martes, 8 de diciembre de 2009

Robar para vivir.

Por Laritza Diversent.

Miguel era un trabajador que llevaba cinco años laborando como cocinero en una empresa estatal. Se levantaba a las tres de la madrugada para realizar un viaje de más de 12 kilómetros y llegar temprano a la empresa. Cumplía con todas las orientaciones del sindicato, cotizaba y en dos ocasiones fue elegido “trabajador vanguardia”.

El salario que recibía no le alcanzaba para solventar sus necesidades económicas. No obstante, entre sus planes no estaba la opción de abandonar el empleo. Tiene una esposa y tres hijas menores que mantener. Unas veces más, otras menos, compensaba las carencias con lo que allí resolvía, la comida de casa.

Miguel se llevaba parte de los alimentos del almuerzo destinado a otros trabajadores, para sostener a los suyos. Aceite, pollo, pescado, huevos, calamares, viandas, granos… la necesidad lo impulsaba a llevarse lo que fuera. Asegurar la subsistencia inmediata de los familiares a su abrigo era su principal responsabilidad.

En ocasiones, muy discretamente, vendía en el barrio alguno de los productos que hurtaba. Con ese dinero cubría otros gastos. Las niñas necesitaban ropa interior y zapatos. Artículos que sólo venden en las tiendas recaudadoras de divisas, y que él no recibe pues le pagan en pesos.

Un día, alguien informó lo que Miguel hacía. Fue separado del centro, y por ser la primera vez, el tribunal lo sancionó a seis meses de privación de libertad por un delito de hurto, en un correccional, para laborar en la agricultura. En la sentencia no se tuvo en cuenta los motivos que lo llevaron a cometer lo que en buen cubano se conoce como “robo”. Sin embargo, la pena que sufre no impide que, desde su nuevo trabajo, continúe llevándose alimentos para su casa cuando sale de pase.

Antes del triunfo de la revolución, en la legislación penal cubana existía la figura del “hurto famélico”. Una circunstancia que, en unos casos, eximía al autor de responsabilidad penal, y en otros, disminuía la sanción. Se apreciaba cuando una persona, hambrienta o indigente, se apoderaba de objetos necesarios para su supervivencia y de las personas a su abrigo.

La justicia revolucionaria eliminó esta figura del derecho penal. Se suponía que el gobierno implantado el 1 de enero de 1959, atendería las necesidades de todos por igual. Supuestamente, se había eliminado la vagancia, el desempleo, la mendicidad y los vicios, causantes de miseria.

Visto así, parecía innecesaria esa figura en el Código Penal. Para los legisladores socialistas, ningún ciudadano, en las nuevas condiciones creadas, tenía una necesidad extrema que lo impulsara a cometer el delito de “hurto famélico”. Era un país en el cual todos sus ciudadanos gozaban de oportunidades y del derecho al trabajo.

Es irónico que en la actualidad, sea precisamente la clase proletaria, la que se encuentra en un estado de necesidad tal, que se ve obligada a hurtar los recursos del Estado para sobrevivir y mantener a su familia. Es uno de los problemas sociales que más afecta a la economía nacional y que el gobierno enfrenta como una “lucha contra las ilegalidades”.

Pero lo cierto es que a la benévola justicia que aplica la sociedad revolucionaria, le interesa más sancionar como efecto ejemplarizante, que perdonar un hecho delictivo cometido por necesidad. Cincuenta años después, la experiencia demuestra que la revolución es incapaz de atender por igual las necesidades de la población.

Ha aumentado la holgazanería y la indigencia y se ha disparado el soborno y la corrupción. Quedó demostrado que el pleno empleo, por sí sólo, es insuficiente para hacer desaparecer la miseria, y con ella, la comisión del “hurto famélico”.

La historia de Miguel se repite a diario en muchas familias cubanas. Y se puede contar de diferentes formas y con otros personajes. La realidad es una: la crítica situación económica que atraviesa el país desde hace décadas, ha llevado a la mayoría de los trabajadores vinculados laboralmente con el Estado, a convertir el “hurto” en un medio de vida indispensable para subsistir.
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