domingo, 1 de septiembre de 2019

Argelia Fellove es una dura.

Por Abraham  Jiménez Enoa.

Alberto se maquilla para empezar su show de transformismo
Alberto se maquilla.

Alberto está a medio vestir. Tiene aún los labios pintados con un creyón carmesí, el cinto desabrochado, la camisa por fuera, el rostro sin maquillar. Olvidó en casa el espejo de mano y eso lo ha retrasado. No le queda de otra que ir del baño de los hombres al de las mujeres para terminar de alistarse. Porque en el baño de los hombres hay un solo espejo y ya está América maquillándose. Y porque en el Club Tikoa no hay camerinos, los artistas se acicalan en los lavabos.

Mientras espera que el baño de mujeres esté desocupado, Alberto va adelantando, a ciegas, lo que puede. Parado en el pasillo, que separa los dos lavabos, saca una carterita pequeña donde guarda su kit de maquillaje. Primero se echa base en el rostro, después se pone un reloj con manilla de cuero en la muñeca derecha y luego se cuelga una cadena de oro falso.

Al baño de mujeres han entrado dos señoras. Hasta que no salgan, Alberto no acabará de vestirse. Debajo de la camisa tiene puesto una faja. «Ayer la lavé tarde y hoy me la he tenido que poner húmeda», dice con molestia. Gotas de sudor le empiezan a correr por la piel. No hay ventanas. Sacude una toalla pequeña para echarse aire y refrescar.

Cuando las señoras salen, Alberto entra de inmediato, cierra la puerta. El baño está en penumbras. El fuerte olor a orine repugna. El espejo, colgado en una de las paredes, es ancho, con un marco de madera recién pintado. Alberto observa su cuerpo del abdomen hacia arriba. En silencio, mientras se maquilla, mientras delinea y pinta sus cejas, mientras riega en su cara las tortas de base que antes se había untado sin mirar, mientras se estira el pelo y se hace un moño corto, Alberto entierra una vida anterior para emprender un nuevo viaje.

Cada trazo de maquillaje cura un poco y cicatriza las heridas del pasado, son un grito de desahogo. Con el polvo, la mascarilla, las cremas, no solo se transfigura, sino que encuentra la puerta de salida hacia la libertad. Finalmente sale de la oscuridad y camina bajo el sol.
Alberto tiene rapada la cabeza de la mitad hacia abajo. Esos pelos no han ido a parar al cesto de basura, los guarda en un recipiente plástico, y luego, poco a poco, los va colocando en la barbilla con una especie de pegamento. Más tarde toma una cuchilla y define los contornos de su barba postiza. «Un día tuve que hacerme los cortes con el carnet de identidad porque la cuchilla se me cayó en la taza del baño», cuenta.

El público entra mientras Alberto y América terminan de prepararse para salir al escenario. Se supone que a las tres de la tarde comience la peña «Sabadazo» en el Tikoa, uno de los clubes subterráneos de la céntrica calle 23 del barrio del Vedado en La Habana.

El Tikoa es un antro. Oscuro, casi tremebundo, un refugio de la ciudad. Detrás de la barra está de pie la única muchacha joven de la tarde. Viste de negro, es negra. La joven tiene los pómulos muertos, parece una mujer marchita, como mismo la nevera del lugar es un cadáver en descomposición: no congela del todo, guarda apenas un par de refrescos enlatados de sabor naranja y solo se puede cerrar con un candado oxidado. De más está decir que no hay cerveza ni hielo, ron es lo que hay.

La entrada cuesta diez pesos cubanos -cincuenta centavos dólar- y la velada dura hasta las siete de la noche. A las tres de la tarde el sol de agosto en La Habana es inclemente, la temperatura puede sobrepasar los 35 grados Celsius, pero dentro del Tikoa hace frío. Un enorme aire acondicionado, que gotea y ronronea, hace que la mayoría de las personas tirite sentados en sus mesas y sillas. Luces fluorescentes, figuritas indescifrables. Todos, sin excepción, pasan los cincuenta años.

El director artístico de la peña entra al baño para ver qué falta. Alberto ya está listo y toma un trago de vino tinto. Luce como un señor de la década del cuarenta: camisa y sombrero blanco, saco beige de rayas finas, cinto y zapatos puntiagudos de color carmelita. América, un señor de más de sesenta años, aún está en blúmer y medias pantis. Estirándose las cejas, frente al espejo del baño de los hombres, hace un chiste: «El mundo está al revés, las mujeres andan de hombre y los hombres de mujeres. ¿Verdad Argelia?», le pregunta a Alberto.

Argelia en su casa.

A sus 52 años, Argelia Fellove Hernández no sabe de dónde ni cómo sacó fuerzas para no quebrarse en el camino. Piensa que pudo haberse quitado la vida. Si no lo hizo fue porque, sin darse cuenta, los acontecimientos en contra la volvieron una coraza a prueba de balas, y ahora no hace más que a avanzar.

Para 2005, no la estaba pasando bien, vivía en un estado de represión interna, deprimida, sin ganas de nada, ni siquiera quería hablar. Sin esperarlo, de pronto, la vida le dio un vuelco. Hacía unos pocos años que se había declarado lesbiana, pero aún no encontraba la manera de asumirse como tal en una sociedad ampliamente homofóbica.

La Cuba de 2005 era todavía el país de Fidel Castro, una isla sin internet, sin que sus ciudadanos pudieran viajar al extranjero o se pudieran comprar una casa o un carro o pudieran pasar unas vacaciones en hoteles. La propiedad privada apenas existía, y era aún más demonizada que hoy.

Con el traspaso de poderes ocurrido entre 2006 y 2008, y ya con Raúl Castro como presidente, la sexóloga Mariela Castro, una de sus hijas, logró impulsar la agenda del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), una institución que aún dirige en la actualidad y que desde su fundación, en 1989, aboga por defender los derechos de las minorías sexuales.

En ese entonces, una amiga le recomendó a Argelia Fellove acudir al CENESEX. Le comentó que había un grupo de mujeres lesbianas y bisexuales, casi todas intelectuales, que se reunían para intercambiar experiencias personales y ayudarse unas a otras. El espacio no solo comprendía el trabajo en grupo, sino que también, allí, recibían talleres, cursos y conferencias magistrales que las ayudaban a afrontar, con dignidad y mayores herramientas, el juicio de la sociedad en la que vivían. El grupo se nombra Oremi, que significa «amiga de confianza» en una lengua religiosa nigeriana.

«Luego de mi primer día, de escuchar a aquellas mujeres hablar de sus vidas y de ver que estaban pasando por lo mismo que yo, me fortalecí y comencé a desprejuiciarme», cuenta catorce años después. Cuando salió de ese encuentro, caminó por primera vez al lado de una mujer masculinizada en apariencia sin sentirse apenada por ello.

Argelia se hizo fija en Oremi, los talleres y charlas que recibió le fortalecieron el alma. Comenzó a crecer dentro de ella una necesidad de vomitar en seco y expulsar el pasado que tenía atorado en la garganta. «Me ayudaron a empoderarme y a romper mi silencio», asevera. Se volvió una líder, hizo de su propia vida un espejo público, donde cualquier mujer pudiera venir a mirarse, a tomar fuerza con su imagen.

Argelia.
Negra, de un metro y ochenta centímetros de estatura, sin haber cursado estudios universitarios, Argelia Fellove se volvió la coordinadora en La Habana de la Red de mujeres lesbianas y bisexuales.

«El objetivo de la red es visibilizarnos, promover la salud sexual integral y la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y el VIH Sida, darles a las muchachas las herramientas y recursos para conocer nuestros derechos sexuales dentro de la Carta de los Derechos Humanos. Reconocernos como mujeres íntegras en la sociedad e insertarnos en ella. Nosotras luchamos contra la violencia hacia las mujeres y niñas», declara como un mantra.

La red tiene una sede en cada provincia de Cuba, y Argelia es la coordinadora en La Habana desde hace catorce años. Una vez al mes se reúnen para charlar y auparse. Al encuentro, Argelia lo llamó «la caldosa diversa», una especie de ajiaco donde lo mezclan todo y le sacan provecho, dice. Cada quien un poco de sazón.

Oremi fue un alumbramiento para Argelia Fellove. Una revelación que, quizás, sea la más importante en sus 52 años. Todo lo que es Argelia hoy se lo debe al hallazgo de Oremi. Pero se trata, a la vez, de un proyecto institucional que se rige por políticas estatales, de ahí que en 2016 Argelia sintiera la necesidad de tener algo propio, algo con su desenfado, sus intenciones, sus maneras de proyectarse.

Desde 2007, sin percatarse, dio los primeros pasos hacia ese terreno suyo, cuando comenzó a amenizar los encuentros de Oremi con presentaciones mínimas. Le añadió a las charlas, las tertulias, las conferencias y las mesas redondas, una dosis de relajación para liberar las tensiones que se generaban al interior de los encuentros. Argelia comenzó a declamar y a leer poemas disfrazada de hombre.

«Antes yo era más cómica, ya no me sale esa veta, debe ser que tengo muchas cosas en la cabeza ahora», recuerda. Por aquellos años, Argelia Fellove imitaba a Luis Carbonell, a Alden Knight, todo era un hobby para ella. «Me aprendía más rápido una canción que un poema, entonces empecé a montarlas».

Argelia cantando en Rompiendo la rutina
Argelia cantando en Rompiendo la rutina.

Memorizó las letras de cinco baladas románticas pop del momento: Es por amor de Alexander Pires, Amiga mía de Alejandro Sanz, Me dediqué a perderte de Alejandro Fernández, y A puro dolor de DLG en versión balada y en versión salsa. Le pidió prestada una muda de ropa a uno de sus cuñados. El hombre pertenecía a la Sociedad Secreta Abakuá, una secta religiosa exclusivamente de hombres que se fraguó en Cuba en el siglo XIX. Primero, como es de suponer, se negó, pero luego Argelia lo convenció con plegarias. Con ese juego de camisa y pantalón se presentó las primeras veces en Oremi y en las peñas culturales del CENESEX.

Argelia llevaba las canciones en un CD y las doblaba mientras se desplegaba en el escenario. Era tan contagiosa y potente la imagen que Argelia ofrecía, que la gente, en cada presentación, se olvidaba que detrás de aquel personaje había una mujer. Sin su consentimiento, le empezaron a llamar Alberto. Se le quedó acuñado.

«En esa época había tanta discriminación y había tan pocos transformistas en el país, que por falta de espacios donde presentarme y por exclusión, decidí abandonar aquella idea de empezar una carrera artística en serio en el transformismo», rememora Argelia.

Casi diez años después volvió al ruedo. El contexto cívico cubano había cambiado un tanto y las personas de la comunidad LGBTI, autorización gubernamental mediante, comenzaron a tener espacios de legitimación. La coyuntura favorable posibilitó que, a través del proyecto Oremi, el CENESEX diera luz verde a una idea de Argelia Fellove: una peña educativa cultural desde el transformismo masculino.

Una vez al mes, en el cine Acapulco de La Habana, Argelia abrió un espacio que aún hoy sigue vivo. Con la peña en sus hombros, el retorno de Alberto no se hizo esperar. «El cuerpo me lo pedía, regresé hasta con un repertorio nuevo de canciones», dice. En poco tiempo, la peña sirvió para incentivar el transformismo masculino en la capital de la isla. En un abrir y cerrar de ojos, a Alberto lo acompañaron también siete transformistas. Así surgió el movimiento de transformismo masculino en Cuba.

La nueva versión de Alberto estaba pensada para hacer bailar. Sin desechar las baladas románticas de antaño, su nuevo repertorio intentaba generar empatía e interacción, que todos se pararan de sus sillas. La rumba y la salsa cubana se convirtieron su carta de presentación. El público no tardó en apodarlo «El Salsero».

Argelia Fellove modificó esta vez el apodo: «El Salcero». Sin cambiarlo del todo, le añadió un mensaje: cero discriminación, cero violencia, cero todas las segregaciones.

Para el pasado 11 de mayo de 2019 se había programado la acostumbrada Conga contra la homofobia, el evento cumbre dentro de la jornada nacional que realiza el CENESEX para celebrar el día internacional del orgullo gay. Pero, a diferencia de los doce años anteriores, esta vez la conga fue suspendida por el gobierno. Los miembros de la comunidad LGBTI, que decidieron salir a la calle a reclamar sus derechos, terminaron sometidos a una brutal represión policial.


Marcha comunidad LGTBIQ en La Habana, Cuba.

El CENESEX, en un comunicado de prensa cargado de ambigüedad, dijo que la cancelación se debía a «la actual coyuntura que está viviendo el país» y «determinadas circunstancias que no ayudan a su desarrollo exitoso». De esta manera, la comunidad LGBTI se quedaba sin su día de fiesta. Pero esta vez decidieron no acatar la orden central y celebrar a cualquier precio.

Rostros ensangrentados, policías vestidos de civiles estrangulando a manifestantes, personas cargadas en peso entre tres o cuatros represores, gente encarcelada. Esas fueron algunas de las postales que dejó la pacífica marcha de reclamo.

«Es un evento que sucede una sola vez al año, por eso todas las coordinadoras provinciales de la red nos habíamos puesto de acuerdo para aglutinar a los miembros y participar. Era una marcha pacífica. Si pasó lo que pasó es porque estaba premeditado», opina Fellove, a quien, un día antes de la manifestación, una miembro de Oremi le notificó que habían llamado del CENESEX para advertirles que no acudieran.

Represión durante la marcha comunidad LGTBIQ en La Habana, Cuba.

«Ahora no hay UMAP, pero la sociedad cubana es homofóbica, patriarcal, machista, heterosexista, misógina y racista». Argelia se refiere a las llamadas Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), especies de campo de trabajo forzado que entre 1965 y 1968 Fidel Castro instauró en la provincia de Camagüey para supuestamente reeducar a homosexuales, prostitutas, religiosos, proxenetas, delincuentes y desafectos del régimen.

No hay consenso alrededor de las cifras de cubanos que padecieron esa experiencia, aunque la mayoría de los datos refieren a 25 000 personas en tres años. Raúl Castro, en ese entonces ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), declaró en un discurso de abril de 1966: «Se incluyeron a algunos jóvenes que no habían tenido la mejor conducta ante la vida, jóvenes que por la mala formación e influencia del medio habían tomado una senda equivocada ante la sociedad y han sido incorporados con el fin de ayudarlos para que puedan encontrar un camino acertado que les permita incorporarse a la sociedad plenamente».

Argelia y su proyecto Afrodiverso.

Argelia quiso desarrollar también un proyecto independiente a Oremi y al CENESEX, flexible e itinerante, más inclusivo. Así nació Afrodiverso, «dirigido a mujeres lesbianas, negras y afrodescendientes. Un proyecto para empoderarlas desde su propia historia y su origen. Reidentificando sus esencias como mujer desde el arte inclusivo del transformismo masculino», afirma.

El último censo de población y viviendas se realizó en Cuba en 2012. La composición racial de los 11.2 millones de habitantes fue identificada de la siguiente manera: 64,1% blancos, 26,6% mestizos, 9,3% negros. Incluso los expertos de la Oficina Nacional de Estadísticas (ONEI) apuntan que estos resultados son poco fiables, pues provienen de valoraciones de los propios ciudadanos, quienes, en su mayoría, no se reconocen como afrodescendientes.

En cambio, en 2018, el Centro Nacional de Genética Médica desarrolló un estudio que determinó que todos los cubanos son mestizos, independientemente del color de la piel. El estudio declaró los orígenes de la población cubana y los identificó de esta forma: 2% chinos, 8% aborígenes de las poblaciones mesoamericanas y sudamericanas, 20% africanos (principalmente de Benín, Nigeria, Camerún, Gabón y Angola) y 70% europeos (predominantemente España y algunas zonas de Italia).

El politólogo Esteban Morales dice: «La masa poblacional cubana es tratada de manera homogénea. Lo cual es un error de magnitud incalculable. Dado que blancos, mestizos y negros, no han tenido, históricamente, un punto de partida común: los blancos llegaron como colonizadores, los negros como esclavos y los mestizos son el resultado de la paulatina mezcla, principalmente, de ambos grupos».

Argelia Fellove pensó Afrodiverso no solamente como una punta de lanza para combatir la discriminación racial de las mujeres lesbianas y bisexuales en Cuba. El proyecto va más allá, es un saco donde ella va echando todo lo que, desde al arte del transformismo masculino, le parezca que puede mejorar la vida de las personas en comunidades más vulnerables.

Por eso se fue hasta Barrio Azul en Santa Amalia, un suburbio intrincado en la periferia de La Habana, y fundó un grupo de baile para niñas que nombró Las oremisas del futuro. Y por eso, también, el día de la infancia viajó hasta el municipio Melena del Sur de la provincia de Mayabeque y realizó un concurso infantil de cuentos que terminó en una gran fiesta con regalos para todos los participantes.

Argelia saluda a niños en la calle.

Argelia no cobra un solo peso por todo lo que hace. «Mi ganancia es sencillamente espiritual», dice. Con sus propios medios mantiene Afrodiverso en pie, gracias sobre todo al apoyo de amigos que donan materiales con bastante frecuencia. Las donaciones van desde lápices de colores, crayolas, juguetes, pedazos de tela, galleticas, hasta ropa y zapatos usados que Argelia vende y, con el dinero recaudado, adquiere lo que necesita.

Sandra Álvarez es la autora de Negra cubana tenía que ser, el primer blog cubano sobre racismo, racialidad y feminismo negro. Sobre la labor de Argelia Fellove opina: «Es una luchadora, Argelia significa resistencia, aprendizaje, paz, flexibilidad y también convicciones».

Durante las primeras décadas del siglo XX, la abuela materna de Argelia Fellove, Matilde Hernández, fue por años una de las criadas de José Arrechea, patrón de una de las familias más acaudaladas de la ciudad de Trinidad, Sancti Spíritus. Arrechea mantenía en secreto una relación con aquella criolla hermosa, la tenía como su complaciente.

Matilde quedó embarazada una de esas tardes en que Arrechea se escapaba de su familia y se metía a algún cañaveral o a algún cuartucho dentro de su propia finca y la obligaba a tener sexo con él. Ahí nació Trinidad Margarita Hernández, madre de Argelia.

Trinidad creció en los cuartos de criados, la cocina y los patios de la finca de los Arrechea. Su padre, José, nunca la reconoció y lo único que hizo por su hija, de vez en cuando, fue dejarla entrar a la sala de la casa para que jugase con sus desconocidas hermanas blancas. Trinidad aún está viva, padece de alzhéimer a sus 86 años y tiene una paraplejia en la parte izquierda de su cuerpo. Matilde falleció en 1974.

El apellido Fellove le viene a Argelia de su padre, un habanero descendiente de una familia del Congo que había emigrado a Francia y desde allí a Cuba. El padre de Argelia conoció a Trinidad Margarita y vinieron juntos a La Habana. Tuvieron ocho hijos, tres hembras y cinco varones. Argelia nació en 1967, pero no la inscribieron en el registro civil hasta 1970, año en que su padre murió de un infarto.

El padre de Argelia era un obrero soldador y solo pudo dejar como herencia una pensión de 180 pesos cubanos. Trinidad Margarita, que no podía trabajar por su discapacidad, tuvo que criar a sus ocho hijos con ese dinero. La familia vivía en el reparto La construcción en el municipio de Boyeros. Lo que le llaman un barrio “caliente”: broncas, robos, ron y mesa de dominó en las esquinas, música y ruido hasta altas horas de la noche. En esa cotidianeidad crecieron los niños.

«Mi mamá en casa nos daba mucho golpe, mucho golpe, mucho golpe», dice Argelia hasta la saciedad. Reconstruir su pasado es un viaje tenebroso a lo peor de su vida. El rostro se le contrae, la voz sale como un látigo.

La crianza de ocho hijos con tan poco dinero, con tanta carestía y viviendo casi en la miseria, una casucha hecha añicos, sobrepasó a Trinidad Margarita, que perdió los estribos y no encontró otro método de crianza que no fuera la brutalidad desmedida como escarmiento.

Si los niños la molestaban con algún ruido, por hambre o con alguna pregunta cualquiera, Trinidad buscaba un cable de electricidad, les decía que se pusieran todos, los ocho, con las manos y las rodillas en el suelo, en cuatro, con las nalgas para ella, y los azotaba hasta verlos llorar. A las tres hembras, a veces, les pellizcaba los senos.

Crecer entre golpes generó que los muchachos se volvieran unas pequeñas bestias agresivas. Toda la infancia transcurrió en casa de los Fellove como si estuvieran en una batalla campal. A diario, unos a otros se lanzaban cazuelas de cocina, piedras, se perseguían con palos o bates. Todo ocurría delante de los ojos de la madre, a quien aquello le parecía un comportamiento normal y observaba tranquila semejantes escenas. Trinidad Margarita, mientras uno de sus hijos le rompía la cabeza a otro de un mazazo, bien podía quedarse sentada en un butacón arreglándose las uñas o salir a la calle a caminar sin más.

Argelia en su cuarto.

«Uno de mis hermanos tenía una esquizofrenia adictiva al golpe. Cuando estaba aburrido, bajaba y le escupía la cara a un policía para fajarse. Después que la policía lo molía a golpes, regresaba al otro día tranquilito a casa», recuerda Argelia.

Todos los días Argelia Fellove iba a la escuela primaria con el uniforme escolar sucio y estrujado. Alternaba con uno de sus hermanos unas botas de hombre, un día él, un día ella. Cuando no le tocaba el turno de las botas, llegaba a clases con unas chancletas rotas amarradas con una cuerda de saltar. Como en casa no podía estudiar, sus notas académicas eran malas.

Según ella, ser negra, pobre y con bajo rendimiento escolar la condenó. «Los niños de la escuela y del barrio me hacían mucho bullying, no paraban de darme golpes», dice y repasa un pasaje que le viene a la cabeza: «Una vez cuatro o cinco niños me llevaron para la parte de atrás de la escuela y me manosearon a la fuerza, por detrás y por delante, con ropa».

Los profesores de las escuelas del reparto La construcción también estaban marcados por la violencia. Probablemente habían nacido en esa zona y padecieron las mismas complicaciones intrafamiliares de Argelia, o similares. De lo contrario, uno no se explica cómo, para imponer la disciplina en clases, le pegaban con reglas metálicas a los estudiantes o los mandaban a una esquina del aula y los ponían de rodillas por portarse mal. Antes de poner las rodillas en el piso, les colocaban debajo chícharos o tapitas de botellas de los refrescos de la merienda.

Los ocho niños estaban anémicos. La pensión del padre fallecido no alcanzaba para ponerle todos los días a cada uno un plato en la mesa. Una bondadosa vecina intentaba ayudar a la familia, en algunas ocasiones, ofreciéndoles un poco de comida. Argelia iba con una cantina metálica, pero muchas veces regresaba con la cantina vacía. «El hijo de ella me esperaba en la escalera de su casa para masturbarse y yo no subía», confiesa.

Pero lo más traumático de la infancia de Argelia Fellove no fue eso. En las noches, los hermanos dormían en un colchón relleno con paja del que salían pulgas y otros insectos. Para que cupiesen la mayor cantidad de niños, la madre les ordenaba acostarse de forma transversal. De todas maneras, el espacio era demasiado pequeño para que cupiesen los ocho. Siempre alguno quedaba fuera. Ese era el más perjudicado.

«Mi hermano mayor lo sacaba y se lo llevaba al baño para hacer sus fechorías», cuenta Argelia. Dámaso Fellove, el mayor de todos, ya con 14 años medía cerca de dos metros de estatura. En las madrugadas, despertaba no solo al hermano que quedaba esa noche fuera del colchón, sino a otro más, hembra o varón, no importaba el género. Iba con ambos al baño y llevaba también una silla y una soga. Allí preparaba su diabólica violación.

Al hermano que escogía primero, lo subía en la silla y luego le ponía la soga al cuello como para ahorcarlo. Al otro, le daba una punta de la soga y le indicaba que, cuando penetrara al hermano escogido, si este gritaba, inmediatamente tirara de la soga para estrangularlo hasta que dejase de chirriar. Así no se despertaban los demás. Después los cambiaba uno por otro y repetía las mismas macabras indicaciones.

«Nos obligaba a tener sexo oral, nos teníamos que tragar su semen y su orine», asevera Argelia Fellove con los ojos aguados y la voz entrecortada. Regresar a esas imágenes la laceran, la hacen temblar.

Argelia y su madre.
Mientras, Trinidad Margarita dormía a pierna suelta en el cuarto contiguo. No era que no supiera del abuso y la violación que su hijo mayor cometía en las noches, era que se hacía la desentendida por miedo. Dámaso la tenía amenazada, era capaz de demolerla a golpes si tomaba partido en el asunto. Las noches de infancia de los Fellove eran el infierno.

«Estuve ingresada gravísima en el hospital con gastroenteritis, por poco me muero», dice de tajo Argelia, después de tomar aire. Su cuerpo de niña pequeña -tenía entre cuatro y siete años cuando esto ocurrió- no pudo soportar tanto abuso y estuvo a punto de quebrarse.

La situación de abuso y violación era tan extrema que un día Argelia y los hermanos más pequeños jugaban a los escondites cuando, por puro azar, la niña entró corriendo al cuarto de su abuela para esconderse allí y la imagen que encontró la marcó para siempre: la abuela Matilde estaba boca abajo, desnuda, casi desmayada, sobre unas sábanas embarradas de heces, y encima Dámaso abusaba de ella.

Gertrudis, la mayor de las hermanas hembras, era la única que se le enfrentaba a Dámaso y denunciaba ante su madre los atropellos de su hermano. «Mi madre le daba golpes cuando le reclamaba algo. Estábamos indefensos», sentencia Argelia. A Gertrudis le llegó el preuniversitario, que era un internado, y se fue de la casa. «Nos jodimos. Mi otra hermana, Griselda, tuvo que hacerse novia de Dámaso para quitárnoslo de encima por un tiempo».

Con el noviazgo de los hermanos, los abusos de Dámaso menguaron, aunque, a cada rato, hacía de las suyas. «Un día pasé por delante de él en la sala de la casa y quiso forzarme, salí corriendo, pero fue tras de mí y me tiró un poco de alcohol y fósforo en las piernas, logré escapar», cuenta Argelia, que volvió a ingresar en el hospital por las quemaduras que le provocó aquel incidente.

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Carolina de la Torre, profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, es autora del libro Benjamín: cuando morir es más sensato que esperar, testimonio de un joven que se suicidó después de haber sido encerrado en la UMAP.

Sobre los traumas que puede haber generado Dámaso Fellove en su familia, de la Torre opina: «Es un daño enorme, sobre todo por los sentimientos encontrados, por la represión que mete el inconsciente, algo que, como el vapor de una olla de presión tupida, un día puede explotar. El tipo de persona que hace eso es un psicótico. Un retrasado mental por primitivo. O un psicópata disimulado, pero sí culpable, porque sabe la diferencia entre el bien y el mal».

Según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), «la mayoría de los niños y las familias no denuncian los casos de abuso y explotación a causa del estigma, el miedo y la falta de confianza en las autoridades. La tolerancia social y la falta de conciencia también contribuyen a que no se denuncien muchos de los casos. Las pruebas indican que la violencia sexual puede tener consecuencias físicas, psicológicas y sociales graves a corto y largo plazo».

Desde 2013, en el país los casos de abuso sexual contra menores de edad quedan registrados en el Informe de Cuba sobre la prevención y enfrentamiento a la trata de personas y la protección a las víctimas, documento que se publica cada año.

Los últimos números son de 2017 y recogen 2019 víctimas. De ellas, 985 sufrieron abusos lascivos; 455, corrupción de menores; 293, violación; 206, ultraje sexual; 52 pederastia; 18 estupro y nueve incesto.

El Código Penal de Cuba, vigente desde 1987, condena estos delitos con agravantes como el grado de parentesco o responsabilidad del victimario con el menor. Las penas van desde multas hasta 30 años de privación de libertad o incluso la pena de muerte, aunque en el país no se ejecuta a nadie desde 2003.

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Al entrar a la secundaria básica, Argelia Fellove escapó de casa. Vio la posibilidad de internarse en una escuela y lo hizo. Eso le garantizaba independencia, alejarse del caos familiar y, muy importante, un plato de comida diario.

Su intención, una vez pasado el preuniversitario, era estudiar Cultura Física, ya que no había podido convertirse en atleta. La habían captado para una escuela de deportes por sus condiciones físicas y su madre nunca aprobó el permiso de matrícula, no se presentó a firmar.

Cuando se graduó de bachiller, sus notas no le alcanzaron para entrar a la universidad. Tuvo que conformarse con un curso de técnico-medio de Estadísticas de Salud. Aprendió a llevar los índices y los indicadores que inciden en las tasas de mortalidad infantil, nacidos-vivos y enfermedades. Trabajó en varios policlínicos del barrio Lawton.

En 1988, un hombre de apellido Santos la detuvo en la calle. Le dijo que estaba captando muchachas jóvenes para que pasaran un curso de arbitraje de atletismo, que, si ella estaba interesada, podía inscribirse. Suerte divina la de encontrarse a aquel señor. Pudo cumplir su sueño y vincularse al deporte.

Argelia Fellove se convirtió en árbitro. Comenzó a participar en eventos nacionales. Sus resultados fueron tan buenos que quedó entre los jueces seleccionados para fungir en los Juegos Panamericanos de 1991 y en la Copa del Mundo de Atletismo de 1992, ambos eventos celebrados en La Habana. Hoy guarda en casa con celo un recorte añejo y amarillo de la revista Bohemia donde se le ve como jueza de meta en una de las carreras por la medalla de oro de los Panamericanos.

Argelia en la revista Bohemia.

Por su buen desempeño, para estimularla, los directivos políticos del deporte en La Habana le hicieron un regalo: podía matricular en la carrera de Cultura Física. Argelia no lo pensó dos veces. Pero a la altura del cuarto año tuvo que abandonar los estudios. Los problemas familiares continuaban.

Varios de sus hermanos estaban presos, unos por robos con violencia y otros por disturbios públicos. En la casa, la convivencia empeoró aún más. Con el tiempo llegaron a vivir también las novias y novios de sus hermanos y hermanas, y nacieron sobrinos. Tres habitaciones no bastaban para ocho parejas con sus respectivas familias. Las peleas y agresiones físicas sobrepasaron todos los límites en casa de los Fellove.

«No podía concentrarme, tenía problemas de memoria, no me presenté a las pruebas de cuarto año y perdí la carrera», dice Argelia.

La única persona de la familia que iba cada mes a llevarles algo de comida a los hermanos presos era Argelia. Lo hacía porque Trinidad Margarita se lo imploraba. Gertrudis estaba en contra de la actitud de su hermana. Le recriminaba que fuera tan buena con su madre. El 10 de febrero del cumpleaños 33 de Argelia Fellove, Gertrudis, entre cervezas, le contó el porqué de su recriminación.

«Eras muy pequeña para acordarte, pero cuando Dámaso cayó preso la primera vez, mamá nos llevaba a la prisión para que abusara allí de nosotros», dijo la hermana. Argelia asegura que su hermana le contó cómo Trinidad Margarita vigilaba a los instructores de la prisión, en las visitas, para que su hijo violentara a sus hermanos.

Después de la confesión, Gertrudis le pidió un abrazo a su hermana. «Fue la primera vez que la abracé. Nosotros no tenemos educación afectiva, lo de nosotros es caernos a piñazos».

Argelia Fellove dejó de hablarle a su madre durante cinco meses. Luego, una noticia intempestiva hizo que volviera a buscarla: Dámaso había fallecido.

El hermano mayor fue uno de los 125 000 cubanos que se largaron de la isla en 1980. Ante una inminente crisis migratoria, luego de que un autobús cargado de personas rompiera previamente el cerco de la embajada del Perú en La Habana, Fidel Castro decretó ese año la apertura del puerto del Mariel para los ciudadanos que quisieran emigrar por mar hacia Estados Unidos, permitiendo la entrada de las embarcaciones norteamericanas que venían a recoger a sus familiares. Pero Castro añadió a las embarcaciones un peso extra obligatorio: homosexuales, pacientes psiquiátricos y parte de la población carcelaria de la isla.

Dámaso Fellove viajó por esa vía junto a un novio de la prisión. Estuvo libre solo cinco años. En 1985 fue condenado a 48 años de cárcel por delitos de drogas. Allí, pese a su pasado, se hizo pastor de una iglesia cristiana y rompió con su pareja que estaba en libertad para casarse con la pastora que predicaba en su prisión.

«Ese súper abusador, ese hombre podrido, nos mandó las fotos de su boda con la biblia en la mano», rememora una Argelia enfadada.

Unas semanas antes de su muerte, Dámaso Fellove llamó por teléfono a casa. Un cáncer de pulmón lo estaba consumiendo y quería dejarle una herencia a su madre, más allá de todo lo que ya había dejado: había ahorrado 5000 dólares que pensaba mandar a Cuba. El dinero lo enviaría con su antigua pareja gay, pues se había divorciado de la pastora.

Dámaso falleció a los 63 años. Antes de morir, decidió que lo enterraran en Cuba. Incinerar su cuerpo costaba 5000 dólares. «Tocaron a la puerta, era su pareja, me entregó 100 dólares y sus cenizas», cuenta Argelia.

La ex pareja de Dámaso entregó el encargo y se largó. Antes de despedirse dijo: «Denle una cristiana sepultura».

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Argelia Fellove le agarró odio a los hombres. El drama familiar la traumatizó y, sin percatarse, comenzó a exteriorizar toda aquella catástrofe vivida.

Si iba en bicicleta y un hombre al volante de un auto le pitaba, Argelia le gritaba hijo de puta. Si sentía el llanto de un niño a lo lejos, no podía quedarse tranquila, tenía que saber de dónde venía. Se asomaba en las ventanas de las casas ajenas, en los portales. Si un hombre caminaba solo con un niño de manos, ella lo seguía, escondida, la distancia que fuese, hasta cerciorarse de que la criatura no corría peligro. No comprendía cómo una madre podía dejar a un hijo solo en casa con un padrastro, ni a los padres que sentaban a los niños en sus piernas, ni a los que los besaban en la boca o les daban nalgaditas. Todo eso le provocaba un salto en el pecho, la estrujaba.

«Me quedó un trauma que ya se me ha ido quitando, aunque me incomoda saber que hay un montón de depredadores sueltos y que las condenas son muy pasivas», dice Argelia, para después reflexionar: «Te portas bien y te sueltan, te portas bien porque quieres salir a hacer lo mismo, en Cuba no hay un seguimiento psiquiátrico ni psicológico para esa gente, el padre que violó, regresa a la misma casa después de su sanción».

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Hace unos años atrás, por fin, Argelia Fellove logró independizarse de su familia. Se fue a vivir a Párraga, un barrio del municipio Arroyo Naranjo, a nueve kilómetros al sur de La Habana. La zona es un asentamiento rural que se caracteriza por la práctica de las religiones afrocubanas: Santería, Palo Monte, Sociedad Secreta Abakuá.

Allí, levantó un cuartucho en ruinas. Ella misma fundió la meseta de la cocina, le puso azulejos al baño y cableó la electricidad de la que hoy es su casa. Colocó banderas del orgullo gay por todas partes, pegó en la puerta montones de CD usados, encima del refrigerador puso una botella embarrada en cera como si fuera nieve, colgó en la pared una linterna y en el marco de la ventana, que da a la calle, ubicó una plancha que pintó de rojo.

«Cuando llegué, vi mucha violencia, sonaban tiros en las noches, la gente vivía tomando ron en los contenes», afirma. Argelia cambió de hogar, pero no de contexto. No hay diferencias entre La construcción y Párraga, para nada la nueva comunidad le resultó extraña. El jolgorio a toda hora, las peleas callejeras y los rostros descompuestos se repetían. Solo notó un detalle distinto: había demasiados niños con las caras largas, deambulando por las calles desbordadas de basura, sin nada que hacer. Niños a la deriva el día entero, en el abismo de la marginalidad.

No fue una apreciación errada la de Argelia Fellove. Según el Atlas de la Infancia y la Adolescencia en Cuba, a cargo de UNICEF, en Arroyo Naranjo hay 12 651 niños y adolescentes. Es el cuarto municipio del país con un índice (30.53%) más bajo de niños y adolescentes que viven con sus padres y el tercer municipio con índice más alto (19.98%) de los que viven sin ellos.

Ahí regresaron los recuerdos traumáticos de su infancia. Era como si se contemplara a sí misma caminando por el polvo de las calles sin asfaltar, sucia, desgreñada, huyendo de los gritos y los golpes de casa. No pudo más.

A media cuadra de su cuartucho, había un parquecillo abandonado. Tomó un machete y comenzó a chapear la mala hierba que lo inundaba. Recopiló latas de refrescos botadas en la calle, las picó por la mitad, las abrió para hacerles unos cortes a la boquilla y las entrelazó con cintas de casetes de video o de audio. Luego colgó esas latas al flamboyán que se levanta en el medio del parque, quería que simularan unas pequeñas arecas. Pintó y levantó de nuevo la cerca que estaba oxidada en el suelo. Puso un farol. En la entrada afincó una piedra enorme y le escribió a relieve: Afrodiverso. Pintó con cal parte del tronco del flamboyán, y entre sus ramas colgó una tapa metálica de un tanque de agua. Con letras a colores, grabó una versión de la estrofa de una de las canciones para niños de Teresita Fernández: «Vamos Amiguitxs a cantar / Porque tenemos el corazón Feliz».

Trabajos de los niños.

Argelia Fellove se propuso cambiarles el rostro a los niños del barrio. Su proyecto Afrodiverso lo llevó también a Párraga. Comenzó a impartir talleres donde los niños aprenden a trabajar el papel maché, la cerámica, el dibujo, el corte y costura, el canto. Además, los fines de semana pone música en las tardes con una bocina portátil para que bailen y luego, en las noches, llega el turno de Alberto, quien, desde el transformismo, ofrece un espectáculo cultural con invitados.

«Todo esto tiene que ver con la niñez, la adolescencia y la juventud, que no tuve, con mi silenciada y limitada infancia. Estos niños están necesitados de amor, Afrodiverso es lo único que tienen, no hay más opción en sus vidas. Sin eso, no les queda de otra que correr de aquí para allá y de allá para acá, tirar piedras, recoger cosas de la basura, jugar bolas al dinero, ir a las fincas cercanas a trabajar como hombres para ganarse unos quilos», dice Argelia.

La iniciativa tuvo tanto impacto en la comunidad que el núcleo zonal número 107 del Partido Comunista de Arroyo Naranjo fue a ver a Argelia. Le agradecieron por su labor y le brindaron apoyo. Así, aportaron dos cestos de basura, tres bancos, un columpio, una escalerilla, un tiovivo y una militante retirada para que fungiese de guardaparque.

Nancy Fuentes es la militante enviada. Tiene 58 años, el pelo veteado de canas, la piel quemada. Cuando Argelia decidió reformar el parque, ella fue la única que ofreció ayuda junto a otros dos vecinos. El resto del barrio siguió en lo suyo: tomando ron bajo la sombra, vendiendo aguacates en los portales, escuchando reguetón a todo volumen. Absolutamente nadie les tendió una mano.

Nancy, la guardaparque.

«Cuando estábamos trabajando, la gente nos pasaba por al lado y ni nos miraba», cuenta Nancy. La indiferencia no era casual. En un barrio como Párraga, la gente se tomó como un atrevimiento que una lesbiana decidiera interactuar de esa forma no ya con la comunidad, sino con los niños.

Nancy intenta explicarlo: «Aquí la gente es muy inculta, eso yo lo he oído toda la vida por el televisor, por la radio, cada cual es como quiera ser. Ninguno de nosotros está facultado para criticar a nadie, cada cual que elija la vida que quiera. Yo me llevo con todas las personas, aunque tengan las desviaciones que tengan. Hay padres que rechazan a los hijos por esas cosas, esos padres no son padres, porque los hijos se aceptan como quieran que sean».

Ella nació y creció en Párraga: «No tengo problemas con que la gente me vea saludando y dándole un beso a Argelia, aunque me vean trabajando al lado de ella, en su casa y ella en la mía».

Echar adelante un proyecto de este tipo ha sido en extremo difícil para Argelia. Al inicio, los políticos de la zona le decían: «¡Mire a ver usted y ese transformismo y los niños! » Ella respondía: «¿Cuál es el problema con el transformismo, si en las escuelas disfrazan a los niños de soldaditos y de Fidel y el Che?»

Un rayo de sol pega con potencia en el filo de la tijera y le rebota directo a los ojos. Argelia Fellove mueve la cabeza, molesta. Siempre llega media hora antes de la acordada para que, cuando arriben los niños, todo esté preparado. Hoy toca clase de costura. Está sentada en un banco de madera. A sus pies, sobre cartones, los utensilios para el taller: tijeras, trozos de tela, rollos de hilo, papel y lápices. Luce cómoda: zapatillas deportivas, short, una camiseta que lleva un letrero, «escuelas sin homofobia y transfobia», una gorra con la bandera del orgullo gay, un chalequito y un canguro abrochado a la cintura. En una bocina portátil suena un reguetón suave.

En una esquina del parque, Argelia puso sobre la tierra unos cartones que recogió en las bodegas del barrio. Luego, a una altura prudencial, ubicó unos sacos de nailon zurcidos con hilo de coser para que sirvieran de techo. En ese pequeño campamento improvisado imparte sus talleres.

Las primeras clases fueron una locura. Mientras Argelia daba instrucciones, los niños hacían cualquier cosa menos atender: cazaban lagartijas y se las tiraban unos a los otros, no paraban de conversar, jugaban a darse golpes y a lanzarse tierra.

«Lo primero que tuve que hacer fue inculcarles modales, que dijeran buenos días, gracias, que se respetaran, enseñarles lo que es el colectivismo porque eran muy individualistas. Si alguien traía un pan o un pomo de agua, no le brindaba a los demás», recuerda.

Argelia y los niños en el taller de corte y costura.

Argelia Fellove perdió su nombre. Ahora todos los niños le llaman «profe», estén en el taller o en la calle. Lazarito, diez años, llega y dice «buenos días, profe». Flavia, ocho años, «¿cómo durmió, profe?». Alejandrito, cinco años, «¿hoy qué toca, profe?». Y así, también asisten Eddiel, de tres años, y Luisito, Barbarito y Yankiel, todos de 10.

-¿Te gusta lo que haces? -le pregunto a Luisito.

- No -me responde con sequedad.

-¿Y por qué estás aquí?

-Porque estoy aburrido.

-¿Qué te gusta hacer entonces?

-Nada.

Lazarito (pulóver gris), Luisito (pulóver azul) y Eddiel al centro.

A media mañana ya Luisito está cansado. A su corta edad, y de vacaciones, el niño ha madrugado. Dice Argelia que, de vez en cuando, su tío se lo lleva consigo a una finca cercana para que lo ayude a recoger hojas de maíz. En esa finca hacen tamales para vender. Le pregunto a Luisito si eso es cierto, me confiesa que sí, pero que no le gusta que su tío le pague, que él va siempre porque le gusta el campo y, a veces, hay caballos sueltos y lo dejan montar.

Lazarito, que está escuchando la conversación, dice: «A mí sí me gusta coser, aunque lo que más me gusta es dibujar». Le pregunto si es bueno dibujando. «Pregúntale a la profe para que veas, mis dibujos son los mejores: el de la mujer barriendo la calle llena de basura y el del basurero de la esquina de mi casa», responde con emoción.

«¿Profe, para qué sirve esto?», pregunta Barbarito, que tiene puesto un arete en cada oreja, lleva una gorra de camuflaje, una manilla y una cadena de oro falso. Las instrucciones son las siguientes: sobre un pedazo de tela hay que hacer una cruz a lápiz, luego, con puntadas, colocar tiras de otras telas por encima de lo marcado. «Eso es un tapiz, lo pueden poner delante del refrigerador o del baño o de la cama para que apoyen los pies», le contesta Argelia.

Flavia es la primera en terminar. Se pone de gorro su tapiz y me dice: «A mí lo que me gusta es el reguetón, mi abuela oye La guantanamera en el radio y yo le digo que quite eso, que eso no se usa porque es viejo».

A media cuadra del parque hay un mulato sentado en el portón de su casa. No lleva camisa, el torso lleno de tatuajes, y dos de sus colmillos son de oro. El hombre dice: «Mira este barrio, esto es el submundo, aquí los padres tienen que darles las gracias a Argelia por alegrarles a los niños».

Un día que Argelia Fellove no está en Párraga es un día de imágenes tristes. La mayoría de los niños varones del barrio se amontonan a jugar a las bolas a pocos metros de un basurero. Las canicas ruedan por encima de alimentos descompuestos, culeros con estiércol, escombros de obras, ratas muertas. Las moscas no dejan de revolotear.

«Aquí se juega a la verdad, no a las mentiritas», me dice Luisito. Tiene un billete de cinco pesos cubanos que acaba de ganar vendiendo bolas. «La verdad» significa que el que pierda tiene que entregar su canica. Cinco de ellas valen un peso.

El juego les dura poco. Después de media hora ya se han aburrido. Se despiden de mí. Dicen que se van «a robar aguacates para vender en la esquina». Les digo que mañana le voy a contar a Argelia. «No, no, no, ya, vamos a jugar fútbol al frente de la escuela, no le digas nada a la profe, porque si se entera nos regaña», dice Lazarito, que habla por todos.

A unas cuadras del basurero está la escuela. Se llama República Socialista de Vietnam.

Argelia Fellove arrastra con una mano una mochila de ruedas por toda la acera. En la otra mano lleva un porrón con cinco litros de té frío. En la espalda carga una bolsa con paquetes de palomitas y chicharrones de viento. Está sudada, caminó cinco cuadras bajo un sol abrasador. Es su primer día en el espacio Rompiendo la rutina de la Casa Comunitaria de Párraga.

Pasa la puerta, hay seis mujeres, la convocatoria falló. «Las tropas están diezmadas, pero no importa, así mismo vamos a empezar», dice en alta voz.

Rompiendo la rutina era un sueño de Argelia. Cuando se mudó a Párraga no solo la perturbó la situación de los niños, el machismo que oprimía a las mujeres del barrio también le movió el piso. Verlas solo en roles de ama de casa, de sirvientas, «le encendió la sangre». Por eso se presentó con sus ideas a la dirección de la Casa Comunitaria, una institución que pocos conocen en Párraga y que se dedica a la promoción de la cultura barrial. En conjunto lanzaron la convocatoria.

«Este espacio va a ser para que dejen de planchar, de lavar, de cocinar, para que salgan de la esclavitud de la casa y sus familias aprendan a compartir las responsabilidades», es la primera frase que les expresa Argelia, con una dosis de solemnidad, a las señoras que se inscribieron. La convocatoria del taller es para mujeres mayores de cincuenta años, aunque eso no impide que interesadas menores puedan participar. El espacio es una rama más de Afrodiverso.

Mujeres de Rompiendo la Rutina.

«Con poco se puede hacer mucho. La celebración y la alegría ayuda a la calidad de vida. Este espacio es para eso, para sonreír, podemos hablar de cualquier cosa, cantar, bailar, chismear», les declara Argelia a las señoras.

Su idea es sacar a estas mujeres de sus casas a la hora en que supuestamente «tienen que hacer las cosas», de ahí que la hora de comienzo sea a media mañana. «Vístanse y díganle a sus maridos e hijos que ustedes tienen cosas que hacer igualmente que ellos, que se las arreglen mientras ustedes no están», les aconseja. De vuelta recibe rostros de asombro.

Luego, se pone de ejemplo. Argelia les cuenta que ella es su propio sostén, que esas maripositas y esos chicharrones de viento y ese té frío que les ha traído gratis para amenizar el encuentro es su verdadero trabajo, con lo que vive. Que todos los días se levanta a las seis de la mañana y sale a venderlos a la calle. Son su única entrada, pero que ella misma se la lucha. No tiene que esperar que alguien la mantenga.

El testimonio genera el debate. Es lo que buscaba Argelia. Las seis señoras están sentadas y comienzan a hablar.

«A mí edad necesito sentirme motivada, ya no puedo más, por eso vine», comenta Beatriz, de 53 años. Miriam, absorta con lo que acaba de escuchar, pide la palabra y plantea: «Me siento muy impactada, no salgo del asombro, es una maravilla que esto ocurra en esta etapa de la vida en la que estamos, porque mientras haya vida, hay esperanzas». Por su parte, Lázara, 58 años, dice: «Llevo años enclaustrada en una burbuja, cuando las mujeres nos jubilamos quedamos para servir y no puede ser, la familia es muy egoísta, no podemos dejarnos aislar».

Argelia vuelve a tomar la palabra. Les advierte que «el espacio tiene el fin último de empoderarlas, de desarrollar un discurso en contra de la violencia de la mujer porque hay muchas cosas que no se canalizan, ya están asumidas, pero que todo el taller se hará desde el transformismo masculino». La respuesta ahora es el silencio. Las señoras se miran entre ellas, algunas ríen de nerviosismo.

Argelia cantando en Rompiendo la rutina
Argelia cantando en Rompiendo la rutina.

«Alberto empodera más a Argelia, le da más valía. Demuestra que un hombre puede pasar por la vida de una mujer sin lacerarla, sin bajarle la autoestima. Hay que cultivar a estas mujeres porque, cuando Alberto me conoció a mí, ya yo sabía carpintería, plomería y electricidad», dirá en otro momento Argelia Fellove.

«Permítanme un segundo para ir al baño», les dice Argelia a las señoras y sale del salón. Unos minutos después, sin avisar, llega un señor. Viste un blue jeans ajustado, zapatillas altas, camisa en colores, gorra y cadena al cuello. Dice llamarse Alberto. Anuncia que va a cantar el tema preferido de Argelia: Tengo ganas de ti, de Alejandro Fernández. En un momento la letra reza: «No hay nada más triste que el silencio y el dolor».
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