lunes, 28 de enero de 2019

Una vida bajo la tiranía

Por Zoé Valdés.

Nací el 2 de mayo de 1959, en La Habana. Unos meses antes, el 1 de enero, Fidel Castro y los guerrilleros tomaron La Habana. Cuando entraron a la capital, la historia de la isla cambió para siempre.

A partir de entonces y en los últimos sesenta años, la Revolución se apoderó de todos los aspectos de la vida de Cuba, incluso de cómo se llamarían los años. Mi biografía sigue la línea del tiempo de una Revolución que muy pronto pasó de utopía a pesadilla.

Según el calendario revolucionario, el año en el que nací es el Año de la Liberación. Me han dicho que debajo de mi cuna se ocultaron armas. Mi padre simpatizaba con el Movimiento 26 de Julio de Castro y envió dinero y medicinas a la Sierra Maestra. Mi madre era católica y apolítica y se enamoró de él bailando “Camarera del amor”, que sonaba en la vitrola de un bar junto a un muelle habanero. Iban a nombrarme Patria, pero se decidieron por Zoé, que quiere decir “vida” en griego. Fue una buena decisión, mi patria no me iba a pertenecer. Ni a mí ni a los otros cubanos exiliados.

1960, Año de la Reforma Agraria. Se impuso una ley que, parecía, iba a repartir las parcelas por igual, pero muchos campesinos perdieron sus tierras. Ese año, mi padre perdió sus dos mueblerías. La Revolución le quitó todo y un amigo suyo fue fusilado. Mi abuela lloraba por el expresidente Fulgencio Batista, quien huyó de la isla. Mi madre lloraba por mi padre y cuando cortaba cebollas. En ese año agrario mis padres se divorciaron y mi madre y yo nos mudamos a un estrecho cuarto en un solar.

1961, Año de la Educación. Cuando la Revolución y yo teníamos dos años, Castro emprendió una campaña de educación cuyo objetivo real era borrar la verdad. La nueva educación de la isla consistiría en realzar la figura de Castro y adoctrinar a los campesinos y a la juventud. Después de condenas y fusilamientos masivos, de incontables persecuciones a religiosos, homosexuales y a cualquier persona que no pensara igual que los nuevos líderes, mi madre se politizó en contra del régimen. Mi abuela, quien jamás renunció a su religión, se mantenía sumida en un riguroso silencio. El Che Guevara fue nombrado ministro de Industria y desde entonces ya empezaba a anticiparse el estrépito. En ese año de reeducación, Fidel Castro lo dejó claro. Con una pistola en la mesa, le dijo a los intelectuales de Cuba: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. El escritor Virgilio Piñera musitó que tenía miedo. Todos tenían miedo.

1962, Año de la Planificación. A menudo la planificación significa orden y progreso, pero no en Cuba. Parece una ironía que fue entonces que Fidel Castro trastocó el orden del mundo. Al estacionar misiles nucleares soviéticos en la isla que apuntaban hacia Estados Unidos puso al planeta al borde de una Tercera Guerra Mundial. Se instauraron campos de concentración, hubo persecuciones, fusilamientos, asesinatos políticos y encarcelamientos. Comenzaron a sucederse oleadas de exilios masivos, quienes mantenían y aún mantienen a los que se quedaron. Acaso por ello 1963 fue el Año de la Organización: organizar el caos que ya empezaba a ser Cuba.

1964, Año de la Economía. Mi padre, según contaban, era perseguido por el gobierno y se mantenía escondido. Mi madre, quien trabajaba en restaurantes venidos a menos y en las labores agrícolas forzosas, mendigaba cebollas. Gimoteaba por la escasez de todo. Para el siguiente año, el de la Agricultura, mi mamá vivió alcoholizada, obligada a convertirse en heroína de los surcos de papas y de la cosecha del café de exportación.

1966, Año de la Solidaridad. Donamos bienes, viviendas y la poca comida que nos vendían mediante la libreta de racionamiento a los latinoamericanos que iban a Cuba para entrenarse como guerrilleros. Mientras la Revolución era solidaria con la causa armada regional, mi abuela murió de cáncer, sin tratamiento adecuado. Yo pasé hambre y adelgacé. Suponía que no comer era normal, en la escuela nos decían que debíamos sacrificarnos para construir el futuro.

1967, Año del Vietnam Heroico. El odio en contra de Estados Unidos se agudizaba. Nos extraían sangre para enviarlas a los combatientes vietnamitas, que libraban una guerra contra los “imperialistas”. Bajo esa excusa, a los familiares de presos políticos y a los presos los obligan a dar sangre. Ese año nos llegaron noticias de Bolivia: el 9 de octubre habían emboscado y herido de muerte al Che Guevara. Para 1968, el Año del Guerrillero Heroico, Fidel Castro se deshacía de su ficha más incómoda al inmortalizarlo: el Che se transformó en héroe.

1969, Año del Esfuerzo Decisivo. Fidel Castro prometió diez millones de toneladas de azúcar a los soviéticos. Sometió al pueblo famélico a extenuantes jornadas de zafra, morían personas en accidentes o por inanición y fatiga. Había que participar: Patria o Muerte. Este año, mi padre fue delatado y encarcelado sin juicio de por medio.

1970, Año de los Diez Millones. Pero fue el Año del Fracaso. Castro impartía sesiones demagógicas en la televisión y aseguraba que triunfaríamos. Pero no llegamos a las diez millones de toneladas. Había cansancio y desilusión. Fidel muy pronto tradujo el revés como victoria histórica. Mi vida de colegiala y de pionera —todos éramos pioneros forzosos, la organización juvenil socialista—, continuaba en la abulia.

1971, Año de la Productividad. Tras el estruendoso fiasco de la zafra “magna”, sucedió un punto de quiebre definitivo: el Caso Padilla. El escritor Heberto Padilla hizo una lectura pública de un libro suyo. Fue encarcelado y obligado a retractar públicamente sus críticas a la Revolución. Entonces el mundo vio, quizás por primera vez, lo que pasaba en la isla: no se admitirían visiones discrepantes. Los cubanos ya lo sabíamos, contra la Revolución nada. No es azar que ese año, el del poeta disidente, yo decidí ser escritora. Entonces terminé mi primer diario.

1972, Año de la Emulación Socialista. Los soviéticos cada vez más eran dominantes en la vida de Cuba y en la isla se vivía una represión intensa. A mi madre la castigan constantemente en los trabajos. Mi padre estaba incomunicado. Yo, cada vez más rebelde.

1973, Año del XX Aniversario. Ese año se conmemoró el asalto al cuartel Moncada por Fidel Castro. Yo leía más que nadie. También aprendí a bailar y a diluirme en la masa.

1974, Año del XV Aniversario. En quince años de Revolución no había nada qué celebrar. Escribía cada vez más poemas y me escabullía al mar, a las rocosas playas de Cojímar, al este de La Habana. Intentaba evadirme por cualquier vía y la literatura fue indispensable para lograrlo.

1975, Año del I Congreso del Partido Comunista. En una playa, dos militantes comunistas de provincia trataron de violarnos a una amiga y a mí. Intentamos denunciarlos y nos amenazaron con encarcelar a nuestros padres. El mío ya estaba en prisión. Tenía dieciséis años y faltaban diecinueve años más para que me exiliara de una isla secuestrada por una Revolución fracasada. En las últimas tres décadas casi todos los años bautizados por el castrismo han sido aniversarios. Es una celebración que ha empezado a girar sobre su propio eje: 1990 fue el Año 32 de la Revolución y 2018, el Año 60 de la Revolución.

Nací el Año de la Liberación y no he conocido más que una tiranía en mi país. El exilio ha significado un consuelo. En 2011, Fidel Castro pasó el mando a su hermano Raúl y este, a su vez, en 2018 puso en la presidencia a un títere. Nada ha cambiado. No existe más legado que el del terror.
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