miércoles, 1 de abril de 2015

Cuando a Varadero llegué: el Festival de música Varadero 70.

Por Luis Cino Álvarez.

Los Bravos tenían un prestigio bien ganado; con Black is Black se habían  situado en el hit parade de la WQAN  (yo también era oyente de la KAAY y sobre todo de su programa de música underground Beaker Street emitido por la madrugada) pero fue una lástima que  no cantara Mike Kennedy pues Andy no le llegaba. Los Mustang fueron un desastre; para mí  Los Ángeles fueron los que mejor tocaron, pues se oyeron igual que en sus discos y por la radio. No obstante, el checo Karel Gott fue la estrella de ese festival, aunque a mí me hubiera gustado más que por él   hubiera estado Tom Jones.

El festival, en cuanto a los participantes no fue Woodstock, pero tuvo una calidad aceptable; fui varias veces en las guaguas que nos pusieron a los entonces estudiantes universitarios.. No obstante,  lo que más me gustó fue  el ¨tronco¨ de mujer que era Maryla Rodowicz; Tal es así que cuando ella  pasó por al lado de mi buscando la salida del anfiteatro, al terminar su ensayo por la tarde, yo pensé que lo mejor del festival era ella.

A pesar de que las tres únicas veces que estuve en Varadero, las experiencias no fueron particularmente agradables, esa playa, que hoy para la mayoría de los cubanos es casi tan inaccesible como Waikiki, ocupa un lugar especial en mi nostalgia.


La primera vez que estuve en Varadero fue en noviembre de 1970, durante el Festival de la Canción. Tenía 14 años. Fui con otros dos amigos, más o menos de mi edad, escapados de la casa y la escuela, tras los grupos pop españoles Los Bravos (sin Mike Kennedy), Los Ángeles y Los Mustangs. No eran santos de nuestra devoción -por entonces, aun sin resignarnos a la separación de The Beatles, nos volvían locos Led Zeppelin, Chicago, Creedence Clearwater Revival y Santana-, pero en la Cuba inmaculada ideológicamente de la época no se podía aspirar a más. Y nosotros queríamos que la actuación de aquellos grupos españoles, pese a lo endiabladamente mal que sonaban, fuera nuestra particular versión de Woodstock.

Pero la policía nos aguó aquella fiesta. Terminamos en una unidad policial que apestaba a mierda y donde desde un cartel en la pared nos miraba ceñudo el Comandante en Jefe. No sé si su cara de bravura era por nuestro insolente diversionismo ideológico o porque la zafra de los 10 millones no fue y tuvo que dedicarse a convertir el revés en victoria a costa de Nixon, que por entonces se escribía invariablemente con svástica en el periódico Granma.

Al meternos en el calabozo, casi nos hicieron un favor, porque afuera hacía un frío de Kamchatka. Lo malo fue cuando los policías empezaron a hablar de pelarnos y escuchamos a uno decir: “Estos van completo Camagüey”. Por suerte no pasaron de las amenazas. Nos soltaron en la terminal de Cárdenas con la advertencia: “Piérdanse pal carajo ahora mismo, chamas.”

Mi segunda visita a Varadero fue en el verano de 1979. Fui con mi mujer. Llegamos de sopetón, con un poco de ropa en una mochila. Por entonces, Varadero aun no era sólo para turistas extranjeros. Así y todo, tuvimos que pasar la noche entre el Parque de las Mil Taquillas y las arenas de la playa. Cuando del parque nos echó la policía, nos fuimos a la orilla del mar. Bebimos aguardiente Coronilla, hicimos el amor entre las casuarinas y luego, a pesar de los mosquitos, nos quedamos dormidos en la arena. Nos despertaron los guardafronteras, con perros y bayonetas, para decirnos que no se podía estar de noche en la costa. Regresamos entonces al parque, ya sin policías. Cuando comenzaba a clarear, volvimos a la playa y en cuanto salió el sol, nos metimos en el mar, para desperezarnos.

Sólo pudimos conseguir alojamiento, muy barato por cierto, en un hotelucho de madera, que se llamaba Miramar. De tan viejo y destartalado como estaba, supongo que ya no exista.

La pasamos de maravilla: todo el día en la playa y por las noches nos íbamos a bailar al compás de los Bee Gees al dancing ligth de La Patana. El único inconveniente era la pareja de la habitación vecina. No nos dejaban dormir. Cuando hacían el amor, chillaban como si los mataran. Sus gritos atravesaban las paredes de tabla, como invitándonos a emular. O a intercambiar la pareja, porque con tanta gritería, era como si estuviéramos, juntos y revueltos, en la misma cama. Cuando los encontramos una mañana en la puerta del hotel, los atletas sexuales resultaron ser una gordita teñida con peróxido y un flaco con mostacho, espejuelos de aumento y cara de oficinista de la JUCEPLAN.

La tercera y última vez que estuve en Varadero fue en 1986, en una excursión de ida y vuelta en el día para trabajadores destacados que se ganó mi esposa en la empresa donde trabajaba. Fuimos con el mayor de nuestros hijos, que aun no había cumplido los tres años. Todo fue bien, hasta que se nos acabó el agua de beber y en la búsqueda de una llave donde llenar varias botellas, perdimos el zapato izquierdo del niño. Fue una verdadera tragedia porque el par de zapatos chinos Gold Cup nos había costado una fortuna en la tienda Yumurí. Y créanme que en aquellos años 80 que algunos añoran -no acabo de entender bien por qué- tampoco sobraba el dinero.

Desde entonces, no he vuelto más a Varadero, que primero quedó reservado sólo para turistas extranjeros y privilegiados de la elite y ahora va camino de convertirse en un resort globalizado, sin identidad, despersonalizado, solo para ricos. O lo que entendemos como tales en nuestra indigencia. No quiero sentirme discriminado, humillado o que me expulsen de peor modo que en 1970, teniendo en cuenta que en la lógica de los segurosos que me vigilan, un disidente debe resultar mucho más molesto que un chiquillo disfrazado de hippie.

Varadero sigue asociada en mi mente, de cierto modo, y a pesar de los pesares, a la felicidad. Y no quiero estropear esa imagen.



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