaron a la creación de una literatura apologética, esquemática, permeada por concepciones de un realismo socialista que tenía mucho de socialista pero poco de realismo». («Modernidad y posmodernidad: la novela policíaca en Iberoamérica» (Modernidad, posmodernidad y novela policial, Unión, 2000, p.153).
[6] «-Como hay tanto calor -comenzó Carlos-, va a empezar con un potaje de garbanzos, con chorizo, morcilla, unos trozos de carne de puerco y papas… Como plato fuerte nos está preparando un pargo asado, pero no muy grande, como de diez libras. Y, claro, arroz, pero con vegetales, dice que por la digestión. Ya preparó ensalada de aguacates, rábanos y tomates. -¿Y de postre? -El Conejo salivaba como un perro con rabia. -Lo de siempre: cascos de guayaba con queso blanco… ¿Ven que no estaba inspirada?» (p.28).
[7] Tampoco es casual que sean justo unos cigarrillos americanos, con su olor dulzón, una de las pistas que lleva a Mario Conde a descubrir al asesino en La transparencia del tiempo.
[8] De hecho, esa denominación de «generación escondida», en Pasado perfecto, no se la han dado a sí mismos, sino un profesor de filosofía, presumiblemente miembro de la generación anterior, y es Miki Cara de Jeva, el escritor oficialista, quien introduce el término: «¿Por qué no eres policía de verdad?, ¿eh? Estás a medio camino de todo. Eres el típico representante de nuestra generación escondida, como me decía un profesor de filosofía en la universidad. Me decía que éramos una generación sin cara, sin lugar y sin cojones. Que no sabíamos dónde estábamos ni qué queríamos y preferíamos entonces escondernos». (Pasado perfecto, p.158).
[9] En La cola de la serpiente, hay un pasaje en que Mario Conde se fija en los títulos de unos libros acumulados sobre una silla: Islands in the Stream, de Hemingway, The Catcher in the Rye de Salinger, Conversación en la Catedral de Vargas Llosa, El siglo de las luces de Carpentier y Fiebre de caballos de Leonardo Padura.
[10] «Mario Conde es una metáfora, no un policía, y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura», escribe Padura en el prólogo a Máscaras.
[11] En tanto tema, el bolero aparece en La neblina del ayer, para mí la mejor de las diez novelas de la serie de Mario Conde, donde este investiga, a partir de un recorte de periódico encontrado dentro de un libro de cocina, la desaparición de una misteriosa cantante de boleros llamada Violeta del Río. Y también en el cuento «Nueve noches con Amada Luna» (2001), que es un buen ejemplo de cómo a Padura se le «da» mucho mejor la novela que el cuento, y la narración en tercera persona que en primera. Aquí, el narrador cuenta su romance con una cantante de boleros -al parecer inspirada en La Lupe-, bruscamente interrumpido por el cierre de los cabarets en la Ofensiva Revolucionaria. «Quien no haya sentido alguna vez que la estética decadente y previsible del bolero es una de las mejores expresiones de la vida, seguramente será incapaz de entender la prodigiosa comunicación que esa música puede conseguir con los sentimientos. Aunque sus letras muchas veces maltraten la poesía con frases empeñadas en expresar emociones demasiado evidentes, y su melodía ataque sin piedad las escalas más melosas del pentagrama, la virtud permanente de un buen bolero radica en su capacidad de seducir y en su poder de evocación, que siempre están ligadas a una voz y un modo de cantar, más que a unos versos y una melodía.» (Hacer y deshacer el amor. 7 narradores cubanos contemporáneos, Unión, 2017, p.87).