viernes, 20 de septiembre de 2019

Ir a la escuela en La Habana de mi infancia (1948-1954).

Por Tania Quintero.

Ir a la escuela en La Habana de mi infancia (1948-1954)

Nací en 1942 y en 1948 comencé a ir al kindergarten (preescolar), en una escuela pública de enseñanza primaría que había casi llegando a la Esquina de Tejas, en el tramo de Monte entre San Joaquín e Infanta, en el municipio habanero del Cerro. El kindegarten pude haberlo hecho a la edad de cinco años, en 1947, pero mis padres consideraron que era mejor que lo hiciera a los seis, en 1948. La maestra, como todas las que entonces atendían las aulas preescolares en Cuba, era graduada de la Escuela del Hogar. No recuerdo su nombre, pero sí que asistía por las mañanas, de lunes a viernes, sin uniforme, con ropa de calle.

La enseñanza primaria la cursé en la Escuela Pública No. 126 Ramón Rosaínz, situada en Monte y Pila, también en El Cerro, a tres cuadras de mi casa, en Romay entre Monte y Zequeira. El primer grado (1948-49) lo hice con la Srta. Roxana; el segundo grado (1949-50), con la Srta. Inés, en 1950-51; el tercer grado (1950-51), con la Srta. Carmen; el cuarto grado (1951-52), con la Srta. Margarita, que era hermana de Carmen. El quinto grado (1952-53) con la Srta. Adolfina y el sexto y último grado (1953-54), de nuevo con la Srta. Carmen.

Todas ellas habían estudiado en la Escuela Normal de Maestros de La Habana y graduado de la carrera de Pedagogía en la Universidad de La Habana. En el caso de las hermanas Margarita y Carmen, de apellido Córdova, tenían el título de Doctora en Pedagogía. Amelia se llamaba la maestra de Educación Física y Lucila, la de Música fue la única maestra negra que tuve. No volví a tener cuando matriculé hasta que matriculé en la Escuela Nocturna de Inglés, que funcionaba en la misma escuela Ramón Rosaínz, en los horarios de 6 a 7, de 7 a 8 y de 9 a 10 de la noche. Las clases eran gratuitas y podían asistir personas de cualquier edad y clase social.

Procedo de una familia humilde. En mi casa solo entraba el sueldo de mi padre, guardaespalda de Blas Roca, secretario general del Partido Socialista Popular, nunca supe lo que le pagaban, pero no debe haber sido más de 150 pesos mensuales, por eso mi madre dos veces a la semana lavaba y planchaba a domicilio. La estrechez económica no impidió que siempre tuviera batas bonitas, gracias a dos de mis tías paternas, Cuca y Lala, que eran modistas. Mis padres solo tenían que gastar en ropa interior, medias, calzado, útiles escolares, un par de juguetes el Día de Reyes y poco más. Zapatos siempre tuve tres pares: uno para andar en casa y jugar, otro para ir a la escuela, los llamados ‘colegiales’ (de piel negra, con cordones) y otro para salir, que en verano solían ser de color blanco y en invierno negros, por lo regular de charol. Sandalias usé de pequeña, después zapatos con correíta, que no se salían del pie. En aquel tiempo no recuerdo haber usado balerinas ni mocasiones.

Antes de 1959, en Cuba habían escuelas públicas, privadas y religiosas y la enseñanza estaba separada en hembras y varones. A las privadas y religiosas había que ir con los uniformes, zapatos, medias, corbatas o lazos que cada escuela diseñaba y era obligado comprarlo en determinadas tiendas. En La Habana, en El Encanto, Fin de Siglo, La Época, Ultra, Sánchez Mola y El Bazar Inglés, entre otras. A las públicas también se iba con uniforme, que podías comprar ya hecho en las tiendas, a precios accesibles, o comprar la tela y si nadie en la casa sabía coser, se lo encargabas a una de las muchas costureras que había en los barrios y cobraban barato, unos 5 pesos. Las hembras usábamos saya azul prusia, blusa blanca y lazo azul, de la misma tela de la saya. En el medio del lazo, se ponía y quitaba, con broches de presión, el monograma de la escuela, que vendían en las tiendas de la zona donde radicaba la escuela y uno creo que costaba 0.50 centavos o menos.

La Escuela Ramón Rosaínz se encontraba en El Pilar, una barriada de familias pobres y trabajadoras y también de gente marginal. La calle Pila, que quedaba frente a nuestra escuela (empezaba en Monte y terminaba en Cristina) y era una calle de ‘mujeres de la vida’, como entonces le decían a las mujeres que se ganaban la vida ejerciendo la prostitución. Algunas de mis compañeras de primaria eran hijas, sobrinas o primas de alguna prostituta, de la calle Pila o de los alrededores, pues por la cercanía del Mercado Único o Mercado de Cuatro Caminos, el más grande de La Habana, era fácil conseguir buenos clientes con los guajiros que traían sus productos del campo, comerciantes, vendedores y choferes de camiones.

Lo sabíamos nosotras y nuestras familias, pero al menos en mi casa, eso no fue un problema para que compartiera con aquellas niñas. Nunca vi a nadie burlarse de una compañerita de aula porque vivía en una casa en mal estado o porque sus zapatos eran más baratos o no tuviera maleta (entonces no habían mochilas, eso era algo que usaban los militares, igual que los pantalones de mezclilla, que era cosa de obreros y mecánicos) y tuvieran que llevar los libros y libretas en la mano o en una jaba de tela hecha por su mamá o su abuela.

Tampoco nos molestaba ni nos daba envidia ver a los estudiantes de las escuelas privadas y religiosas, con sus uniformes vistosos y un ómnibus escolar los recogía en la puerta de su casa por la mañana y por la tarde los dejaba de nuevo allí, aunque vivieran cerca de la escuela, como una vecina mía de la Víbora, que vivía a dos cuadras del Instituto Edison e iba y venía en el bus escolar. Mi prima Lydia Roca, hija mayor de mi tía Dulce Antúnez y Blas Roca, estudió en el Instituto Edison. Me parece estarla mirando, con su uniforme blanco, el monograma con las iniciales IE bordadas en carmelita y zapatos colegiales también carmelitas. Sin embargo, sus tres hermanos, mis primos Paquito, Pepe (Vladimiro Roca) y Joaquín estudiaron en escuelas públicas.

Hasta 4to. grado, dimos clases de música y dibujo y en 5to. y 6to. grado, clases de bordado, economía doméstica y educación física, que dos veces a la semana la dábamos en la azotea de la escuela, que colindaba con el local donde durante muchos años estuvo la COA (Cooperativa de Ómnibus Aliados), una de las organizaciones sindicales más fuertes de la capital (entonces a diario circulaban decenas de rutas de ómnibus por toda la ciudad). Esos dos días, íbamos a la escuela con el uniforme de educación física: blusa blanca, saya azul marino abierta alante con botones y debajo, un short azul y tenis blancos. La marca más conocida era U.S. Keds.

Terminé el 6to. grado en 1954 y matriculé en la Escuela Superior (antes no se llamaba Secundaria), donde cursaban dos grados, 7mo. y 8vo. No sé en otras localidades o provincias, pero en la Superior usé el mismo uniforme de la primaria, pero con otro monograma. Por mi lugar de residencia, me tocó ir a una gran edificación escolar que recientemente se había inaugurado, detrás de la Escuela Normal de Maestros de La Habana, situada en San Joaquín entre Pedroso y Amenidad, Cerro. En una parte del moderno edificio, quedaba la Escuela Superior Anexa La Normal, que así se llamaba, y en la otra, más grande una escuela primaria (después del 59 quitaron la Superior, dejaron la primaria y le pusieron Nguyen Van Troi, igual que el parque que queda enfrente).

Una asignatura nueva fueron las clases de cocina, en un salón con mesas, closets, un gran refrigerador y cuatro cocinas de gas, Made in USA (entonces, lo raro era que algo no fuera hecho en Estados Unidos, a Cuba llegaba lo último que se produjera en USA: autos, electrodomésticos, ropa, calzado, películas). Fue algo novedoso para mi, porque hasta 1959 en mi casa no tuvimos refrigerador, comprábamos una piedra de hielo cada día. Y hasta 1968, cuando por la llamada Ofensiva Revolucionaria, nacionalizaron las bodegas y pequeños comercios, entre ellos la carbonería del asturiano Fermín, en la esquina de Romay y Zequeira, mi madre cocinó con carbón.

Los 28 de Enero, aniversario del natalicio de José Martí, nos vestíamos de blanco y desde la Escuela Ramón Rosaínz, por la calle Monte íbamos caminando hasta el Parque Central (unos dos kilómetros), a depositarle rosas blancas al Apóstol. Con uniforme íbamos a visitar la casita donde nació Martí, en Paula 102, o a las charlas que a las alumnas de la Asociación Martiana nos daban en la Fragua Martiana. Uniformadas íbamos también a la Semana del Niño, cuando visitábamos industrias de la zona (Canada Dry, Sabatés, La Estrella o La Española, fábrica de chocolate en Infanta y Estévez). Llevábamos una bolsita, para echar las chucherías que nos regalaban. A las excursiones fuera de la capital (Cuevas de Bellamar, Valle Viñales) íbamos con camisa, pantalón, calzado apropiado y podíamos llevar un cartucho con merienda y un sombrero para protegernos del sol.

La Habana de mi infancia apenas se parece a la del siglo XXI, a no ser por el Malecón, que sigue en pie, con el muro dañado y aceras destrozadas; el Capitolio, recientemente restaurado; el Parque Central, con menos áboles y ya sin su vieja vecina, la Manzana de Gómez, reconvertida en el hotel de lujo Manzana Kempinski. La estatua de Antonio Maceo (el actual espacio recreativo en nada se asemeja al Parque Maceo de mi niñez) y La Giraldilla, entre otros monumentos que no han sido derribados o vandalizados. Teatros como el antiguo Nacional, después García Lorca, hoy Alicia Alonso; restaurantes y bares, como La Bodeguita del Medio y El Floridita, ahora dedicados a sacarle divisas a los usuarios. De los cines que han sobrevivido a la desidia del castrismo, Radiocentro (Yara), Rodi (Mella), América y Riviera, de los pocos a los cuales no les han cambiado el nombre.

La Universidad de La Habana, con su escalinata y su Alma Mater. La Biblioteca Nacional a la que iba a estudiar cuando fui alumna de la Escuela Profesional de Comercio de La Habana (1957-59). Iglesias como la de los Pasionistas en la Víbora y, por supuesto, la Catedral, en la Habana Vieja. Antiguas mansiones coloniales hoy sedes de museos y paradores turísticos administrados. Hoteles como el Nacional, Inglaterra, Sevilla, Plaza, Havana Hilton (Habana Libre), Riviera, Comodoro, Capri, Deauville… Pero sobre todo, el emblema de la capital y del país: El Castillo de los Tres Reyes del Morro, que lleva más de cuatro siglos siendo testigo de asedios de piratas, conquistadores ingleses, guerras de independencia, ciclones, revueltas populares y turbulencias sociales y políticas.

Para los cubanos nacidos en la década de 1940, si sus padres eran auténticos, liberales, ortodoxos o comunistas, como era mi caso, no veíamos a Estados Unidos como un enemigo. Desde pequeños, en los estanquillos veíamos periódicos y revistas americanas; en los cines, si las películas no eran mexicanas, eran americanas. En la radio igual, lo mismo escuchábamos a Joseíto Fernández en aquel programa donde a ritmo de la Guantanamera narraba asesinatos y crímenes que los programas con Frank Sinatra, Nat King Cole, Elvis Presley… O dedicados a la música de Ernesto Lecuona o Sánchez de Fuentes, autor de Habanera tu. O los espacios fijos que había en las emisoras, con Vicentico Valdés, Blanca Rosa Gil, Panchito Riset, Barbarito Diez, Tejedor y su Grupo, Benny Moré… O los dedicados a la música clásica, española, mexicana o argentina. A los seguidores del feeling, guaguancó, danzones y décimas campesinas. O cuando podías escuchar lo último de las orquestas cubanas de moda (Jorrín, América, Aragón, Riverside, Sonora Matancera, Roberto Faz) o de jazz bands estadounidenses que eran muy escuchadas en Cuba, como las de Benny Goodman y Glenn Miller.

Parece que no, pero todo eso influye, porque uno crece con la posibilidad de escuchar la música que tu quieras, de leer el libro del autor que más te guste y ver o no películas de México, Estados Unidos o Argentina (de Cuba no recuerdo haber visto ninguna). Ver muñequitos (comics), impresos, en la tele o en la prensa nacional (mis preferidos, Trucutú y Benitín y Eneas). Seguir o no las aventuras, primero en la radio (Los Tres Villalobos, la más popular) y después en la televisión. Las aventuras tenían tantos oyentes como radionovelas (El derecho de nacer) o Divorciadas, un programa basado en hechos reales. Podías seguir el espiritismo de Clavelito, los espacios humorísticos y las actuaciones musicales en vivo, en Radio Progreso y otras emisoras. Comprar o no la revista Bohemia o Carteles o las de temas femeninos, como Romance y Vanidades, la más vendida, costaba 20 centavos, salía una vez al mes y cada número traía una nueva novelita de Corín Tellado.

Uno estaba al tanto de lo que se usaba en Estados Unidos, que ya desde entonces era un país de referencia para el cubano de a pie, aunque la gente rica prefería la moda y los perfumes de París. Si querías un vestido igual al que viste en el catálogo de Lana Lobell, ibas al Ten Cent, te comprabas un sobre que dentro traía los patrones o moldes y costaba menos de un peso. Si vivías en La Habana, ibas a Muralla, la calle donde se vendían más telas, encajes, botones, bieses, serpentinas, zippers e hilos del país, y por tres o cuatro pesos, cuando mucho, comprabas dos o tres varas o yardas (antes no se decía metros) del tejido que el modelo requería y lo que necesitaras para confeccionarlo. Nadie en mi escuela, mi barrio y mi familia sufría si no podía comprar lo que estaba de moda en USA.

Quienes tal vez sufrían un poco eran los apasionados de los autos, pero en las agencias que había en la capital, podían comprarlos a plazos, igual que los aires acondicionados, refrigeradores, cocinas, batidoras y otros electrodomésticos americanos. Entonces, cualquiera podía sacar un pasaje en avión a Cayo Hueso (Key West) o Miami, pasarse allí unas horas haciendo compras y regresar ese mismo día. Mejor aún si ibas en el Ferry, donde podías venir con autos, muebles y todo lo que necesitaras para tu casa o para tu taller de mecánica, chapistería o carpintería.

Pero todo se acabó cuando en 1959 llegó el comandante y como para él todo eso formaba parte de la «diversión», mandó a parar. Y fue cuando los cubanos empezaron a joderse, a ir pa’tras, a estancarse, viviendo con libreta de racionamiento desde 1962, cada vez con más escasez y penurias, sin democracia ni libertades. Sesenta años después, Cuba está peor que en 1959. Con niños, adolescentes y jóvenes a quienes no les motiva estudiar y trabajar para desarrollar y modernizar el país en que ellos, sus padres y sus abuelos nacieron.
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