domingo, 20 de mayo de 2018

Virgilio Piñera, el poeta cubano al que debemos canonizar.

Por Ana Colorado Guerra.

Virgilio Piñera, el poeta cubano al que debemos canonizarMi intención no es otra que la de pedir una canonización y la de ofrecer su justificación. El puesto arrebatado y que ahora reclamo es para Virgilio Piñera (Cárdenas 1912-La Habana 1979); la razón: La Isla en peso y el peso consecutivo de toda su obra, que aún se escapa de las furtivas redes de Mnemosine.

Ubicado en el panorama literario cubano del reconocido dualismo entre su iconoclasta y provocadora figura y su natural antagonista literario y amigo, José Lezama Lima, hombre literario, católico y metafísico, con la imagen como absoluto, como la última de las historias posibles; Virgilio Piñera, la oscura cabeza negadora, supondrá una de las cumbres literarias del siglo pasado. Aunque, por entonces, «los sinónimos de escritor en Cuba eran: loco, idiota, delirante, irresponsable, raro y, por supuesto, muerto de hambre», como el propio autor afirma, una circunstancia tan adversa para el quehacer literario que convertía al escritor en un desarraigado, en un paria social, destinado a sufrir todos los matices del hambre, acompañado de la indiferencia congénita del medio que habitaba. Muchos que coincidieron con él lo describen como un polemista feroz, crítico ácido y fulminante, gran conversador con un perfecto tono declamatorio, de humor corrosivo e inteligente y con una marcada rebeldía contra todo lo que fuese hipócrita o carente de calidad artística con proyección futura. Estos hechos lo condujeron directo a la marginalidad cultural, política y social en la isla, recluido al final de su vida a ser nada más que un «muerto civil».

El largo poema La Isla en Peso (1943) marcará la disidencia con el grupo de la revista Orígenes, ya anunciada en Las Furias (1941), Electra Garrigó (1941) y El Conflicto (1942); «la patada de elefante» necesaria a la dictadura poética lezamiana. Este poema, que lleva a cabo uno de los análisis de la cubanidad y de la existencia universal del hombre más profundos que se hayan realizado nunca, se instala en el habitual motivo poético de la insularidad, constante en la poesía cubana desde el siglo XIX, donde un mismo signo se ha potenciado de valores contrarios: un discurso de lo insular como negación y otro como afirmación. Su valor radica, como expresó Mirta Aguirre, en ser «un cambio de rumbo», «el inicio de un camino»; un borrón y cuenta nueva. Este poema, a golpes épico, a golpes dramático, toma características de ambos géneros para mezclarlos con gran lucidez: asume la intencionalidad y extensión épica desinflándola de su habitual heroicidad; y toma del género dramático la profundidad de la pregunta existencial, espina dorsal de esos 411 versos libres.

La trágica situación inicial, geográfica y ontológicamente angustiosa, que claman los conocidos versos que abren el poema, se matiza con la frescura, el choteo cubano y cotidianeidad que inunda el siguiente verso:
La maldita circunstancia del agua por todas partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Ante la fatalidad del asunto, que no es poco, el humor y la banalidad prevalecen por encima como síntoma de supervivencia ante la falta de posibilidades. Pero es precisamente ese pensar la isla como lugar de encerramiento lo que produce la catástrofe de esta experiencia angustiosa y será uno de los motivos que se repetirán a lo largo del poema; una mente pensante que es consciente del problema que lo acecha, que lo recluye y que no puede salir por más que quiera, una problemática existencial que el poeta observa y señala con dedo firme. De un no saber con exactitud nace su angustia, de ese «vértigo de la posibilidad» del que hablaba Kierkegaard. Pero el problema existe porque el sujeto lírico piensa:
Una taza de café no puede alejar mi idea fija,
en otro tiempo yo vivía adánicamente.
¿Qué trajo la metamorfosis?
Y es ante esta pregunta donde el poema empieza a desplegar toda causalidad, contenida en «La eterna miseria que es el acto de recordar». La carencia de una historia propia que los defina sume al pueblo cubano en una eterna miseria, en una pobreza -intelectual, histórica y artística- que los hace vivir anclados en la influencia titánica ejercida por la cultura europea ad infinitum, repetida hasta el hartazgo y que no permite el desarrollo de una voz antillana auténtica.

Plenamente consciente del «horroroso paseo circular» donde todo es siniestro, tenebroso o canceroso y que convierte a la isla en una prisión angustiosa de la que «¡Nadie puede salir!», imagina una nueva circunstancia, conjetural y surrealista, donde el agua de su isla no tenga cabida:
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,
devolviéndome el país sin agua,
me la bebería toda para escupir al cielo.
Esta sublevación contra la condición acuática insular se pone también de manifiesto en la pesca frenética de esponjas, «esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de agua / y vivir secamente». Demostrado con estos versos, aquella agua poética, divinamente retórica, omnipresente como criterio estético y como elemento natural, condicionante de la vida cubana, tanto cultural como geográfica, es percibida con la más exasperante asfixia ante cualquier intento de cambio. Y continúa: «Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo. / Es la espantosa confusión de una mano en lo verde». Unas aguas estancadas que no permitan ya ningún movimiento, dan como resultado inevitable un hedor «pestilente». Frente a «los mangos podridos en el lecho del río», «escalo el árbol más alto para caer como un fruto». Así se renueva su poesía, secamente y de un golpe, como un fruto contra el suelo, en pos de la altura y dignidad intelectual, como un árbol que se erige, desde la tierra, hacia el cielo.

Ante esta nueva circunstancia insular imaginada, despojada de toda el agua, comenzará la intensa descripción de los elementos caracterizadores insulares que el poeta, como observador, capta de su realidad y refleja en el poema. La enumeración caótica de símbolos culturales, religiosos, sexuales, históricos, políticos, zoológicos y vegetales que configuran el paisaje insular. El ron regado por el suelo en honor al panteón orisha, la «música detenida en las caderas», el perfume de la piña frenando pájaros, el «desconocido son del areíto», los caballos de los conquistadores aniquilando las esencias de un pueblo que, necesariamente, deberá partir de la nada para encontrarse de nuevo, para definirse, para ordenarse; en busca de su identidad con «ciertas palabras tradicionales: / el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco», cuya sonoridad luce más que su propio contenido y que la tradición las ha acabado por aislar.

Surgirá aquí un momento de creación expresiva basada en la simplificación de los términos, descargándolos de su ornamento, «el agua, el mediodía, el azúcar, el humo» y, combinándolos en palabras-signos, recrea una posible mitología caribeña, un imaginario insular que descifra esta realidad escarbando en ella, hundiendo los dedos en su pulpa para hacerla despertar, con la agudeza crítica de un francotirador: «Clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes».

Virgilio Piñera, lector empedernido de Proust, tuvo que dejar por sentada, en el poema que es embrión de toda su obra futura, la huella del autor de À la recherche du temps perdu. El autor elabora conforme avanza el poema, lo que Jesús Jambrina llama, una «metáfora del tiempo» con los cuatro momentos del día -madrugada, mediodía, crepúsculo y noche-. Con la madrugada, aún con la resaca que deja «el rastro luminoso de un sueño mal parido», da comienzo la monotonía, el carnaval del amanecer, el canto del gallo. «Es la hora terrible» que «empuja los caballos contra el fango», es el inicio de la repetida lucha agotadora, amparada por una taza de café.

Contra la visión edulcorada de la isla y de La Habana, la claridad avanza avasalladora, hasta culminar en el segundo momento del día que ilustra el poema -el mediodía-, que es como una «fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal», es «una ventosa que chupa la sangre,/ y las manos van lentamente hacia los ojos». La claridad se extiende en todas direcciones, omnipresente como un dios castigador. Es un motor que mueve la isla, se precipita sobre el pueblo, golpea y se golpea a sí misma; convulsivamente, se resquebraja y alumbra aún más claridad. Es cegadora y paralizante. ¿Acaso se puede morir de luminosidad? Parece que sí. Estas «cargas» incesantes de luz provocan el reposo apático, la «hora del cáncer» donde la desidia y el adormecimiento por el calor aplastante se apodera de este pueblo, sordo y sin proyectos, en la «mortal deglución de las glorias pasadas». Todos hombres «conchas», «macaos» o «túneles», están vacíos de contenido, irreflexivos, dormidos y, por último y en consecuencia, muertos. Un pueblo que «como la luz o la infancia aún no tienen un rostro».

Pero esa inmovilidad extrema que genera el mediodía, sufre un balanceo y «se pone en marcha» rumbo a la tarde, el tercer momento del día: el crepúsculo, donde hay cierta resolución momentánea. «Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra» donde se presenta ese tipo de poesía que viene recreando durante todo el poema, una poesía de la boca como la saliva, natural, no codificada. El cubano revive en el crepúsculo, momento de mayor lucidez del día, cuando la luminosidad ya no ciega y se trazan los perfiles. Sin embargo este decurso se ve interrumpido al finalizar la tarde: «Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman», se deshilacha la trayectoria diurna tejida hasta ahora para configurar esta expresión y es sustituida por un olfateo frenético. El olfato, el más mundano y sensorial de los sentidos, el más instintivo, el más terrenal, protagonizará la tirada poética nocturna, de vuelta a una noche sin memoria ni historia, únicamente antillana y tumultuosa, donde el europeo volverá a aparecer, «inevitable personaje de paso» con su «cagada ilustre», como una sombra que lo persigue insaciablemente. En la nocturnidad sensorial se arrancarán por fin las «máscaras de la civilización» y se producirá el encuentro definitivo de los amantes -sin sexos precisos- en el platanal, nuevo tálamo bucólico tropical, sustituyendo a la pareja adánica que arrastra consigo a todas las normas y prejuicios de la cultura judeocristiana, eliminada ahora de un plumazo.

El poema terminará con un canto dionisíaco a los placeres y a la vida, «no hay que ganar el cielo para gozarlo», que se encuentra inserto en la intensa intertextualidad con la poética opuesta de su generación, cuya mayor manifestación se muestra al final, desde una voz colectiva, fraguada a lo largo de los versos anteriores:
No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,
solo sentimos su realidad física
por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.
Pero a pesar de esta conclusión terrenal sobre la existencia, el poema no da una tesis definitiva. Lo que el poeta hace no es sino testimoniar la situación existente, que sigue sin ser un «cosmos resuelto». No puede recrear ese mundo pero es testigo de sus virtudes y sus carencias. Persiste el absurdo, la fiesta, la muerte, la danza; todo lo que forma parte de la vida. Percibe sus elementos y entiende cómo se interrelacionan para configurar esa cosmología isleña dando unas claves que suponen una verdadera revelación, «un cambio de rumbo», que decía Mirta Aguirre. En el final se retoma ese tono épico, antes negado y fatalizado, y anuncia ahora el nacimiento futuro de un pueblo, que desciende cada vez más abajo, en frenética espiral, que busca su raíz esencial, ya sembrada y que está configurándose en el instante del tiempo presente. Por eso persiste la proyección futura, la esperanza de una resolución cercana en el tiempo pero que aún no se ha producido y que el poeta se asigna como misión: el impulso creador y sustanciador que nace inmediatamente después de la destrucción y vaciamiento previos. Este pueblo, que arrastra con amor su destino insular, asume su peso como una carga de siglos que implica un incuestionable esfuerzo, una resistencia, una supervivencia adversa rodeada de agua por todas partes,  pero que, en última instancia, acabará por dar los frutos que desde siempre les habían sido arrebatados.
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