martes, 17 de marzo de 2015

El precio, el salario y el marxista cubano.

Por Rogelio Manuel Díaz Moreno.

A comprar papas.  Foto: Juan SuárezEl compañero Erasmo Calzadilla (no se ofenderá si lo llamo de esta “desactualizada” manera) ofrecía su última contribución, recientemente, en el tema de los precios, los salarios y los mercados. Me hubiera gustado ver tomadas en cuenta algunas ideas mías, aunque fuera para rechazarlas.

A riesgo de parecer latoso, me gustaría repetir que el problema de los precios altos y los salarios bajos en Cuba no es tan difícil de comprender. Que se aclara con un poquito de economía política básica, de los viejos Smith, Ricardo y Karl Marx, más un poquito de objetividad cruda.

Opino que muchas herramientas valiosas de estas teorías se pueden aplatanar[i] claramente aquí. Esta opción se ve dificultada por los prejuicios generados por la implementación dogmática y sesgada que se vio acá y no mereció el nombre de marxismo, cuando no por deliberadas maniobras distractivas de gente bien enterada. Complicar la cosa para edulcorarla, o para confundir al adversario en una discusión, ha sido otro resorte muy socorrido por mala fe, por oportunismos, demagogia u otros intereses espúreos, además de no contribuir a soluciones realistas.

Si partimos de lo obvio, veremos que Cuba es una sociedad, desgraciadamente, del Tercer Mundo y pobre. Con una agricultura desastrosa y una industria generalmente improductiva, obsoleta y descapitalizada. Esto tiene sus causas, pero queremos saltar directamente al meollo de precios y salarios.

Una sociedad que padece de pobreza, simplemente, no tiene la capacidad de satisfacer a plenitud las necesidades materiales de la totalidad de la población. En otros tiempos, había acá otros mecanismos de repartición de la riqueza, poca o mucha, que se producía o que nos regalaban. Hoy no nos regalan nada y el mercado es el mecanismo fundamental para repartir lo poco que se produce. Tenemos un mercado bastante sencillo, nada de las complicaciones financieras del siglo XXI. Básicamente, es un mercado de intercambio de mercancías, de equivalentes. Se intercambian valores reales –alimentos, bienes industriales, servicios– y valor abstracto, representado por el dinero.

La pobreza nacional implica poca disponibilidad de riquezas, per cápita. La impresión subjetiva es que los productos en el mercado “están caros”. ¿Caros para quiénes? Las diferencias sociales que nos golpean, implican que la mayoría acuda al mercado con poca capacidad adquisitiva, pero una minoría acude con mucha mayor capacidad. Para estos últimos, los productos no están tan caros.

Agromercado.  Foto: Juan Suárez
Muchas personas sostienen que la ley de la oferta y la demanda podrá “equilibrar” en un futuro, más o menos cercano, los precios con el poder adquisitivo (salarios o ingresos por negocios personales) de la mayoría. Que eso no ocurre justo hoy, solo porque algunos pillos trabajan mal y otros acaparan y otros “no permiten” que esa ley trabaje bien. Pero que cuando estemos como en los países “normales”, esa ley permitirá que suba la producción y bajen los precios.
En primer lugar, ni el mercado ni la famosa ley de oferta y demanda obligan al productor –o al intermediario– a aumentar la cantidad de valores reales que entregan para el trueque mercancía-dinero. Más bien lo desestimulan, le inducen a acaparar o a dejar que simplemente se pierdan una parte de estos valores, cuando su realización en el mercado –la ganancia de la comercialización– mengua.

Se revela la peligrosa persistencia de cierta ilusión o fetichismo del mercado, como supuesto motor del desarrollo y la prosperidad. Este fetichismo, duramente enquistado, es una de las mayores victorias de la ideología capitalista en nuestro país, y ni los duros golpes diarios contra la realidad lo desacreditan. No trato de satanizar al mercado; le concedo un rol importante, ciertamente resuelve eso del intercambio de mercancías equivalentes. Apunto a sus limitaciones claves. En el mercado que tenemos hoy, trabaja la ley de la oferta y la demanda de hoy. La situación percibida de altos precios, no es sino el efecto inexorable, cuando existen pocas riquezas producidas y concurren a adquirirlas, lado a lado, una mayoría de alto poder adquisitivo y la minoría de menos poder.

Eventualmente, se produce cierto aumento de la producción, como con los tomates que tiró el camarada Calzadilla. Las personas que padezcan el fetiche esperan ver un aumento de la oferta y se desesperan de no ver bajar el precio. El problema que queda fuera de la vista, en esta peligrosa ilusión, es que aquel aumento puede buscar empatarse con otro aumento producido, el del poder adquisitivo total. Por este último, la parte que va a comprar, considerada como un todo, tiene más valor abstracto para ofrecer y atraer al vendedor del valor real.

Agromercado.  Foto: Juan SuárezEn esos aumentos globales, lamentablemente, no es extraño que la minoría pudiente salga mejor y la mayoría precaria quede peor. Esto ocurre en los escenarios de aumento de las desigualdades, como en muchos países pobres del tercer mundo –y, últimamente, hasta en el primero. Como ocurre en el escenario de nuestro país. Al final, la demanda con verdadera solvencia para darse el lujo de aumentar es la de la minoría ya favorecida, lo mismo para consumo propio o como insumos en sus propias inversiones. La demanda de los grupos mayoritarios, pero de menor poder adquisitivo, no tiene solvencia para mantenerse a la par. La percepción del nivel de los precios entre esa mayoría, por lo tanto, es que no bajan; sino que suben, que es lo que pasa aquí desde hace buen tiempo.

Aumentar los salarios, de por sí, no traerá mejores equilibrios o bienestar a través del mercado, porque los billetes son un valor abstracto, no real por sí mismos; apenas un reflejo del valor real de las riquezas y servicios consumibles. Discrepo, en este punto, de la perspectiva de Pedro Campos al respecto. No daría tiempo a aumentar la productividad de aquellas empresas deficitarias, ni las riquezas en oferta. Más bien, una rápida escalada inflacionaria provocará una rápida redistribución de esos valores abstractos y el poder adquisitivo de la mayoría precaria quedará tal como antes. Por esta razón, el Estado no puede resolver el problema por esa vía.

Bajo la coyunda de la economía estatalizada, la mayoría de la población no podrá salirse de esta trampa. El deterioro de las condiciones de vida se asocia entonces a un discurso que pretende falsamente representar al socialismo, y todos los mecanismos ideológicos pro capitalistas se refuerzan. Las prácticas capitalistas de comercialización de unas pocas empresas estatales gananciosas reforzarán todavía más este sentir. Consciente o inconscientemente, se favorecerá la convicción de que la solución está en más mercado, más economía privada, más capitalismo.

Si los lectores amables ven bastantes veces este artículo y lo comentan apasionadamente, es posible que el editor me consienta ulteriores divagaciones al respecto.
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