domingo, 6 de enero de 2019

El castrismo y el sentido de la historia.

Por Miguel Sales.

En los últimos meses, las autoridades castristas coquetearon con la idea de cambiar algunos elementos de la estructura jurídica del sistema. En el anteproyecto de Constitución que preparan ahora, el país renunciaba discretamente a la aburridísima tarea de construir el comunismo y se consagraba a desarrollar un "socialismo sostenible". El texto también reconocía algunos derechos sociales, que abrían la puerta al matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero, tras los debates y las sugerencias formuladas por la ciudadanía, el régimen ha retrocedido al punto de partida. A petición del pueblo, asegura. La marcha atrás no es solo retórica: es una vuelta a las esencias, un síntoma de desorientación estratégica camuflado de coherencia histórica.

Lo del "socialismo sostenible" era un timo, un oxímoron, un lema publicitario. El socialismo empírico, el que ha existido realmente en el último siglo, nunca ha sido sostenible. Ni con abundancia de recursos (URSS, Venezuela), ni gracias a la copiosa ayuda externa (Cuba, Corea del Norte) ni mediante relaciones privilegiadas con un benefactor capitalista de su misma cultura (República Democrática Alemana). Ni la austeridad de Mao ni el despilfarro de Chávez obraron el milagro de la sostenibilidad.

Al parecer, la iniciativa del matrimonio homosexual encontró la doble resistencia de la vieja guardia del Partido y de algunos grupos religiosos. En cualquier caso, era peligroso que la gente llegara a sentirse tan libre y autónoma como para creer que podían casarse con cualquiera y que el Estado y la sociedad reconocerían ese derecho en el texto constitucional. Otra cosa es que se cuele más tarde mediante una cláusula ambigua en un código de familia o un decreto administrativo. Para que nadie diga que el régimen cubano marcha a contrapelo de la historia.

¿Pero hacia dónde va la historia? ¿Y qué papel desempeña el castrismo en esa larga marcha?

Hubo un tiempo, a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando los seguidores de Carlos Marx creyeron realmente que conocían el sentido de la Historia (así, con mayúscula). Dios había muerto y la ciencia tomaba el relevo. Y en materia social, ninguna escuela era más científica ni más clarividente que la fundada por el profeta cochambroso de Tréveris y su socio capitalista, Federico Engels, que lo financió durante décadas y hasta aceptó la paternidad del bastardo que su amigo había engendrado con Lenchen, la criada de la familia, para que las críticas ad hominen no empañaran el fulgor de la doctrina.

En la interpretación de Marx, la Historia era básicamente cuestión de economía. El nivel de la tecnología y la propiedad de los medios de producción determinaban las relaciones entre las clases sociales y la estructura del Estado. Así, la humanidad habría evolucionado de la sociedad primitiva, donde las herramientas eran rudimentarias y los bienes se compartían armónicamente, a una fase (¿superior?), el mundo esclavista, con instrumentos de producción más complejos y apropiación de la riqueza por unos pocos. Por la misma regla de tres, a este sistema le había sucedido el feudalismo, en el que la alianza entre la nobleza y la iglesia garantizaba la explotación de los campesinos (que ya no se llamaban esclavos, pero seguían siéndolo), estructura que a su vez fue reemplazada por la sociedad burguesa, que luego sería destruida por la revolución proletaria. Esta última acarrearía el advenimiento del socialismo, fase preliminar del comunismo que finalmente liberaría por completo a la humanidad de la servidumbre y la devolvería a la condición adánica y fraternal de las culturas primitivas, aunque enriquecida por la técnica y el conocimiento científico.

Por asombroso que hoy pueda parecer, esta interpretación lineal y reduccionista de la Historia se convirtió en creencia fundamental para muchísima gente, presuntos intelectuales incluidos. Su arraigo no dependió de la finura del análisis, que no explicaba satisfactoriamente cómo se sucedían las etapas históricas ni cómo operaban las relaciones entre la "base" económica y la "superestructura" social, ni de la exactitud de sus vaticinios, que casi siempre se revelaron erróneos, sobre todo en lo tocante al empobrecimiento general de los asalariados y la crisis final del capitalismo. Su éxito consistió en proclamar una nueva fe, que aportó a las masas el sentido de trascendencia que habían perdido tras la crisis religiosa desatada por el racionalismo a partir del siglo XVIII. La religión se había marchitado, pero ahora se podía creer en nuevos ídolos que venían a ocupar el lugar de Dios, la Iglesia y la vida eterna: el Estado, el Partido, la sociedad sin clases y el futuro luminoso de la humanidad. Y todo eso ocurriría de manera inexorable, porque estaba inscrito en el ADN de la evolución social, la economía. En la mano del hombre solo estaba la posibilidad de acelerar esa evolución y de hacer menos doloroso el parto del mundo nuevo.

Huelga señalar que las recetas marxistas y sus condimentos leninistas, a pesar de la pretensión de universalidad que las anima, solo guardan cierta coherencia cuando se aplican a determinada etapa histórica y en un ámbito geográfico muy limitado. Dicho de otro modo, la interpretación marxista de la Historia solo tiene un poco de sentido (no mucho) si el objeto de estudio es una parte de Europa Occidental entre los siglos XIII y XIX. De ahí que resulten risibles los intentos de explicar a la luz del marxismo-leninismo lo sucedido en la India tras la descolonización, la evolución del mundo árabe de posguerra o la Revolución Cubana de 1959. No cabe duda de que algunas creencias marxistas influyeron en las ideologías del siglo XX, desde el fascismo hasta el nacionalismo. Pero los fenómenos históricos son demasiado complejos para reducirlos al mecanismo económico y la unidad y lucha de contrarios, como quedó demostrado en las calles de Berlín, Praga y Varsovia en el otoño de 1989, y como demuestran hoy los sucesos de Siria, Sudán del Sur o Venezuela.

Esta larga digresión nos devuelve al punto de partida: la desorientación del régimen cubano en los albores del poscastrismo.

A pesar de las proclamas de pureza ideológica reinsertadas en el proyecto de Constitución -"solo en el socialismo y en el comunismo el ser humano alcanza su dignidad plena" y otras sandeces del mismo tenor- muy pocos en la Isla dudan ya de que el país avanza paulatinamente hacia la restauración del capitalismo, con frenos y cautelas impuestos por la necesidad de preservar el monopolio del poder en manos del partido único y la cúpula militar. La contradicción implícita en ese proceso es que mientras mayores sean las parcelas de la economía y la sociedad que permanezcan sometidas al control estatal, menor serán la eficiencia productiva y el bienestar de la población.

Los jerarcas castristas saben que en el camino de esa remodelación del sistema, tendrán que hacer algunas concesiones a la iniciativa personal y la libertad individual, en aras de la eficacia económica. Pero también creen que esas concesiones son otras tantas amenazas al Estado y por eso deben reducirse al mínimo indispensable.

La sinécdoque esencial del régimen, Estado=Partido=Fidel=Patria=Revolución, ya perdió uno de sus elementos fundamentales. La desagregación de la fórmula totalitaria en sus componentes elementales representa un momento peligroso para el Gobierno. Cuando la gente de a pie deja de creer en la identidad de esos factores, el sistema empieza a descomponerse, porque el análisis muestra pronto la falacia del mecanismo reduccionista y la falta de coherencia de lo que se propone.

El síntoma más evidente de esa descomposición es la protesta de los artistas e intelectuales que se oponen al decreto 349. Es un ejemplo clásico de la trahison des clercs, término que Julien Benda usó como título de su célebre ensayo de 1927, preludio de la insubordinación generalizada que cundirá después. Voltaire y los enciclopedistas bajo Luis XVI; Havel y el Grupo de los 77 en Checoslovaquia; Paul Goma y sus cartas a Ceaucescu en Rumania; Walesa y Solidarnosc en Polonia; Solzhenitsyn, Bukovsky y el samizdat en la URSS: la descomposición del Antiguo Régimen comienza siempre con la revuelta de los mandarines.

Escribas, amanuenses, juglares, decoradores, cómicos de la legua y bufones de corte se soliviantan. Lo que hasta ayer les parecía usual y llevadero, hoy les resulta intolerable. La intelligentsia se rebela contra una situación absurda que le impide respirar, porque ha descubierto -¡por fin!- que la libertad es el oxígeno del que se nutre el pensamiento. Y una vez que el genio de la libertad se ha escapado de la botella, ya es imposible volver a recluirlo. Tras los artistas e intelectuales, otros colectivos empiezan a sospechar que la autoridad ya no es lo que era y comienzan a tantear los límites de la jaula.

Al término de este proceso, que revela el auténtico sentido de la historia, Díaz-Canel y sus acólitos solo podrán mantenerse en el poder si están dispuestos a fusilar a 10.000 cubanos y encarcelar a otros 100.000, como hicieron en su momento los hermanos Castro y su tropa de barbudos. Y ese giro hacia el estalinismo puro y duro es improbable en los tiempos que corren, aunque Ortega y Maduro se mantengan por ahora en sus poltronas mediante la acumulación de cadáveres.

De modo que si los epígonos del castrismo no se sienten dispuestos a reeditar las hazañas de los creadores del sistema, lo mejor que podrían hacer sería preparar una transición pacífica, en la que el PCC terminara siendo un partido más entre los muchos que surgirán cuando la población de la Isla recupere la capacidad de asociarse para actuar en la vida pública y expresar libremente sus ideas. Y la manera más sencilla y segura de hacerlo sería en el marco de la actual reforma constitucional. Pero todo indica que, una vez más, los castristas desaprovecharán la ocasión y optarán por atrincherarse y seguir fosilizándose. Tal vez, en el fondo de sus almas revolucionarias, sigan creyendo que Marx tenía razón.
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