jueves, 15 de agosto de 2013

Moncada, mitología e historia.

Por Arnaldo M. Fernández.

Desde el cronista estadounidense Herbert L. Matthews hasta el historiador cubano Antonio Rafael de la Cova consideran que los ataque a los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo, el 26 de julio de 1953, marcan ‘el nacimiento de la revolución cubana’. Esto es: la revolución de Fidel Castro, que ya cumple 60 años. Sólo que el parto ha generado tantos mitos que la historia terminó por retorcerse y sobre todo De la Cova ha tenido que sudar la camiseta académica para enderezarla.

Castro sostiene que “si fuera de nuevo a organizar un plan de cómo tomar el Moncada, lo haría exactamente igual, no modifico nada” (Biografía a dos voces, Debate, 2006, p. 126). Para Matthews, el plan entrañaba una “loca aventura suicida” (Fidel Castro, Simon and Shuster, 1969, p. 65). De la Cova desmitificó por completo el plan impecable:

La socorrida justificación de que “Sólo la casualidad impidió la toma del Moncada” (Granma, 22 de julio de 2003) encubre el descuido de no haber averiguado que la vigilancia del perímetro del cuartel se reforzaba en carnavales con “guardia cosaca” entre 6 de la tarde y 6 de la mañana.

Tampoco se averiguó que, en el mismo horario, se prohibía el acceso al cuartel por otro lugar que no fuera la entrada principal. La caravana de autos de los asaltantes enrumbó hacia entrada secundaria por la posta 3.
La exploración dejó mucho que desear:

El plano del cuartel elaborado por Renato Guitart no ubicó bien la puerta de acceso al arsenal en la planta baja, detrás de la escalera, y el comando subió por esta última para ir a parar a la barbería.

Se soslayó que la posición clave dominante de las entradas a las barracas del cuartel era un edificio de apartamentos de tres pisos, frente a la posta 2, desde cuya azotea se podía neutralizar también toda acción en el polígono y la ametralladora 30 emplazada allí.

Como no se dieron claras orientaciones topográficas, el grueso de los asaltantes no atacó el Moncada, sino el complejo residencial y el hospital militar ubicados fuera del cuartel.

En el Palacio de Justicia, Léster Rodríguez no revisó antes la azotea, que era la posición de combate. Al ocuparla, su grupo de apoyo se topó con muro de tan alto que dificultaba abrir fuego contra el cuartel, al extremo de que Raúl Castro no llegó a disparar un solo tiro.

La incomunicación fue absoluta. No hubo quien actuara como correo entre los asaltantes al cuartel y los grupos de apoyo. Así como el grupo del Palacio de Justicia logró retirarse, el grupo entero del Hospital Civil fue apresado. Igual suerte corrió el único que regresó (Boris Luis Santa Coloma) de la granjita Siboney al hospital en busca de Haydée Santamaría y Melba Hernández.

En la granjita, Castro instruyó como única regla de combate disparar contra quien llevara uniforme militar completo -los asaltantes vestían de sargentos, pero con “zapaticos de corte bajo”-  y portara un Springfield. Dio como referencia al único asaltante armado con tal fusil, Teodulio “Lulo” Mitchell, quien exclamó: “Bueno, doctor, ¿y yo qué?” Castro repuso que no avanzara demasiado.

No se previeron planes de contingencia ni primeros auxilios para los heridos. En su Biografía a dos voces Castro reconoció: “¡Qué demonios vamos a prever algo (en) una operación como aquélla!” (p. 144).

No había forma de incitar a la rebelión popular: no se ocupó radioemisora alguna, Castro no dio con Luis Conte Agüero para que largara alocuciones y Manuel Lorenzo, el radiotelegrafista que debía enviar mensajes desde la planta del cuartel tras ser ocupado, desertó temprano.

Otra deserción pasó a la historia oficial como extravío de casi un tercio de los asaltantes. Ernesto Tizol enrumbó por Avenida Las Américas hacia Alturas de Quintero, en vez de continuar por la Avenida Victoriano Garzón. Otros autos le siguieron, pero no es plausible que se quedaran dando “vueltas y más vueltas por Santiago.” No sólo Boris Luis Santa Coloma y Oscar Alcalde atinaron a llegar al Moncada, sino que Tizol no pudo equivocarse.

Aparte de haber manejado otras veces por Santiago, Tizol fue a la gasolinera que poseía el dueño de la granjita Siboney, José Vázquez Rojas, a tramitar el arriendo y sabía bien que para llegar al Moncada por la Avenida Garzón tenía que pasar por esa gasolinera, sita en la intersección con la Avenida Céspedes, pero dobló antes por Avenida Las Américas hacia Alturas de Quintero.

Y así fueron forjándose mitos y más mitos, que incluyeron las leyendas negras de cada bando sobre el otro. El coronel Alberto del Río Chaviano, jefe del cuartel, difundió que los asaltantes habían pasado a cuchillo a soldados convalecientes en el hospital militar; Castro alegó que su gente fue salvajemente torturada. Ningún forense refirió soldados ni asaltantes muertos por otra causa que heridas de bala.

Castro no apareció “en la trágica escena del combate,” según Batista (Cuba Betrayed, Vintage Books, 1962, p. 35) y su jefe de inteligencia insistiría tanto en que Castro “no participó en el ataque” como en la leyenda negra de Chaviano (Habla el coronel Orlando Piedra, Ediciones Universal, 1994, p. 174 y 177). Hasta que asaltantes que luego se apartaron de Castro, como Gerardo Granados, atestiguan que lo vieron “en el medio de la calle con una pistola Luger en la mano” y convalidan así la portada del libro del periodista cubano Mario Mencía, El grito del Moncada (Editora Política, 1986).

Sin embargo, en Biografía a dos voces, Castro relata: “Me paro en medio de la calle (con) mi escopeta calibre 22 (y) tuve que encargarme (de quién) intentaba disparar contra nosotros desde un techo con su ametralladora 50 (…) Cada vez que intentaba posesionarse del arma (yo) le disparaba” (p. 141 s).

Las únicas dos ametralladoras 50 del cuartel abrieron fuego desde cerca de la Posta 4 contra el Hospital Civil y desde el Club de Oficiales contra el Palacio de Justicia, lejos de la posición de Castro frente a la Posta 3, barrida por la ametralladora 30 emplazada en el polígono.

Y así, la mitología generada por el Moncada llegaría a la discusión parlamentaria sobre la amnistía (1955) a los asaltantes, con el discurso “profético” de Rafael Díaz-Balart sobre las consecuencias funestas para Cuba de poner en libertad a Castro, sin que tal profecía conste para nada en el diario de sesiones.

El saldo del Moncada parece resumirse con el susurro de uno de los co-acusados civiles, Ignacio Fiterre, a otro militante del Partido Auténtico, el senador Sergio Mejías, tras escuchar en la segunda sesión del juicio -22 de septiembre de 1953- cómo Castro reviraba la acusación contra el ejército por la masacre de prisioneros: “Ha nacido un líder.”

Castro desbancó a quienes habían concertado la oposición auténtico-ortodoxa en el Pacto de Montreal (2 de junio 2 de 1953) y eran tachados ya de “héroes a distancia”. Y la revolución cubana nació entonces como “un líder en busca de un movimiento, un movimiento en busca del poder y un poder en busca de una ideología” (Theodore Draper: Castrismo, teoría y práctica, Praeger, 1966, p. 71).

Castro se convertiría en el único exiliado que desembarcó a la vuelta en pie de guerra y logró conquistar el poder. Luego de preservarlo por casi medio siglo, llegó al colmo de la dictadura: ejercerla sin atributos formales de mando, tras pasarlos todos a su hermano menor. Y tal como viene demostrando desde que ‘apareció muerto’ el 28 de julio de 1953 en el periódico habanero Ataja, se morirá cuando le dé la gana sin que lo advierta ningún cabo furriel de los medios o la inteligencia.

Quizás entonces gaste una broma colosal a detractores y fanáticos por igual: dejarlos frente a la utopía misma, sin lugar con losa donde agraviarlo ni rendirle culto, al mandar a incinerar su cadáver y esparcir las cenizas en la Sierra Maestra.

Como quiera que sea, quienes le sobrevivan y de algún modo se cruzaron con él a su paso por el reino de este mundo, no descansarán en paz.
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