jueves, 26 de septiembre de 2019

No hay putas como las de La Habana. ¿Una nueva Cuba para quién?

Por Abel Sierra Madero.


La fascinación de cierta izquierda con Cuba pasó también por el sexo. Me explico. La revolución construyó un campo de afectos a partir de un gran repertorio de imágenes que le permitieron constituirse al mismo tiempo como un cuerpo ideológico y como un cuerpo sexuado, un objeto de deseo. Uno de los primeros que tradujo ese hechizo en sus escritos fue Rodolfo Walsh.  En un texto de octubre de 1960, Walsh describe esa sensualidad que le despertaba Cuba, especialmente La Habana: “si hay en el mundo una ciudad fácil de ser amada, es La Habana.”

Cuando escribió esas líneas, el autor de “Operación Masacre” llevaba algunos meses en la isla. Se había involucrado junto a Jorge Ricardo Masetti, entre otros, en la creación de la Agencia Informativa Latinoamericana Prensa Latina. La agencia, encaminada a producir una visión más “objetiva” sobre la realidad cubana, terminó por constituirse como un aparato de propaganda partidista y militante, en una plataforma antiimperialista con una visión politizada y sesgada.

Lo cierto es que esa representación de La Habana como una entidad sexy, una “ciudad fácil”, no era solo una metáfora literaria. Esa idea la incorporó también a su experiencia personal. En 1961 Walsh escribía en su bitácora de apuntes.

Mi última noche en La Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático. Su cuerpo era espléndido, largas piernas africanas y caderas hechas para moverse incansablemente, Solamente sus pechos eran algo blandos, las { }, los pechos blandos. No hay putas como las de La Habana, el último esplendor de un mundo que se cae.

Este fragmento de soft porn pertenece al libro Rodolfo Walsh. Ese hombre y otros papeles personales. Se trata de un volumen publicado por Ediciones de La Flor en 2007. La selección y la meticulosa edición estuvieron a cargo del crítico Daniel Link. La papelería de Walsh se creía destruida, tras ser capturado y asesinado por la dictadura argentina. Este texto encendió muchas alarmas. Daniel Link ha dicho que “el fragmento (destinado a ser literatura por un conjunto de marcas que así lo explicitan), se complementa con el cuento inconcluso, fechado el 6.3.65, Adiós a La Habana, también en el libro.”

Esta aclaración merece cierta atención. Para tratar de explicar la naturaleza del escrito de Walsh y el pasaje con las prostitutas, Link le adjudica un carácter “literario” al texto, a pesar de que el propio Walsh inscribió el relato en el registro de lo testimonial y lo autobiográfico, a tal punto, que utiliza su propio nombre, no lo esconde. Lo que propone Link es una lectura del texto como literatura, lo cual tiene implicaciones. Ya sabemos que ni la literatura es un género fijado ni estable, tampoco lo es el autor. Ya lo decía Jaques Rancière, no existe una lengua testimonial ni una lengua propiamente literaria, lo que existe son formas o decisiones de representación.

Las “licencias” literarias, la voz narrativa, entre otras nociones, no son sino construcciones que se usan muchas veces para excusar a los escritores en su relación con la política. En Cuba hay muchos de ejemplos de estos ejercicios. Algunos escritores se niegan a ser responsables (accountable), por lo que escriben. Sus estrategias de supervivencia pasan por refugiarse dentro del manto de protección que produce el régimen del arte; después hay que oírlos decir que no se meten en política.

Luego de esta pausa me gustaría regresar al texto de Rodolfo Walsh. Más adelante, el escritor cuenta que fue a un antro, para tratar de encontrar a Ziomara. No tuvo éxito. Pero en el “Music-Box” se encontró con Zoila Estrella, una adolescente de dieciséis años a la que lleva a un motel de mala muerte. En el cuarto, la muchacha le confesó que tenía sietes meses de embarazo. En otra parte del texto se lee: “Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sentirse un maldito, que se joda, jodámonos todos. Pero ‘usted es un hombre de conciencia’ me dijo bastante más tarde cuando ya estábamos en la calle (…) Entonces el pito, perdón, se me encogió como un pequeño telescopio y quedó a un costado blandito y sin vida.”

En su análisis sobre este pasaje, Daniel Link utiliza la noción de “narrador” para desplazar a Walsh de la responsabilidad, al fin y al cabo, dice, no había tenido sexo con ella.

A este pasaje, Daniel Link le pone un par de notas. La mayoría de los párrafos de este texto, dice en la nota 27, “están marcados, en el margen, con una ‘N’ (¿novela?). Para la elaboración posterior de este material, ver los fragmentos de “Adiós a La Habana”. En la nota 28 Link describe el manuscrito. “Al margen, además de ‘N’, se lee ‘hacer de él un personaje’.

Esa construcción de Walsh como “personaje” es fundamental para entender el modo en que la crítica ha leído, como expliqué anteriormente, estos pasajes tan problemáticos.

Rodolfo Walsh no fue el único en realizar este tipo de ejercicios. José Agustín Goytisolo tampoco pudo resistirse. “Yo deseo morir en Cuba entre las piernas, de una mulata que le dicen Pepa.”

En ambas aproximaciones hacia Cuba, hay asentado un racismo, sexismo y una subjetividad de tipo colonial y de clase, que reproducen la visión de la isla como un lugar exótico, como un parque de diversiones. En estas escrituras, el sexo y el cuerpo de la negra y la mulata, se convierten en tropos literarios para posicionar una idea de Cuba como un espacio exótico y de liberación.

Aquí, no propongo ni mucho menos una lectura moral de Rodolfo Walsh, tampoco utilizo estos fragmentos como una forma de “evidencia” para desprestigiar su figura. Mi argumento va encaminado a pensar de qué modos el sexo se integró al repertorio de fantasías e imágenes sobre Cuba como un espacio erótico ideológico. También cómo algunos intelectuales vieron a Cuba como un espacio de realización personal y de canalización de sus propios complejos y morbos. Cuba se convirtió en un espacio de liberación y de canalización de sus pasiones más íntimas. La mirada de estos intelectuales no era menos colonial ni imperial que la de turistas estadounidenses que veían a Cuba como un traspatio, solo que ese espíritu colonial se gestionó desde otras subjetividades y otros lenguajes.

Rodolfo Walsh lo explica mejor. En otro de sus apuntes titulado “Treinta del once, sábado”, describió la escena sexual con una negra cubana. Era como su iniciación, como su liberación. La mujer, es “un gran felino negro de muslos potentes, una gran máquina de gozar mientras se mueve rítmicamente y dice cosas en un idioma bárbaro, tiro de sus tetas como si fueran de goma blanda…”

Inmediatamente, el escritor se pregunta qué hubieran dicho en la Agencia Prensa Latina si lo hubieran visto con una muchacha tan negra y dijo sentirse culpable. Culpable de ese “gran acto de liberación, de esta iniciación incluso, porque es la primera vez que una mujer pone su boca en mi sexo, y ella lo ha hecho sin que yo se lo pida.”

Cuando pensaba que este tipo de narrativas, propias de miradas condescendientes y coloniales sobre Cuba estaban superadas, ha venido Rubén Gallo a desmentirme. “En La Habana el límite entre la realidad y la ficción es muy tenue: hay un momento en que toda conversación se despega de lo real para proyectarse en terrenos lúdicos, eróticos, imaginarios. En homenaje a ese mundo alucinante que es la realidad habanera, estas crónicas también siguen el mismo procedimiento.”

Con esta nota aclaratoria comienza el libro del autor mexicano Rubén Gallo. Se trata de Teoría y práctica de La Habana (2017), un libro de crónicas sobre su experiencia en Cuba durante los últimos años. Gallo enseña cursos de literatura latinoamericana en la universidad de Princeton, una institución que tiene un programa en Cuba. Este libro recicla todo el repertorio de imágenes y estereotipos que se produjeron desde la izquierda durante la Guerra Fría y que contribuyeron a crear una idea de Cuba como un parque temático, de diversiones, para suplir las necesidades y los vacíos de otros. La idea sobre la felicidad y las ruinas es cuanto menos problemática. En uno de los pasajes se lee:

Traté de imaginarme qué se sentiría vivir entre todas estas ruinas. Mientras miraba los palacios con fachadas cuarteadas y los escombros amontonados en las esquinas, sentí una sensación de paz y tranquilidad. ¿Será porque vengo de un lugar donde la gente vive llena de ansiedad, protegiéndose con todos los seguros habidos y por haber contra una catástrofe hipotética que nunca llega? Seguros de salud contra las enfermedades, seguros contra incendio, seguros contra robo y contra terrorismo. Aquí nadie tiene seguro: la catástrofe ya pasó y la gente vive despreocupada.

En su libro La fiesta vigilada (2007) y en el documental de Florian Borchmeyer Habana. Arte nuevo de hacer ruinas (2006), Antonio José Ponte explicaba los afectos que pueden generar las ruinas no habitadas, como nostalgia, melancolía. A diferencia de otras ciudades, explicaba Ponte, La Habana es una ruina habitada. En el discurso sobre las ruinas de Rubén Gallo hay un vaciado de contenido de la pobreza, de la precariedad y de la vulnerabilidad de toda una población que no ha elegido vivir así. Esta visión se complementa con un parlamento que no deber desecharse. “- A mí me gusta ver basura - le dije - . Donde hay basura hay vida. Cuando vivía en Canadá, recuerdo el gusto que me daba llegar a México y encontrar las calles sucias.”

Aquí, la basura, la suciedad, la ruina se construyen como significantes de un paisaje, casi cinemático para asombrar el ojo extranjero, que ve en la isla un espacio de excepcionalidad. “- Esta ciudad –le dije a Norbey– está llena de vida. A cada paso se te aparece algo que te sorprende. Cuando sales a caminar en Canadá jamás pasa nada. Y si te cruzas con alguien, el otro baja la mirada y sigue su camino como si no existieras”, se lee en otro fragmento.

El solar de Centro Habana, los pingueros y jineteras, se convierte en una “fauna”, así los llama, que existen solo para el encantamiento costumbrista, que se construye como excepcional ante el capitalismo aburrido y salvaje que produce seres tristes y homogéneos. En el texto, Cuba es construida como un lugar feliz que se mueve a ritmo de un reguetón “…de tanto guachineo tengo hasta mareo… eo, eo, eo…”

La noción de cambio que maneja el texto es bastante cuestionable. Gallo asegura que desde el 2014 percibe cambios notables en la isla y hace una suerte de inventario. La “política de la diversidad sexual promovida por Mariela Castro” es una de ellas. Trata de reconstruir la escena gay nocturna manejada por el Estado y en dólares. Lo que Gallo ve como síntomas de cambio, yo lo veo como una política de asimilación, travestismo estatal y pinkwashing, pero esa es otra discusión a la que me he referido en otros textos. El inventario sigue.

Cuando volví a Cuba el año pasado, en marzo del 2014, noté los cambios desde que llegué al Habana Libre. Las calles aledañas se habían llenado de pequeños comercios: cafeterías, tiendas de discos y de souvenirs y restaurantes que ofrecían todas las cocinas del mundo, desde la italiana hasta la iraní. La acera frente al hotel parecía un pequeño bazar poblado por clientes de todas las nacionalidades: alemanes y brasileños, franceses y mexicanos, italianos y argentinos, que negociaban con taxistas, subían y bajaban de las guaguas de Transtur. El único que no había cambiado en todos esos años era Antón Arrufat.

Aquí el cambio está restringido al ámbito económico, al desarrollo de un capitalismo de Estado post socialista, que permite unos servicios controlados por unas élites militares y políticas, a los cuales la mayoría de la población no tiene acceso. De este modo, la “nueva Cuba” se ha convertido en una ilusión, en un espacio, que sigue exportando una idea distorsionada de la isla y de su gente. Un artefacto que recicla y produce estereotipos, fetiches y desmemoria. La pregunta más pertinente sería. ¿Una nueva Cuba para quien?
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