martes, 1 de enero de 2019

Revolución Cubana: 60 años de un sueño húmedo.

Por Abraham Jiménez Enoa.


¿Sigue en/de pie la Revolución Cubana? ¿Sus rodillas siguen estando firmes, bien afincadas, sosteniendo derecho, erguido, el cuerpo ya adulto que se aproxima a la tercera edad? ¿Cómo está su físico, en qué estado se encuentra? ¿Le duelen sus huesos? ¿Sigue atlética y enérgica como en su niñez y su adolescencia, aunque su piel luzca arrugada, seca, marchita? ¿O los años les han pasado factura? ¿Cómo está su mente? ¿Genera aún? ¿Sigue siendo realmente revolucionaria o se ha aferrado al pasado, a lo ya vivido y alza las manos desde una camilla de metal como los ancianos al fin de sus días? ¿Anda con bastón o se vale por sí misma? ¿Qué dicen los doctores? ¿Le quedan más años de vida? ¿Estamos viviendo un largo epílogo? ¿Qué legado dejó, qué huella, qué saldo? ¿Sus herederos seguirán sus pasos, el camino trazado? ¿Se pelearán por su herencia? Cuando leamos el testamento: ¿nos sorprenderemos, lloraremos de alegría, de nostalgia, o nos sentiremos timados?

Este texto son cinco historias. El testimonio de personas que vivieron la Cuba anterior a 1959 y que hoy, sesenta años después, cuentan cómo incidió la “Revolución Cubana” en sus vidas.

Miguel Castillo: 84 años.


Yo era patriota, pero me dejé manipular. La gente de Batista hablaba de Martí, de Maceo, de Máximo Gómez y me engañaron. La prensa, la radio, vendían una imagen que no era la real. Entonces decidí servirle a la patria y entré en la Marina de guerra. Fue una decisión por patriotismo, pero también por necesidad económica.

Nací en Guanabacoa. Mi madre era lavandera, éramos pobres. Desde joven trabajé vendiendo café en las calles y en la construcción. Un día me llamaron por teléfono a la obra donde trabajaba. Era mi madre, me dijo: “Miguel se acaban de llevar a tu padre al hospital”.

Una peritonitis le diagnosticaron. Nosotros no teníamos dinero ni para comprar lo mínimo: penicilina. Mi padre murió. Solo. Sin atención. Al lado de su cuarto, en otra sala, estaban otros ancianos, la gente rica, ellos tenían todos los medicamentos, toda la atención y un médico en la cabecera de la cama el día entero.

Después de aquello me incorporé a la Marina de Guerra de Fulgencio Batista. Mi buque era la fragata “José Martí”. Atendía los radales en el puesto de mando y por ello ganaba 81 pesos mensuales, eso equivale hoy a miles de pesos.

Era de la gente de Batista y eso me hizo abrir los ojos y ver lo que estaba pasando en el país. Se mataba, se cometían crímenes para mantener el control. Cuba era un río de sangre. Los padres llegaban a los féretros, se asomaban al cristal y no reconocían los rostros de sus hijos.

Tenía una novia que se llamaba Rosa, a su hermano la tiranía se lo mató. Todos esos crímenes despiadados fueron los que después me hicieron cambiarme de bando.

Recuerdo estar en una cafetería con los tíos de Rosa y observar como en la esquina un camión de la policía bajaba a golpes a un negro. Intenté detenerlos, pero los tíos de Rosa no me dejaron. Me tomaron por el brazo y me metieron para adentro de la cafetería. Me dijeron: “¿tú estás loco? ¡te van a matar a ti también! Segundos después sentimos el sonido de un disparo. Cuando salimos, había un charco de sangre.

Yo formaba parte de la Marina de guerra de Batista y, clandestinamente, tenía relación con una célula del movimiento 26 de julio de Fidel Castro. Una vez estaba en las afuera de mi casa, vestido de marino, jugando dominó con un revolucionario que estaba perseguido por la policía.

A lo lejos vi una patrulla. Le dije: ni te muevas. Un guardia se bajó del carro, con una Thompson y un bicho de buey -especie de látigo- en la mano. Llamé a un vecino para que jugará conmigo mientras los policías preguntaban en otras casas del vecindario dónde vivía el hombre. Al revolucionario le dije que se escondiera en mi casa. Ahí estuvo dos días.

En 1959, cuando triunfó la revolución, me propusieron quedarme en la nueva Marina de guerra. Mi comportamiento había sido ejemplar, había tenido una conducta intachable a pesar de estar del otro bando. Decidí licenciarme honrosamente y empezar de cero. Comenzar a acumular méritos.

Nunca negué que fui batistiano y me sumé a la revolución. La nueva política era justa y humana, ayudaba a los pobres. Me incorporé a las milicias, a la lucha contra bandidos y me sumé a los maestros voluntarios para alfabetizar.

Quise ser del Partido Comunista, pero me lo negaron hasta 1987, porque mi esposa había bautizado a dos de mis seis hijos. El primero se llama Vladimir, por Lenin, y la segunda Krupskaya, por la esposa de él.

Siempre buscaron un pretexto para no aceptarme en el partido. Es que soy crítico con todo lo mal hecho, con las injusticias, con los maltratos y eso no gusta. Ser revolucionario es ser sincero, tener convicciones. Hay muchos fariseos por todas partes, muchos corruptos.

La gente aparenta una cosa y son otra. Ahora, para acompañar al nuevo presidente Díaz-Canel, la gente dice que “vamos a combatir la corrupción” y los que lo dicen son los mismos corruptos.

Cuando Fidel hizo el alegato de “la historia me absorberá”, cuando lo llevaron a prisión, en las imágenes, hay detrás de él un retrato de Martí, en aquel tiempo eran igual que ahora: gente de doble rasero.

Todavía estoy activo. Ahora vivo en el Sopapo, Batábano, provincia Artemisa, y soy el jefe del subsector de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), además de ser el representante del Ministerio del Interior de todo el Consejo Popular “La Julia” y miembro de la Seguridad del Estado.

No discrimino a nadie por no simpatizar con la revolución o por ser religioso, porque cada cual es a su manera. Hace poco una iglesia pentecostal me invitó a una misa. Llamé al Partido para ver si estaba legalizada y me dijeron que sí. Fui a la misa porque nosotros los revolucionarios tenemos que estar en todas partes, tenemos que meter el hocico.

El revolucionario no puede tener miedo a decir las cosas. Hace tres años un muchacho fue golpeado por la policía porque se negó a enseñar el carnet de identidad. Los policías estaban borrachos, le pusieron las esposas y lo golpearon. Con mucho dolor, tuve que escribirle una carta a Raúl Castro y decirle que mi jefe superior había abusado de su poder.

El país está marchando bastante bien. Díaz-Canel está tocando con la mano los problemas, les pide a los revolucionarios que sean humanos, pero sigue habiendo problemas porque esto se ha relajado mucho, ha habido mucha tolerancia.

Por ejemplo: el peor día de mi vida fue cuando desalojaron a once familias de sus casas. Eran orientales y habían levantado un asentamiento ilegal. Había mujeres embarazadas, niños, ancianos y no creyeron en eso. El gobierno llegó y les destruyó todo, les rompieron hasta las tazas de baño.

Yo ganó 242 pesos (10 dólares) de pensión al mes y mi esposa 240. Mis hijos me tienen que ayudar para vivir. Uno de ellos trabaja en una empresa italiana y me da un estipendio de 20 dólares mensuales. Desgraciadamente es así. Ha habido mucha dejadez, mucha impunidad y todo eso ha conspirado contra la revolución.

Josefina Diego: 67 años.


No éramos una familia de la burguesía. Mi padre, Eliseo Diego, era profesor de inglés y español. Mi madre también era pedagoga. Los domingos nos reuníamos en casa, con la familia, con los amigos de mi padre del grupo “Orígenes”.

Estudié en una escuela privada, muy modesta, donde la matrícula era muy barata, incluso, a quienes no podían pagar, se les permitía estudiar igualmente. Todas las maestras eran negras y mulatas, fueron las mejores profesoras de mi vida.

Después de 1961 esa escuela dejo de existir. El triunfo de la revolución trajo nuevas leyes, entre ellas la nacionalización de los colegios privados, la escuela se cerró y, pocos años después, se derrumbó por el deterioro de los años.

Mi abuela (madre de Eliseo Diego) creció en Estados Unidos y le enseñó el inglés y la religión católica a mi padre. A ella no le gustaba lo que estaba sucediendo en Cuba. En esos años había una propaganda muy fuerte que condenaba al comunismo y ella pensaba que la revolución no era tan “verde como las palmas”, como decían.

Mis hermanos y yo estudiamos en escuelas religiosas. En esa época comenzó en Cuba una persecución contra los creyentes. Todas las escuelas religiosas tuvieron que cerrar. Al ver lo que ocurría, mi familia decidió irse del país.

Mis padres renunciaron a sus trabajos. Prepararon toda la documentación: solicitud de visado, vacunas, etc. En aquellos años un funcionario iba a hacer un inventario en las casas y ponía un cuño en la puerta. Luego había que esperar por un telegrama con la fecha de salida definitiva del país. Recuerdo a mi madre comprando ropa de invierno en este calor infernal.

Toda la familia paterna nuestra vivía ya en Estados Unidos, la materna no. Mi madre era muy apegada a su familia. Ella era diabética y la idea de la partida le desestabilizó su azúcar, provocándole hipoglucemias frecuentes. El día que presentó la renuncia a su trabajo me la encontré en nuestro cuarto con un coma hipoglucémico profundo.

Mi padre y mi abuela entendieron que si bien nos iban a salvar del comunismo, corrían el riesgo de dejarnos huérfanos. Fueron a la estación de policía y renunciaron a la salida. Regresaron a casa, abrieron una botella de champán y brindaron. Decidieron quedarse.

Al principio de la revolución había una intención de justicia social muy grande, había una necesidad en el pueblo de eliminar la mentira, el fraude, la corrupción. Había miseria, pero en Cuba no había la miseria de Haití o la existente en países africanos.

Se han logrado muchas cosas, pero ¿a qué precio? Se han cometido muchas injusticias, como fue la persecución a los homosexuales y a los creyentes.

Pienso que puede señalarse 1961 como una fecha clave. Se cerraron una serie de periódicos porque había un enemigo del que defenderse, en abril había ocurrido la invasión por Playa Girón. Ese mismo año, Fidel Castro, en su discurso conocido como “Palabras a los intelectuales”, dijo “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”.

¿Pero quién pone esos límites?, ¿qué es revolucionario y qué no lo es? Ahí empezó algo muy grave. Ahí se coartó drásticamente la libertad de expresión en este país. No solo en la literatura, sino en la filosofía, en la economía, en todo. Los límites varían, tener barba y el pelo largo podía ser contrarrevolucionario, era mal visto. Sin embargo, los rebeldes bajaron de la Sierra Maestra con sus barbas y sus melenas.

Era una sola voz, una sola prensa, una sola televisión, una sola persona decidiéndolo todo. Se rompió el debate. En una familia, las personas no se pueden poner de acuerdo. ¿Cómo entonces se puede pretender que todo un país esté de acuerdo? ¿Quién ha visto un Parlamento donde todo se vota por unanimidad?

Estudié primero Literatura Inglesa, dos años, y luego matriculé Economía y me gradué en 1976. Los cambios hay que hacerlos desde dentro, me dije, y decidí ingresar en la Juventud Comunista. Entré en 1973, pero el romanticismo me duró muy poco.

Con la crisis de los años noventa, mis hermanos se fueron a vivir a México y yo quedé cuidando a mis padres que estaban enfermos. No había comida, no había transporte, no había nada. Tuve que dejar de trabajar en oficinas para cuidar a mis padres. Comencé a hacer traducciones del inglés al español. Y con eso hoy aún me ganó la vida, más los derechos de autor míos y de mi padre.

La luz eléctrica era una ilusión y el calor era horrible. Papá y yo nos acostábamos en el piso para refrescarnos con las corrientes de aire. Eran tiempos difíciles y nosotros padecimos las mismas escaseces que todos los cubanos. Mi padre estaba desesperado.

En 1993 a mi padre le concedieron el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe ‘Juan Rulfo’. Viajamos a México a recoger el premio y papá quiso pasarse un tiempo fuera de Cuba para darse algunos gustos, además mis hermanos vivían allá. Pero estaba muy enfermo, sus pulmones estaban mal. Recibió el premio en noviembre y en marzo de 1994 falleció. Dejó una biblioteca con 4000 ejemplares, la mayoría en inglés.

Que sea crítica no quiere decir que quiera que vengan los americanos ni el pasado ni el capitalismo más desenfrenado. En Cuba había una gran ilusión en los primeros años de la revolución, pero eso se fue perdiendo.

La economía está en ruinas, y no todo es culpa del bloqueo. La gente está desencantada, sin ilusión, porque hay algo que está mal.

Hay una insistencia en la empresa estatal socialista pero no hay ningún estímulo real al trabajo, los salarios no sirven para nada, por eso la gente se corrompe y roba, porque no le puedes pedir a un anciano o a un profesional que viva con menos de 240 y 400 pesos mensuales (10 y 18 dólares aproximadamente). Hay muy mala distribución de la riqueza.

Hay una doble moral en este país, producto de los límites que no permiten que la gente se pueda expresar con libertad.

Se supone que somos marxistas-leninistas, la palabra irrevocabilidad es antimarxista y antidialéctica. Las constituciones tienen que estar por encima de los partidos y no viceversa. Martí no hubiera podido votar a favor de esta constitución, porque Martí no era marxista.

En el libro de mi hermano, “Informe contra mí mismo”, él reproduce una carta, donde en un momento se dice: “estoy cansada de los discursos interminables, de las consignas repetidas, estoy cansada, muy cansada, cansadísima, de no poder escoger ni siquiera mi propia infelicidad”. Esa carta la escribí yo en 1990.

Gilberto Valdés: 90 años.


Mi madre decidió que estudiara el bachillerato en el Instituto del Vedado y no en el de La Habana, porque en el primero los estudiantes no hacían huelgas estudiantiles, no había manifestaciones ni revueltas revolucionarias, era una escuela de blancos. En 1942 fui el primer negro que piso ese Instituto.

En aquella época, en el barrio del Vedado vivía la sociedad de clase media alta, gente blanca solamente. Si un negro paseaba por sus calles después de las seis de la tarde, la policía lo detenía.

Mi madre estudió algo de piano y su hobby era la música. De ahí me viene mi vena musical. Ella oía mucha música clásica y desde los cuatro años a mí me empezó a gustar ese tipo de temas y el jazz, música norteamericana, sobre todo. Me sentaba a escuchar emisoras de los Estados Unidos por horas.

En el Instituto fundé mi primer cuarteto vocal, que fue el primer cuarteto con ese formato de toda América Latina. El grupo salió por inercia, por puro entusiasmo de unos amigos a los que nos gustaba la música.

Una vez que nos graduamos, el grupo se detuvo. Cada uno de nosotros tomó su camino hacia la Universidad. Estudié odontología.

Era una etapa marcada por los estallidos sociales. Estando en la universidad Fulgencio Batista dio su golpe de Estado y asumió el poder en Cuba. Luego se desató un desencanto social que provocó la reacción de los movimientos estudiantiles.

Así conocí a José A. Echevarría, que se hizo mi amigo. También a Fidel Castro, pues siempre estaba en las revueltas en la Plaza Cadena de la Universidad de La Habana.

Eran los estudiantes quienes se revelaban y protestaban por las cosas malas de los gobiernos de turno. Salíamos en grupo y le cortábamos los cables a los tranvías, trancábamos las calles con manifestaciones, huelgas, parábamos los ómnibus y bajábamos a los choferes, nos enfrentábamos a la policía. Éramos jóvenes, al final, todo era una gran diversión.

Ser universitario no era solo estar en camino a ser un profesional, sino que existía un compromiso social con lo que ocurría en el país, protestar, levantarse en contra de lo mal hecho. Dentro de todo ese movimiento estudiantil, existían facciones de derecha, de izquierda, medias.

De vez en cuando se producían enfrentamientos entre las distintas alas estudiantiles. Varias veces hubo muertos en la Plaza Cadena por disturbios armados entre los propios estudiantes. En 1956, la Universidad de La Habana decidió cerrar sus puertas por un año producto de todo ese movimiento insurreccional.

Nos quedamos a la deriva y un amigo me propuso retomar el cuarteto vocal de cuando el Instituto. Nos dijimos que esta vez si iba a ser en serio, que no íbamos a cantar en los parques de manera amateur. Estuvimos ensayando durante 10 meses y así nació “Los Cavaliers”.

Un año después de la fundación del nuevo cuarteto, en 1957, la asociación de críticos nos dio el premio al mejor cuarteto vocal masculino de Cuba. Eso nos valió para que nos contrataran en el cabaret “Sans Souci”, que era el sitio de la alta sociedad cubana.

En Cuba había florecido los casinos con la llegada de los gánsteres estadounidenses y los principales lugares nocturnos, como Tropicana y Sans Souci, pertenecían a esas mafias.

Andar por las calles de la Habana era un gran peligro. Los muertos aparecían todas las noches. Recuerdo que un vecino fue a la estación de la policía de Zanja para notificar que iba a hacer una fiesta en su casa. Y, mientras esperaba que lo atendieran, llegó el jefe de la estación y dijo: “todos los que están aquí, recójanlos”. Al otro día amaneció muerto.

El triunfo de la revolución en 1959 fue muy extraño, tomó un efecto muy raro. Es como si tuvieras un muelle comprimido y al soltarlo, el muelle no vuelve a su sitio, recobra otra dimensión, salta y produce un descalabro total.

Los barbudos entraron a La Habana y fueron recibidos con aplausos. Pero en esa euforia se cometieron muchos errores. Muchos de esos barbudos revolucionarios eran campesinos, no eran profesionales, no tenían un nivel cultural elevado y visitaban por primera vez La Habana.

A Marianao fue al primer lugar a donde acudieron. Fueron directamente a “Sans Souci” y con mandarrias derribaron todo el cabaret. Instauraron desde ese día y hasta hace unos pocos años una base de tanques del ejército.

Sans Souci era la imagen de la alta burguesía, de la oligarquía, y la efervescencia revolucionaria tenía como meta acabar con todo eso. No pensaron en el futuro. Hoy Sans Souci pudiera haber sido, como aún lo es Tropicana, uno de los grandes cabarets de Cuba. A Tropicana también intentaron derribarla, pero los trabajadores se plantaron delante de los tanques del ejército y no lo permitieron.

Ocho meses después me fui a Europa a un contrato de trabajo. Estuve nueve años sin venir a Cuba. Hice otro cuarteto y conocí Bulgaria. Por primera vez vi el socialismo real implantado. Era una sociedad completamente distinta a lo que yo estaba acostumbrado.

Cuando Estados Unidos atacó Playa Girón, estábamos trabajando en el Líbano.  Fuimos a la embajada de Cuba, le dijimos al embajador que, si era necesario, estábamos dispuesto a regresar a la isla a defenderla del ataque. No hizo falta, en unas pocas horas se resolvió el asunto.

Siempre estuvimos al tanto de los pasos que iba dando la revolución cubana. En octubre de 1962, estábamos en Paris cuando la crisis de los misiles. Los músicos trabajamos en las noches, por eso en las mañanas descansamos. Recuerdo despertar y sentir un revuelo tremendo, un alboroto en las calles, la gente gritando, rezando, decían que la tercera guerra mundial había llegado, que los americanos iban a atacar a Cuba.

Al principio de la revolución se cometieron muchas injusticias. Por ejemplo, Bebo Valdés era apolítico y le exigieron que tenía que entrar vestido de miliciano a Radio Progreso. Él no era miliciano, por qué tenía que hacerlo, y eso mismo le pasó en varios sitios. Prácticamente lo forzaron a abandonar su país.

En ese momento, yo estaba en Italia tocando con un trompetista cubano. Un día me dice que me iba a dar una sorpresa. Fuimos a la terminal de trenes y veo salir del tren a Bebo. Poco tiempo después montamos el trío “Los Valdés”.

Regresé a Cuba nueve años después. Encontré un país realmente difícil. Lo bueno de antes de 1959 no estaba y lo bueno de después era malo. Para todo era una burocracia enorme. Lo que si se percibía era que ya no existía la presión para salir en las noches. Había una tranquilidad increíble.

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Quién no comete errores? Equivocarse es innato del ser humano. La revolución tiene una línea formada por individuos y cada uno de esos individuos es distintos entre sí. Los errores han sido humanos, no revolucionarios.

El saldo que deja la revolución es muy positivo. Aquí te puedes quedar dormido en un parque y no te pasa nada. La tranquilidad espiritual no se compra.

Georgina Wong (89 años) y Caridad Amaral (87 años).


C: Mi madre me tuvo con 16 años. No conocí a mi padre, falleció cuando tenía un mes de nacida. Nunca supe su nombre. Cuando cumplí los dos años, mi madre decidió salir de Consolación del Sur, provincia Pinar del río, y venir a La Habana a probar fortuna. Quería salir de aquel monte.

G: Mi padre emigró de China a Cuba. Era un cantonés que le vino huyendo a la crisis económica de los años 20 en Asia. Conoció a mi madre y se casaron. Nací aquí en el barrio chino de La Habana.

C: Llegamos a La Habana y no teníamos donde dormir. Estuvimos deambulando por las calles casi dos años. Sin techo, sin comida. Hasta que un día un hombre me vio y le preguntó a mi madre si no teníamos casa. El hombre nos dio una habitación para dormir por unos días. Al tiempo se casó con mi madre.

G: Estudié en un colegio público del barrio chino. Por la mañana las clases eran en chino y por la tarde en español. Ahí, en esa escuelita, conocí a Caridad.

C: Al frente de la casa estaba la compañía de teatro chino infantil. Mi padrastro comenzó a llevarme a dar clases y me enseñó el chino. A los 8 años actué por primera vez.

G: Estuvimos 30 años sin vernos. Me había ido del barrio porque mi madre se mudó al Vedado. Nos reencontramos en “La Taza de arroz”, una feria que se hizo en 1945 para recolectar dinero y enviarlo a China por los daños de la Segunda Guerra Mundial.

C: Habíamos estudiado juntas hasta el bachiller. Nuestra vida era el teatro. Estuvimos trabajando en una de las cinco compañías de la Sociedad China de Cuba. Este barrio era muy alegre, siempre había fiestas, fue el barrio chino más poblado de América Latina.

G: Mi madre quiso que estudiara y me fui a la universidad. Me gradué de Licenciatura en Derecho Diplomático. Luego llegó la revolución y me mandaron a la India como parte del cuerpo diplomático. Cuando me retiré, regresé al barrio chino. No era lo que yo había dejado.

C: Cuando triunfó la revolución todo cambió. Como era comunismo, los chinos se fueron huyendo. El nuevo gobierno intervino todos los comercios, los negocios. Las personas que tenían posibilidades económicas se fueron, solo quedaron los que no tenían nada.

G: Hasta la sede de la Sociedad China la destrozaron. Rompieron los baúles donde estaban los trajes, los retratos y las fotos las tiraron al piso y las pisotearon, a las paredes les dieron con hierros. Los instrumentos musicales los lanzaron a la calle.

C: Tuvimos que dejar de actuar. Murió el teatro “El águila de oro”, murió el cine chino.  Años después el lugar, donde por años cantamos y bailamos, se volvió unas ruinas apestosas que daba asco, un nido de ratas.

G: Es mejor no acordarse de aquello, da mucha nostalgia. Se extraña mucho lo que era este barrio, los amigos y parientes que se fueron del país, los maestros de artes marciales. Con los años me salió un problema en la cadera, por manejar el león y por tirarme de lugares altos en el teatro. Cada vez que me duele, me da tristeza porque pienso en el pasado, en lo que se perdió.

C: Los pocos que quedamos nos reunimos en esta casa de abuelos. Venimos, almorzamos, conversamos. En toda Cuba no llegan a 100 chinos y esto era un país donde había miles.

G: En 2011, un fotógrafo chino que vive en Kansas visitó el barrio interesado en su historia.  Le dijeron que tenía que conocer a Caridad, que ella cantaba y hablaba en chino. Caridad lo llevó a su casa, le enseñó fotos de la época y le contó de la historia del barrio.

C: El hombre recaudó dinero entre amigos y nos invitó a China. Ese era nuestro sueño. Actuamos en dos universidades, fuimos a Hong Kong y nos llevaron al cementerio donde están nuestros ancestros, después de saludarlos, comenzó a llover. Bajo el agua canté la primera canción que me enseñó mi madre cuando niña.

Jorge Peyrellade: 89 años.


Nací en Camagüey. Mi familia era pequeña burguesa. Me gradué primero de estudios sobre Peritos Químicos Azucareros y luego me hice ingeniero agrónomo.

Criaba cerdos con mi tío en su finca. Comencé a hacer una mezcla en una batea, con palmiche, con leche en polvo. Vendíamos un cerdo diario. Al ver la producción que estábamos logrando, compramos un motor de un Chevrolet y con el bagazo del ingenio, después de terminarse la zafra, ideamos un pienso.

Por eso hay que dejar que la gente crezca, que las iniciativas se desarrollen. En dos años pasé de una batea a ser el representante de la fábrica más antigua de pienso de los Estados Unidos.

Los que vivimos aquella época, sabemos, que la historia en Cuba está manipulada. Los gobiernos de Prío Socarrás y de Grau San Martín fueron los únicos en los que hubo verdadera democracia y libertad. Antes, el Partido Revolucionario (PRC), fundado por Martí, tenía el fin de luchar por la independencia y, una vez alcanzada, desaparecer.

Luego vendría el pluripartidismo, lo normal en las democracias. No lo que se dice hoy sobre la existencia de un partido único. El socialismo es una cosa distinta a lo que en Cuba llaman socialismo.

No hay dudas de que 1959 y el triunfo de la revolución cubana trajeron una libertad muy grande a los ciudadanos. Se alcanzaron muchos logros sociales, pero ahora todos esos logros están en peligro.

Cuando supe que iban a nacionalizar las empresas, le dije a mi tío que venía a trabajar para La Habana, que se encargara él del negocio. Durante los primeros años de la revolución ayudé al país en lo que pude. Me siento satisfecho de haber hecho muchísimas cosas anónimas.

Trabajé en el Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) y en varios proyectos con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Recuerdo que los dirigentes estaban desesperados por encontrar una proteína para darle al pueblo y les recomendé el huevo.

Había un tabú sobre el huevo en ese entonces. Tuve que explicarles que después de la leche de vaca, el mejor alimento protector es el huevo. Hoy los médicos lo recetan comer a diario.

En 1967 disolvieron el INRA y solo dejaron a 150 trabajadores para que siguieran en sus labores, entre ellos yo. Todos tenían que ser del Partido Comunista y me negué. Intentaron convencerme: tuve que llenar unos documentos y pasar más de cinco horas en una entrevista. Después de mi negativa quedé marginado.

Surgió el proyecto de los zoológicos y pasé a formar parte de él. Se quería tener uno en cada provincia, pero los animales estaban compitiendo por la comida del hombre, había que solucionar ese problema. Me fui al zoológico del Vedado y comencé a desarrollar investigaciones para mejorar el aspecto de los animales y su reproducción.

Realicé experimentos con monos enfermos de Parkinson, que mejoraron su salud. Monas, que tenían problemas reproductivos, pudieron tener sus bebés.

En ese tiempo no había información sobre la cría artificial y había una leona recién nacida a la que su madre no le daba leche. La pequeña estaba desgarrada, desnutrida, su propia madre le había caído encima y le había aplastado las patas traseras. Decidí traerla para mi casa.

Le preparé un suplemento y enseguida comenzó a mejorar. Estuvo dos meses en casa, dormía en el baño. Por las mañanas cuando le abrían la puerta iba directo para mi cama y se subía encima de mí. Las escuelas que quedaban cerca traían a los alumnos para que la vieran.

Un día le pise la cola con el sillón y me sacó las garras. Tuve que llevármela de la casa porque ya estaba creciendo. La llevé de vuelta al zoológico, pero se quedaba en mi oficina. Con siete meses me atrapó por el cuello, jugando, y casi me asfixia. Entonces, ahí si tuve que devolverla a la leonera con el resto de los animales.

Poco tiempo después murió de tristeza. No comía, no salía de la caverna. Los otros leones le quitaban los alimentos.

En 1976 me fui a estudiar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y me hice Doctor en Ciencias Biológicas en la rama de fisiología animal y humana. A mi regreso trabajé en el Instituto de Zoología y en el Zoológico Nacional. En este último desarrollé una investigación sobre la dieta utilizando a primates de todos los continentes. Después me jubilé.

Ya en casa me entretenía con pajaritos. Llené el balcón con 35 jaulas de nueve especies. Estuve diez años reproduciéndolos y haciendo apuntes para una futura investigación.

El debate que hay en Cuba alrededor de la dieta humana me motivó para retomar mi investigación que había realizado anteriormente con los monos. El estudio estaba basado en dos grupos: uno que estaba sometido a una dieta balanceada y otro que no.

Fue asombroso lo que fui encontrando. En 2013 definí una dieta humana idónea y descubrí qué nos separa a los humanos de los primates en cuanto a la dieta, una cuestión que está relacionada con la evolución.

Los monos que comieron la dieta no balanceada, se peleaban unos con otros, eran ariscos, todo el tiempo se mordían. En el momento de la investigación se produjo un desagüe en el sitio donde dormían y se propagó una infección. Del grupo sin dieta murieron casi todos. A los otros solo se les alteraron los leucocitos.

Los primates que tenían la dieta balanceada eran unos caballeros. Les cedían su comida a las hembras paridas y se quedaban contemplándolas al comer. Lo que quiere decir que la dieta mal balanceada produce alta morbilidad, alta mortalidad e incentiva la violencia.

¿Desde que dejamos de pertenecer al campo socialista no hay más violencia en Cuba? ¿No ha aumentado la indisciplina social? Todo eso tiene que ver con la dieta, con la falta de agromercados, de comida en general.

Esta investigación no han querido publicarla en Cuba. Tenía un contrato con la Editorial Científico-Técnica, pero cambiaron al director y el nuevo me dijo que no le interesaba “el tema de los monos”. Rescindí mi contrato.

Un amigo que vive en Estados Unidos me está ayudando a promoverlo. Abrió una página en internet para venderlo a 5 dólares. La intención es recaudar fondos para costear de manera independiente la publicación.

El precio es bien barato porque quiero que esté al alcance de los cubanos y para que los dietistas de este país se enteren que lo que comemos nos está enfermando.

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