viernes, 30 de junio de 2023

Las dos casas de Fina García Marruz.

Por Duanel Díaz Infante.


Cuando pensábamos que ya estaba cerrado el canon de Orígenes, nos sorprende, muy gratamente, la publicación de estas Pequeñas memorias de Fina García Marruz. He aquí la excelente prosa de sus mejores ensayos, intuitiva y analítica a un tiempo, lírica pero siempre contenida, que puede bordear lo cursi pero nunca caer en ello, porque está, por así decir, protegida por una inteligencia extraordinaria. Con la particularidad, ahora, de lo autobiográfico, donde Cintio Vitier había incursionado -«Raíz diaria» (1955-1956), «El violín» (1968), De Peña Pobre(1980)- pero no García Marruz. Se trata, además, no ya de un libro póstumo, sino de uno publicado siete décadas después de su escritura. El manuscrito, según señala Josefina de Diego en su presentación, está fechado en 1955. Nunca demasiado preocupada por publicar, García Marruz lo habría abandonado hasta que ahora, dos años después de su muerte, una editorial española y otra mexicana acaban de darlo a conocer.

Resulta, a primera vista, extraño que alguien de treinta y dos años escriba unas memorias de su adolescencia y primera juventud. A propósito, en una reseña reciente Ernesto Hernández Busto conjetura que el libro fue reescrito en las décadas siguientes, tras el parteaguas de 1959. «En su advertencia inicial a estas Pequeñas memorias, la autora también escribe: ‘No caeré en la fea moda de narrar miserias que a nadie faltan’, una frase que dicha a mediados de los 50 no tiene mucho sentido. La alusión a una maledicencia en boga, y el empeño en otro tipo de rememoración, purificadora y esencial, que impulsa este libro, sólo adquieren contornos precisos si se contraponen al debate sobre el origenismo iniciado por García Vega y prolongado hasta los años 90.»

Se trata de una hipótesis interesante, pero no la comparto. Me parece que este es un libro completamente escrito antes de la revolución de 1959 y mucho antes que Los años de Orígenes. Por un lado, Lezama no está; son Gastón Baquero y Juan Ramón Jiménez las dos figuras tutelares del camino poético que rememora García Marruz. Es solo hacia el final que aparecen Cintio Vitier y Eliseo Diego. Aquí se evoca el momento anterior no ya a Orígenes, sino también a Clavileño, a cuyo consejo de redacción García Marruz perteneció. Más vinculado estaría este libro, si acaso, a Espirales del Cuje que a Los años de Orígenes. Aquel primer intento narrativo de García Vega, publicado a los veintiséis años, es una suerte de memoria novelada, que termina con el traslado del narrador a La Habana en 1936, cuando tenía diez años. Las memorias de García Marruz concluyen hacia 1940. En ambos casos, el lapso entre el fin del período evocado y el momento de la escritura es de aproximadamente quince años. Hay, pues, dentro del propio grupo Orígenes, un antecedente de memorias escritas en plena juventud, aunque en el caso de García Vega se trata de un esfuerzo más literario, superficialmente proustiano. Otro ejemplo a tener en cuenta es un libro que se menciona varias veces en Pequeñas memorias, El gran Maulnes de Alain-Fournier, novela autobiográfica escrita a los veintiséis años, que aborda con un aura de misterio el tránsito entre la adolescencia y la juventud, justo los años que aborda García Marruz.  

Por otro lado, me parece que esa «fea moda de narrar miserias que a nadie faltan» a la que se alude en la nota introductoria es, en el contexto de los años cincuenta, el existencialismo. A propósito, conviene recordar unos apuntes de Vitier, publicados en 1951 y fechados en 1948, que hasta donde sé nunca han sido recogidos en libro: «La lectura de La Náusea, de Jean-Paul Sartre, me ha recordado las primeras cartas de Rivière a Claudel, sobre todo el pasaje que empieza: ‘Dos cosas sobe todo me impedirán ser cristiano: el sentimiento de la realidad de la nada, la complacencia en mi desesperación’. Y también estas líneas: ‘¡Oh, hermano mío, qué náuseas me provocan mis villanías interiores, cuánto me disgustan mis agitaciones, ese debate pueril que mantenía, cuando hubiera sido menester que me arrojase de rodillas y con la frente en el polvo!’ He aquí -en la historia más profunda del siglo XX francés- un momento anterior a los éxtasis obscenos (para usar la palabra clave que emplea el propio Sartre) de Antoine Roquentin, un momento en que la desesperación tiene el signo de lo redimible y en que se pide la respuesta a la Alegría, no al Absurdo.» («Páginas de Diario(1948)», Lyceum, agosto de 1951, p.22, traducción mía de las citas de Rivière)  

Las comunes miserias a que alude García Marruz en su nota introductoria son, me parece, estos éxtasis obscenos del existencialismo, los flujos del cuerpo que abundan en La náusea y otras obras semejantes. Y esa Alegría de que hablaba Vitier en su diario de 1948 será la respuesta de los católicos a la misma. (La Nausée se llamó primero «Melancolia», como la extraordinaria película de Lars von Trier.) El último capítulo de Pequeñas memorias se titula justamente «La dicha», y en el centro del mismo, el sexto de los once que lo componen, «Y lloró Jesús…», está la conversión, esa experiencia que no tuvieron Lezama y Eliseo Diego, quienes heredaron el catolicismo de sus familias, mucho menos Octavio Smith, que estudió, como García Vega, en colegios religiosos. Crecida en un hogar poco convencional para la época, con una madre casada tres veces y que trabajaba «en la calle», García Marruz llega a sus diecisiete años a la fe católica. Y lo hace sin sobresalto alguno: «Mi conversión careció de dudas intelectuales o de esas crisis que suelen hacerlas interesantes. No puedo ufanarme de un proceso dramático, o de una lucha que hiciese más legítima la victoria. Se trataba, en mi caso, de simple ignorancia. Una vez ilustrada suficientemente por los Evangelios y los dogmas, no sentí en mí ninguna resistencia a aceptarlos.» (Editorial Huso, Madrid, 2003, p.94). 

Hay aquí una notable diferencia con Cintio Vitier, cuya conversión fue mucho más dificultosa. Sabemos que él se hizo cristiano justo a esa edad. «Comenzó a serlo a los 17 años, por vocación propia y decisión solitaria», cuenta José Adrián Vitier. Pero fue primero protestante, como su abuelo carpintero; es solo en 1953 -el Domingo de Pascua, según Roberto Méndez- que por fin recibe la Eucaristía. Así cuenta Vitier esa experiencia en «El violín»: «Toda conversión es como una revolución íntima que vuelve a las cosas aparentemente al revés, para ponerlas al derecho. […] Canto llano dista mucho de ser un libro sereno. Contiene, por el contrario, las mayores desgarraduras y acedías que he podido expresar, porque el cristianismo, y más el cristianismo del converso, no es la serenidad, sino, precisamente, la Pasión; sólo que donde reina el sacrificio de Cristo, las pasiones, por caóticas que sean, tienen que reconocer una jerarquía y un sentido.» (Obras1. Poética, Letras Cubanas, 1997, p.204.) 

En De Peña Pobre, la conversión ocupa solo dos páginas, pero tiene todo el dramatismo que, según confiesa García Marruz, faltó a la suya. Vitier la describe como un «pasar por el horno en que la carne del alma humea y da náuseas y vómito, y se vomita un ser viscoso que era el yo, míralo, el yo con su gana caótica de violarlo todo y tragárselo en su insondable bostezo vacío, el yo hecho de nada, nutrido de sexo y de mente, el yo clandestino y demente, bicho abisal.» (Letras Cubanas, 1980, p.139) La conversión de Vitier -y es lástima que no haya dejado un escrito donde contara con más detalle por qué, si se bautizó a finales de los treinta, demoró quince años para entrar en la Iglesia, y por qué, ya siendo cristiano, pasó del protestantismo al catolicismo- es una purga; algo cuya intensidad solo se puede dar con metáforas tremendistas como «salto en el vacío», «morir y volver a nacer». 

Si hubiera que buscar un homólogo para este contraste en las canciones populares cubanas (algunas de las cuales aparecen, por cierto, en varios poemas posteriores de García Marruz), podríamos decir que la conversión de Vitier, su reconocimiento del amor de Dios, equivale a «Abandonada a su dolor» de Agustín Acosta, mientras que la de García Marruz sería como «Tu voz» de Ramón Cabrera. Si en Vitier hubo tribulaciones («Arde / como la mirra el corazón que inmolo»), espera angustiosa («llegó cansada de volar») y un súbito impulso final («abrí los pabellones solitarios / iluminé los vastos corredores»), para García Maruz la conversión fue algo más fácil, natural, fluido: «susurro de palmas», «trinar de sinsontes», «cristalino torrente cual una cascada…»

Se diría que, de alguna forma, era ya católica sin saberlo, a partir de la poesía. Cuenta ella cómo, hasta su encuentro con la obra de Juan Ramón Jiménez ,había leído siempre poetas malos, pero la clave no está en la calidad de la poesía, sino en su sentido mismo (se puede leer a poetas malos como si fueran buenos, y a poetas buenos como si fueran malos), en la función de la poesía dentro de la vida. Para García Marruz la poesía le otorga realidad al mundo; solo mediante esta, las cosas se le vuelven reales, de modo que el cristianismo no vino sino a completar, cumplir, lo que estaba vislumbrado, prefigurado en aquella. «Cuando leí el comienzo del Evangelio según San Juan: ‘En el principio era el Verbo…’, se me hizo claro por qué había sentido siempre oscuramente que el ser de cada cosa no estaba en la realidad de ella misma, por qué su simple presencia no bastaba para convencerme, como si sólo pudiera reconocerlas a través de una lejanía de memoria o de deseo, por lo que en la poesía sentía un acercamiento más profundo a las cosas». (pp.102-103) He aquí cómo la dulce, perenne nevada de la poesía desembocó en la entrada en la Iglesia, una «Iglesia que residía exclusivamente en la Eucaristía y la vida secreta de sus Santos» (p.104). 

Aunque hubo para ello un tiempo de rigor; la poesía «había preparado secretamente el camino» (p.102), pero se necesitaba, tras el primer convencimiento «de orden racional», un examen de conciencia. Ahí, entre incansables lecturas de santos, filósofos y doctores de la Iglesia, sí hubo un poco de angustia: «Esta entrada primera a lo que Claudel llamó ‘el horno de la confesión’, ese arrasado instante en que nos enfrentamos con la Verdad pura, no podía durar demasiado sin destruirnos para siempre.» (p.105) Hasta que un día, leyendo un pasaje de San Agustín, se produjo una «rara emoción», seguida de la decisión de ir a la Iglesia. Terminado ese período de ajuste cuyos detalles la autora no ofrece, «“porque su sola rozadura quema aún», y que García Marruz describe con la imagen de «aquel que recorre la casa vacía que piensa habitar» (p.101), primero con cierto sigilo y extrañeza, hasta que se hace a la misma; una vez establecida ahí, definitivamente, todo adquiere sentido, y es por esto que Pequeñas maniobras resulta un libro completo, perfecto, en tanto abarca cumplidamente esos dos hitos que, entre la adolescencia y la primera juventud, son el descubrimiento de la vocación poética y el de la religiosidad católica, vasos comunicantes para los cuales, significativamente, la autora usa la misma metáfora. La poesía es «tierra sin una sola sombra […]casa en que nunca h[a] sido extraña» (p.120) 

Pequeñas memorias ofrece, así, un valioso contexto para ese ensayo extraordinario que es «Lo exterior en la poesía», publicado en la revista Orígenes en 1947. Esa poesía extraviada en una búsqueda perenne, en un «automatismo inexorable», que ha perdido la «alegría», es consecuencia del ateísmo del siglo XX, de su exceso, de una hybris. «Hay lo que podemos llamar una distancia mágica entre el ojo y lo mirado que no puede traspasarse sin que el equilibrio interior y exterior quede roto para siempre» (Ensayos, Letras Cubanas, 2003, p.78, énfasis de FGM). La religión católica es justo esa distancia, ese equilibro, el límite que mantiene el orden, evitando que el mundo pierda su forma, como los relojes derretidos de Dalí o ese siniestro mundo cotidiano de Roquentin donde las cosas se distorsionan, se confunden, se irrealizan. 

Para un católico como García Marruz, el mundo del ateo es irreal como una pesadilla, mundo pagano, insustancial, compuesto de sombras chinescas; solo por la gracia el mundo está completo, realizado, anclado. De ahí que la imaginación, tan alabada por los surrealistas, no tenga demasiado valor. Para el surrealista, eso que percibimos como mundo real, adocenado por la razón y la costumbre, es limitado, y solo la imaginación, reina de las facultades, podrá recobrar lo que Octavio Paz llama «la mitad perdida del hombre». Para el católico, en cambio, la fe -la «sustancia de lo porvenir», no la «sustancia de lo inexistente»- garantiza la realidad del mundo, y esto en cada momento, de modo que las iluminaciones, facilitadas por drogas como la mezcalina y el hachís, no son necesarias, toda vez que «la vida es siempre, a cada instante, una resurrección. La resurrección es la experiencia elemental y continua, por eso mismo invisible.» (Vitier, “Raíz diaria”, Obras1. Poética, p.169). 

Y el mundo de la imaginación, el mundo imaginario, es el reino de la literatura, de la ficción, no de la poesía. Un adorno gratuito, cuando no un pecado: el de la lujuria intelectual, la libertad extraviada, idolizada, de los ismos del siglo XX. Refutando tácitamente el existencialismo -«estamos condenados a ser libres» fue la paradoja del primer Sartre-, afirma García Marruz: «No existe error más peligroso que el de ver en la libertad una pasión de la voluntad y no un acto del pensamiento, es decir, una visión.» Y añade: «La libertad no debe residir, pues, en nosotros, nuestra elección, sino en la visión exterior de nuestro fin, en la entrega amorosa a un objeto.» ( p.77) Los juegos literarios que ella ejemplifica en los casos de Marcel Schwob y de Borges son el término de una búsqueda incesante, laberíntica, fanática de sí misma, que sueñe terminar en lo fantástico o en la metaliteratura, mientras que «el centro mismo de toda búsqueda poética» es «descubrir la liturgia de lo real, la realidad pero en su extremo de mayor visibilidad». ( p.80)

Es justamente eso lo que ella encuentra en la tradición poética española. «Creo que pocos españoles amaban tanto a España como la amaba yo por aquel tiempo. Me hubiera hecho más feliz verla a ella y no ver el resto del mundo. Me proporcionaba uno de los goces que más ama el hombre: consentir con la voluntad libre lo que ha sido destinado de modo fatal, por la herencia y la sangre.» (p.169) Y añade: «Mi gratitud hacia ella no tenía límites. Sentía lo nuestro como algo vago, casi doloroso, inapresable, y ella me traía lo sólido, la roca cierta.» (p.170) Son palabras contemporáneas del poemario «Azules», que revelan cuánto de problema tenía la identidad nacional para García Marruz; cómo, en vez de una certeza, «lo cubano» era un malestar, una inquietud, unidos a la percepción de un peligro: «la corruptora influencia del Norte, amenazando con destruirlo todo».

Esa Cuba a la que faltaba sustancia, gravedad y tradición no era, sin embargo, un lugar feo o desértico, en el retrato que nos ofrecen estas páginas que comentamos. Se trata, como bien apunta Hernández Busto, de un libro sobre la República, que contradice la visión caricaturesca que, a partir de Los años de Orígenes, ofreció García Vega. La «lisa poesía del carretón de frutas», los conciertos de Lecuona, las conferencias en el Lyceum, las clases de filosofía en la Universidad impartidas por profesores como Mañach o Joaquín Xirau, el festival de poesía organizado por Juan Ramón Jiménez en el teatro Campoamor, la profusión de cines, los vendedores callejeros de periódicos pregonando El Mundo, La Marina y El País: es este el mundo que, varias décadas más tarde, ya en los setenta y ochenta, se evoca en poemas de Habana del Centro como «Año 30», «El afilador de tijeras», «Gardel», «Rita Montaner», «Viejos boleros», «Bola de Nieve», «Calle Águila» y «Convergencias de Miguel Cuní». Eso no era, en modo alguno, un páramo cultural, la «horrible» década del treinta que pintó García Vega. 

Casualmente, la madre de Fina García Marruz, pianista y casada con uno de los mejores trompetistas de Cuba, trabajaba en la primera orquesta de mujeres de los Aires Libres frente al Capitolio, los mismos que aparecen, con tintes más sombríos, en Devastación del hotel San Luis. Preguntado por su proyecto de «novela mala», cuenta García Vega, en su conversación con Carlos Aguilera: «Los Aires Libres eran uno de los espectáculos más lamentables, escasos, feos que pudieran verse en la Cuba de aquellos años. […] Orquestas que a mí me alucinan porque más que el kitsch son el ejemplo de un destartalo estereotipado, solidificado, compuesto por mujeres sin ningún atractivo.» (Lorenzo García Vega. Apuntes para la construcción de una no-poética (Aduana Vieja, Valencia, 2015, p.54-55.

A juzgar por el retrato de la madre de Fina García Marruz, los Aires Libres eran algo mucho menos decadente. Esa encantadora señora, en cuya casa paraban personajes de lo más variopintos y cuyo primer hijo, que había sido «secuestrado» por el padre, fue el gran músico Felipe Dulzaides, parece casi una hippie. Había querido modernizar los muebles de la sala cortándoles las volutas de arriba pero dejándoles las de abajo, y a su hija adolescente le causaba una tremenda angustia la sola idea de tener que recibir a su exquisito maestro en semejante vivienda. «En mi ingenuidad soñaba con una casa distinta para recibir a Juan Ramón. ¡Si al menos se tratase de una pobreza como la que uno veía en los libros de Azorín, parca, noblemente silenciosa, dulcemente austera! Pero era aquel desconcierto lo que me espantaba.» (p.134)

Por el otro lado de la familia, la rama García-Marruz, de mayor gravitas, está el padre, ginecólogo de renombre. Me parece que este hombre, con su biblioteca, sus ademanes y su señorío, es uno de los modelos de lo que su ensayo «Estación de gloria» (1970) García Marruz llama «ese extraño vínculo de ‘lo literario’ unido a todas las formas de la vida que existió en nuestro siglo pasado y comienzos de este por el cual el médico de corte europeo, hace saborear un giro criollo en su conversación de buenas pausas, el abogado se mostraba capaz en un discurso de añadir una voluta nueva a un exordio griego o una cita latina, una carta familiar obligaba como una pública a un estilo cuidado y ceremonioso, y las cláusulas oratorias, los epitalamios o las frases célebres diseñaban las perspectivas de un viaje, una boda o una muerte». (Hablar de la poesía, Letras Cubanas, 1986, p.383) 

El retrato de familia que ofrecen estas memorias también contradice -aunque sin intentarlo- la preeminencia otorgada a la «grandeza venida a menos» en Los años de Orígenes. Los García-Marruz Badía son una familia pequeñoburguesa, pero no obsesionada por un pasado esplendor. Viven un tiempo al borde del embargo, pasan de una casa grande en La Víbora a varias más modestas en Centro Habana, hasta recalar, por fin, en Neptuno: «llegaron los tiempos a que nos había preparado tenazmente abuela, en que hubo que reducirse y venir a La Habana, a las casas del centro en altos, de sitios sin jardín, cada una con una comodidad de menos, y que mamá encomiaba con más entusiasmo a medida que se reducían de tamaño.» (p.59) Las niñas asisten a colegios públicos y, cuando mejora la situación financiera, a un colegio de pago. Es una provisionalidad, una movilidad, distinta a la de las familias más acomodadas que se vieron obligadas, como la del propio Vitier, a «mudarse por los altibajos de la guerra» (p.147), y en cuyos muebles García Marruz, retomando aquella noción juanramoniana de la «aristocracia de la intemperie», descubre una cierta «calidad de intemperie». 

De aquel colegio privado se cuenta, por cierto, una anécdota que me parece reveladora. La directora, una señora algo estrafalaria y ridícula que suele presentar a Fina ante los visitantes como la futura Madame ‘Curí’ de Cuba, organiza un acto de fin de curso donde la niña prodigio escucha por primera vez la «Sonatina» y la «Marcha triunfal» de Darío. Oír esos poemas en la voz de aquella mujer, cuenta García Marruz, «[la] hizo separar para siempre la poesía de ‘lo recitable’, del son mudo y hondo, la música secreta, ajena al ritmo machacador.» (p.114) He ahí un primer hito de un camino poético que recibirá otro, igualmente definitorio, en el encuentro con Juan Ramón Jiménez. Al ver que a la niña le gusta mucho leer, el padre le regala la antología Poesía infantil recitable, pero como ese libro no le complace, y ella le ha hablado de una conferencia de cierto poeta exiliado español a la que había asistido por azar, el padre le regala Belleza, y ahí prende, para siempre, la llama de la poesía. «¡Cómo, Dios mío, describir el deslumbramiento de felicidad de aquellos versos, con decir que sólo entonces, y por primera vez, y de modo inolvidable, me sentí absolutamente feliz, sin una sola sombra!» (p.117)Y entonces, en lo que para mí es el centro mismo de estas Pequeñas memorias, la escritora de treinta y cinco años cuestiona -retomando su controversia con el existencialismo ateo y otras tendencias del siglo- la existencia de ese aparente azar que la llevó, con trece, a aquella conferencia donde además de oír hablar a Juan Ramón vio por primera vez a Cintio Vitier y a Eliseo Diego. «El absurdo -escribe entonces- no está nunca en el modo como han sucedido las cosas, sino en el punto en que no aceptamos que las cosas hayan sucedido de ese modo». (p.119)

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viernes, 23 de junio de 2023

Andrés Trapiello contra la mentira fundacional y las ratas de la calle Obispo.

Por Gerardo Fernández Fe.


Todos los caminos conducen a Madrid -al menos para algunos-, a las calles por las que todavía transitan los fantasmas serenos de Tristán de Jesús Medina y Gastón Baquero, solitarios y adamados, salidos de diferentes tolvaneras, cada uno con su fardo. Por esta ciudad igualmente deambulan presencias para nosotros medulares como las de Jesús Díaz y Raúl Rivero, escritores cubanos; otros dos exiliados que se opusieron a nuestra dinastía caribeña y que trabajaron por la democracia.

A semejante escenario le ha dedicado Andrés Trapiello un libro titulado precisamente "Madrid" (Destino, 2020), que es summa y tantas cosas más, al tiempo que plazas, iglesias y ferias de la ciudad laten en la ambiciosa serie que lleva por nombre "Salón de los pasos perdidos", que alcanza 24 tomos de diario y confesión, relato y novela, y cuya última entrega -"Éramos otros" (Ediciones del arrabal)- acaba de ver la luz.

Madrid está además en su libro "Las armas y las letras", que es puerto obligado en el necesario proceso de ventilación de los ocultamientos sufridos en una zona de la historia política del último siglo y de la abyección y la cobardía de no pocos intelectuales. Se ignora en nuestros predios, por ejemplo, y Trapiello ha alzado la voz para recordarlo, que Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí decidieron huir de Madrid al final del verano de 1936 -para reiniciar su andadura por Washington, San Juan, La Habana, Miami-, no por la posibilidad de bombardeos fascistas, que no habían comenzado aún, sino por la voracidad de los grupos de izquierda que intentaban purgar la sociedad y que aniquilaban a cualquiera por su vestimenta o por la estampita religiosa que llevaban en la cartera.

Esta ciudad que nos sigue siendo tan cercana campea en otro libro del mismo autor, "Madrid 1945"(Destino, 2022), sobre la resistencia al franquismo desde el Partido Comunista Español y a partir de gente simple en la que se amalgamó el idealismo, la fe ciega, la valentía, el fanatismo, la crueldad, la inmolación. Madrid está, faltaría más, en muchas de las columnas de Andrés Trapiello publicadas en estos tiempos en el diario "El Mundo" y en el suplemento literario "La lectura".

Para rematar, si algo más nos identifica con este escritor es la escena tantas veces contada de mayo de 1971, en la que él y su hermano se levantaron de la mesa en medio de una discusión con su padre, en León, recogieron un par de mudas y huyeron a Madrid para no regresar más. Muchos transitamos por el mal trago de descubrirnos en las antípodas del credo político familiar y de la doxa. Entonces uno coloca la cabeza en la almohada con la certeza de que está a punto de defraudar a la parroquia… y se lanza al vacío.

«Todos tuvimos un padre franquista (o su equivalente)», me dije al cerrar el libro y pausar el diálogo. Así pudo haberse llamado esta entrevista que el escritor español tuvo la gentileza de concederme y que concluimos en su apartamento de la calle Conde de Xiquena, con charla afable, hace apenas unos días, pocas semanas antes de que cumpliera 70 años.

***

Noto que maneja con suspicacia el término «revolución» y sus derivados. Cuando en su libro "Madrid" habla sobre la iglesia de San Andrés, dice que la quemaron «los revolucionarios» en julio de 1936». Antes, en "Las armas y las letras", contaba que ese año la ciudad «cayó en manos de los revolucionarios decididos a extirpar cualquier asomo de poder burgués y resquicio religioso». Y hasta bromea sobre el vicio primigenio de las revoluciones: destruir «toda la porcelana que encuentran a su paso y robar los cubiertos de plata con la excusa de hacer las medallas de los héroes». 

Pero en ese mismo libro también se ha referido a «republicanos antirrevolucionarios». ¿Acaso no estamos ante la clásica dupla «demócratas» y «radicales»? ¿En el fondo no es un asunto de democracia y de su polo opuesto?

La izquierda que tomó las riendas de la guerra fue desde el primer momento revolucionaria, orillando a los republicanos que, como el presidente de la República, no lo eran en absoluto. Eso fue esa guerra en un primer momento para muchos: una revolución soviética. El desarrollo de la guerra y la necesidad de unas alianzas exteriores hicieron que la izquierda acabara desterrando de su propaganda a la palabra «revolución», porque asustaba. 

Pero alguien como Clara Campoamor (que promovió la lucha por el voto de las mujeres en España y ganó), entre otros muchos, así lo vio al titular su temprano libro de 1937 "La revolución española vista por una republicana". En la guerra civil esa dupla apenas es perceptible: no es la lucha de los demócratas contra los antidemócratas. La democracia era difícil de encontrar en el bando republicano, mientras que en el otro directamente no existía. Se enfrentaban dos formas totalitarias de entender el mundo, unos mirando a Moscú y otros a Berlín y Roma.

Sin embargo, en "Las armas y las letras" asegura que «en la historia se dan, de vez en cuando, circunstancias de sugestión colectiva en las que los pueblos en masa empiezan no solo a desear, sino a reclamar de sus jefes, políticos o religiosos, la guerra y la revolución». ¿Tendrán las revoluciones algo salvífico?

El proceso se propagó en toda Europa, no solo en España. En todos los países tenían revoluciones triunfantes en las que mirarse, a las que aspirar, la comunista del soviet o la nacionalsocialista del nazi o del fascio. Ya no eran utópicas, sino reales. Esta ilusión prendió sobre todo en las masas más desinformadas. Tal y como sucede en la actualidad con los diferentes populismos de izquierdas o de derechas que estamos viendo en Europa o Latinoamérica.

¿Pudiera esbozar aquí tres líneas didácticas sobre «checas», «sacas» y «paseos»? Soy nieto de españoles, en mi entorno solo se dio una versión de la Guerra Civil, relato sostenido durante décadas por el castrismo. Esas palabras que le menciono todavía no existen para ellos. 

La cheka o checa fue un calco de la institución creada por el soviet como centro de detención, interrogatorio, tortura y depuración. Sacas, se aplicó a las distintas extracciones ilegales de las cárceles, en las que estaban detenidos, con o sin juicio, elementos derechistas, para ser posteriormente asesinados, bien individualmente, bien en grupo, incluso en masa, como ocurrió en los famosos asesinatos de Paracuellos, en los que fueron asesinados más de dos mil personas. El paseo es una palabra que se acuñó precisamente entonces en Madrid en su sentido criminal: llevarse a alguien a asesinarlo, para darle el paseo.

Mucha gente ignora que a inicios de la Guerra Civil circulaba en Madrid una revista llamada El Mono azul, dirigida por Rafael Alberti y María Teresa León, que tenía una sección titulada «A paseo», en la que se llamaba a «pasear» a escritores e intelectuales que no eran afines con la revolución. ¡Hasta Unamuno fue mencionado en aquel libelo! ¿Por qué cree que hablar de episodios similares sigue siendo incómodo?

Esa sección de El Mono Azul era una «gracieta», una “broma”, pero todo el mundo entendía qué había debajo de ella, que no era otra cosa que una invitación a la delación (los “paseos” de El Mono Azul estaban dirigidos a personas que o bien estaban fuera de Madrid, como Unamuno, o en paradero desconocido, acaso escondidos en la ciudad) y al asesinato. La incomodidad para la izquierda vino de su incapacidad para asumir los crímenes de su bando. Aún hoy la posición de la mayor parte de la izquierda es esta: los crímenes y tropelías de la derecha estaban organizados y planeados desde la cúpula del poder fascista; los crímenes del bando republicano se debieron a irresponsables que actuaron por su cuenta. Ninguna responsabilidad, por tanto. Y claro que esto es falso, la República es tan responsable de los crímenes de la República, por acción u omisión, como lo son del otro bando las autoridades franquistas.

Dice en Éramos otros que «en la retaguardia nadie lo pasó tan bien ni comió mejor (…) ni se alojaron con más lujo» como el matrimonio Alberti/León. Si hasta engordaron, según los diarios de Carlos Morla Lynch, mientras la gran mayoría de la población perdía peso.

Lo cuenta Morla, el amigo íntimo de Lorca, en los diarios de la guerra, cuando dio tanto asilo en la Embajada de Chile en Madrid. Su caso es único: él solo salvó a más de dos mil personas con serios peligros de ser asesinadas, pero quienes finalmente se pusieron esa medalla fueron el embajador Aurelio Núñez Morgado, un franquista pregonado, y el cónsul Pablo Neruda. Ambos salieron huyendo de la ciudad cuando cayeron las primeras bombas. Morla, que tenía la cabeza en la derecha y su corazoncito a la izquierda, es un cronista muy ecuánime. Pariente y colega de aristócratas y derechistas, pero amigo también de artistas y poetas de izquierda. Sus diarios son extraordinarios.

Hace unos años usted y otros intelectuales españoles se plantaron ante la tumba de Manuel Chaves Nogales en el cementerio de North Sheen, en Londres. Fue un acto de reivindicación de un periodismo en desacuerdo con sectarismos y partidismos. Gente como Chaves Nogales o Clara Campoamor fue vapuleada por ambos bandos durante y al terminar la guerra.

Fue un acto de reparación, aunque de escaso alcance. La izquierda radical española que hoy está en el Gobierno le reprocha incluso que se exilara al principio de la guerra, que no se quedara. ¿Pero para qué iba a quedarse? ¿Para ponerse a las órdenes de Alberti, Bergamín y cuantos estaban, ellos, a las órdenes de Stalin y de sus servicios secretos, verdaderos amos de la política republicana durante la guerra? 

Con Clara Campoamor han transigido por su lucha a favor del voto de las mujeres. Pero también se les atraganta. Solo este dato: el libro de Campoamor se publicó en francés y tuvo varias ediciones. En 2002 se tradujo por primera vez y se publicó en España: pues no tuvo ni una sola reseña en los periódicos ni de historiadores ni de literatos y políticos. O sea, que aquí la verdad se busca, sí, pero sin prisas.

Ha dicho que varios escritores se las agenciaron durante el franquismo para dejar una imagen de rebeldía, de iconoclastia, pero que al final supieron cuidarse muy bien y que nunca dejaron de formar parte del sistema. Pienso en Cela, en Umbral. (Como sabrá, nosotros los tenemos también en Cuba). 

Hay una expresión en Éramos otros que resume lo anterior, cuando dice que entonces «se podía no ser franquista haciendo las cosas que el franquismo quería».

Pues ya sabe entonces de lo que hablamos. Son esos oportunistas que se mueven admirablemente sin exponerse nunca. Al margen de las virtudes que tengan como escritores, si las tienen. Debería hacernos pensar este hecho: casi todos los escritores del exilio acabaron publicando sus libros en España durante el franquismo, al igual que lo más importante de la literatura catalana se publicó en catalán y en Cataluña durante el franquismo. 

Y lo mismo se puede decir de los escritores más importantes de después, que aunque fueran antifranquistas escribieron y publicaron la totalidad de su obra aquí, desde Claudio Rodríguez o Ferlosio, hasta Marsé. Y cuando no es así, en el caso de Blas de Otero, Gil de Biedma, León Felipe o Alberti, lo que la censura franquista suprimió no hizo mella en el conjunto de sus obras. No estoy diciendo que la censura no tenía importancia ni que las autoridades no fueran ejecutores de una dictadura. Quiero decir que los españoles que tenían interés en leer lo que querían, podían hacerlo, y llegados los años sesenta, la dictadura, en lo tocante a literatura, hizo la vista gorda, convencida de que poetas y literatos eran todos unos pobres diablos. Y en cierto modo así era. Franco, como es notorio, murió de su muerte y en la cama.

En noviembre de 1968 el escritor cubano Lorenzo García Vega llegó a Madrid, exiliado. Poco después apuntaba en su diario que «la buena muchachada intelectual (…) juega a la izquierda». Uno de esos días tuvo un encuentro con Buero Vallejo, quien le recomendó que tuviera mucho cuidado con lo que hablaba, pues en el mundillo intelectual de la ciudad no se veía bien emitir «opinión contraria al sistema político imperante en Cuba».

Resulta curioso que en pleno franquismo se haya producido una subcorriente de izquierda suficientemente reaccionaria como para no permitir siquiera, incluso a nivel de bares y cantinas, un debate sobre el proyecto cubano, en el que, por cierto, todavía estaban vigentes los campos de trabajos de las UMAP para religiosos, extraños, iconoclastas y desviados…

Bueno, y no está dicho como excusa, es un fenómeno internacional. La cultura ha estado mayoritariamente en la izquierda desde la noche de los tiempos. Y en esa misma noche seguimos. Recuerdo a una pareja de escritores españoles presumir de haber estado cenando la víspera con Fidel Castro, lo declaraban con orgullo. Abelardo Linares, el poeta y librero de viejo que durante unos años viajó mucho a Cuba, se hallaba presente en aquella conversación y les afeó a sus amigos que hubieran estado con un dictador tan repulsivo. Se defendieron diciendo que lo habían hecho porque Castro era una «figura histórica». Linares les preguntó si habrían ido a una cena con Pinochet, que también lo era. Esa misma izquierda reaccionaria es la que hoy gobierna en España, pero han ampliado su horizonte a Venezuela, a Nicaragua, a Bolivia… países con índices democráticos inexistentes.

De todos modos, es una izquierda bastante esquizofrénica, porque en muchos aspectos no se distingue de la derecha reaccionaria, viven como capitalistas, ganan como capitalistas, tienen sus empresas, explotan a sus empleadas del hogar como los de derechas, frecuentan restaurantes caros (generalmente con dinero público), compran sus casas de lujo (con el que ganan en el Gobierno). Así que de la izquierda les queda solo la jerga y la demagogia. Basta mantener con alguno de ellos una conversación de cinco minutos sobre memoria histórica. 

Esto se vio en España: teníamos una banda terrorista en casa, asesinando a mansalva, pero ninguno de los que asistieron al festival de cine de San Sebastián se quiso poner una pegatina con un «No a ETA». En cambio, lucieron otras con «No a la Guerra». La guerra de Irak, a cuatro mil kilómetros., no les dejaba dormir, pero con los asesinatos a dos pasos de su casa dormían a pierna suelta. Y así, los asesinatos franquistas de hace noventa años, cuyas víctimas directas habían decidido olvidar, les parecen intolerables a algunos nietos y biznietos, pero las víctimas de los asesinatos de ETA no les merecen desvelo alguno. Como resumiría Baroja: Bah.

Los silencios y los ocultamientos que se siguen produciendo sobre la Guerra Civil Española -como el del horror de Gerardo Diego ante la quema de más de 30 iglesias en Madrid en 1936, o como la amistad secreta entre Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera-, demuestran algo que usted ha manejado durante años: que los vencidos terminaron imponiendo su relato ante el resto del mundo, y que así ha perdurado.

En realidad, el relato político interesado se produjo por ambos bandos. Pero del cultural y literario se ocuparon casi exclusivamente los de izquierda. Así lo reconoció con pesar Dionisio Ridruejo al acabar la guerra. Desde ese momento la derecha ha ido al rebufo de las historias interesadamente manipuladas o soslayadas o negadas por la izquierda. Piense en que lo más importante de la literatura catalana se publicó en catalán bajo el franquismo y que poetas como Blas de Otero, Gil de Biedma, José Hierro, publicaron todo bajo el franquismo, salvo algunos poemas antifranquistas que sus propios autores, y por suerte la posteridad, olvidaron en cuanto Franco murió.

La disputa política entre familiares ha sido una de las especialidades de la casa en Cuba durante el último medio siglo. Muchos estamos marcados por ese hierro candente que toca la fibra de lo emocional. ¿Qué le pasó en 1971?

Mi hermano y yo tuvimos una gran discusión con nuestro padre. La excusa fue, en efecto, política. Habían encontrado escondido debajo del colchón de mi cama cinco números de Mundo Obrero, el periódico del Partido Comunista, que me los había pasado una prima mayor que vivía en Madrid y de la que yo, con 17 años, estaba perdidamente enamorado. En realidad, quería irme de mi casa en León y vivir ese gran amor en la capital. Aquellos periódicos fueron una excusa, aunque el ambiente en casa sí era irrespirable por las discusiones políticas continuas. Una de esas chispas desencadenó la deflagración. Ese día me secundó mi hermano mayor, por lo que nuestro padre nos echó de casa. Era el 4 de mayo de 1971, día en que él cumplía cincuentaicuatro años. 

Entonces nos vinimos a Madrid, que era lo que yo quería. A las tres o cuatro semanas mi hermano regresó, pero yo seguí cinco o seis meses más, lo que duró el amor de mi vida. 

Mi padre era de una familia de derechas. Al estallar la guerra, los izquierdistas del pueblo los buscaron a él y a mi abuelo para «darles el paseo», pero consiguieron huir. A la semana, las fuerzas de derecha tomaron la zona y supongo que «pasearían» a los que habían querido «pasearles» a ellos, si no lograron huir también. 

Mi padre se afilió inmediatamente a Falange Española y con 19 años se alistó como voluntario para ir al frente. Estuvo en la guerra los tres años, fue herido en Teruel y condecorado cuatro o cinco veces. Tras la guerra abandonó la Falange, pero nunca dejó de ser un franquista convencido. Era un hombre políticamente exaltado, de profundas convicciones católicas, aunque era una buena persona, cabal y de palabra.

En varios espacios ha insistido en la manera en que no pocas víctimas se convierten en victimarios, repitiendo un patrón de imposición y de violencia. Para un país como Cuba, que ni siquiera ha dado sus primeros pasos hacia la democracia y que debería prestarle mucha más atención a la Transición española, ¿cuál cree usted que pueden ser los retos y los riesgos?

La víctima que se convirtió en victimario, y al revés, el victimario que acabó como víctima, solo querrán que se hable de su condición de afectado. En un caso cree que la injusticia que sufrió justifica la venganza y en el otro que las sevicias cometidas por él deben olvidarse porque han quedado atrás. En ese punto, normalmente alejado del momento en que se cometieron unas y otras, es cuando victimarios y víctimas han de pactar y transigir. Esto se hizo durante la Transición en España.

En Cuba será difícil todavía, porque los victimarios, ese Gobierno comunista, sigue empeñado en causar injusticia y dolor a millones de cubanos. Lo raro es que no haya habido aún revueltas de peso. Tampoco las hubo en España contra el franquismo. Es algo inexplicable y milagroso que finalmente la transición fuese pacífica y tan eficaz.

En el otoño de 1995 formó parte de una delegación de escritores españoles que visitó La Habana durante los últimos meses del mandato de Felipe González. Cuenta en Do fuir, el tomo correspondiente a ese año en Salón de los pasos perdidos, que le llamó la atención que en la calle todos hablaban de dinero, del precio de las cosas, de cómo conseguirlas, de lo que no hay. 

Una amiga que trabajaba en el Ministerio de Cultura me metió en ese viaje aprisa y corriendo, cuando uno de los escritores de relumbrón se cayó del cartel a última hora. De todo di cuenta en muchas páginas de Do Fuir, en efecto. Se sabía que González perdería las elecciones y fue, como si dijéramos, un acto de amor último del Gobierno socialista hacia el dictador cubano. Cabrera Infante arremetió contra ese viaje y los viajeros en un artículo en El País, que contesté. Porque yo iba allí con la ilusión de ser testigo de una revuelta popular contra los Castro y toda su camarilla, al modo de la que hubo unos años antes contra Ceaucescu en Bucarest. Mala suerte, porque no. Ni siquiera acudió el dictador a un acto de la embajada, en el que habían anunciado su asistencia. Y lo mismo, me imaginaba cómo no le daría la mano cuando llegase el momento. Tampoco. 

Tuvo uno que resignarse con leer unas cuartillas en el Capitolio de La Habana: «Un régimen que trae a su Parlamento a hablar a los poetas, y a los políticos los tiene en la cárcel, es un régimen demencial», empecé. Claro que dio igual, solo había treinta o cuarenta asistentes, entre ellos la mitad de la policía política, que se pasaron toda mi intervención tomando notas. No me habría hecho ilusión que me llevaran preso, porque eso solo decora en los escritores revolucionarios, pero estaba dispuesto a rendirme en cuanto vinieran a detenerme. No pasó nada. En Cuba, en ese momento, no pasaba nada. Bueno, la gente tenía los tres famosos problemas (desayuno, comida y cena) que no le dejaban a nadie un minuto libre para ser valiente. Vivían todos como cuando Franco: pensando en el día en que Castro despareciera, porque nadie iba a tener nunca el coraje de echarle. Eso fue hace casi treinta años, y siguen en lo mismo. Allá ellos.

Escribió sobre la desilusión de un hombre de izquierdas como el novelista Juan Marsé durante ese viaje y la manera en que huía para refugiarse a su habitación del hotel y no seguir observando una realidad demasiado dura para sus ojos. El hombre había estado en La Habana en 1967, lleno de ilusiones, pero ahora constataba lo peor.

Marsé andaba medio alelado todo el día, sin acabar de creerse lo que veían sus ojos. Había estado en La Habana cuando Castro compraba a los escritores extranjeros de izquierdas con ron y putas, y recordaba aquello como el paraíso. Le decía a Antón Arrufat, muy apesarado, como si acabaran de darle un gran disgusto: «Ya, todo funciona mal, no hay alimentos, los balseros prefieren que se los coman los tiburones a tener que pasar un día más sin poder comer, y la Revolución ha sido un fiasco, ¿pero verdad que Castro es un hombre honrado, que hace lo que puede?». Arrufat me miraba sin decir nada, preguntándome con la mirada: «Oye, ¿y este quién es? Parece tonto». Al cubano acababan de sacarlo de la biblioteca en la cual lo habían confinado a barrer y fregar los suelos durante diez o quince años. 

Recuerdo una discusión muy divertida con Jesús Visor, quien viajaba a menudo allí y regalaba libros de su colección para que los niños cubanos tuvieran algo que leer. Yo estaba contando en la taberna esa a la que iba Hemingway que acababa de ver tres ratas muertas en la calle Obispo, y Visor me dijo de una manera desagradable y tajante, como si uno fuese un quintacolumnista: «Eso es mentira, en Cuba no hay ratas muertas en la calle». Me encogí de hombros y no dije nada. De allí a un rato salimos y acabamos en la calle Obispo. Cuando llegamos a la primera rata, no dije nada. Lo llamé y levanté el dedo índice. Dijo: «Qué raro, llevo viniendo desde hace veinte años y esta es la primera vez que veo una cosa así». Al llegar la segunda, levanté el índice y el dedo corazón. Esta vez tampoco dijo nada. Y con la tercera lo mismo, pulgar, índice y corazón. Pero esa vez no se pudo aguantar y soltó de muy malhumor: «Joder, tú solo ves ratas». 

Es verdad lo que decía Franz Hessel: solo vemos lo que nos mira. A los intelectuales de izquierda la miseria, la pobreza y la falta de libertad no los miran.

Resulta reveladora la imagen de la escritora Fina García Marruz interrumpiendo en varias ocasiones la conversación con ustedes en su casa para levantarse a comprobar si ya había llegado el suministro de agua. Algo tan simple y significativo…

Fue una entrevista triste, porque le teníamos mucho cariño a Cintio Vitier, su marido, y ella estaba muy fanatizada. Era ella quien soltaba las soflamas políticas, en ese momento contra Estados Unidos, que apretaba mucho el cerco. El fanatismo, sin embargo, le impedía ver la anomalía que era que no hubiera suministro de agua ni luz eléctrica en las casas, con cortes todas las tardes. A ambos les parecía que era un sacrificio pequeño que había que hacer por la Revolución, que hacía por los cubanos unos sacrificios tan grandes. Era enternecedor verle soltar a los vecinos que vivían en un segundo o tercer piso una cuerda con garrafas atadas a un cordel para que los del camión les suministraran una ración diaria.

Ha dicho en Éramos otros que la labor de la Ilustración no culminará hasta que la bandera de la hoz y el martillo no sea repudiada en las calles de medio planeta de la misma manera que lo es la de la cruz gamada…

Y, aunque sea de modo simbólico y en efigie, hasta que no se instruya un proceso de Nüremberg contra las élites comunistas del mundo. Ese es un camino que en medio de todo ya ha hecho la iglesia católica, reconociendo las barbaridades de la Inquisición y su quema de sabios. No sirve de mucho, porque a las víctimas no les devolverán la vida, pero pondría las cosas en su sitio en cuanto a la justicia se refiere. Pero eso no ocurrirá de momento. Al contrario, los comunistas aún siguen creyendo que el progreso y cuantos derechos se han alcanzado en el mundo occidental han sido gracias a su trabajo, y no a un sistema como el capitalismo, muy imperfecto, pero infinitamente más equilibrado y justo que cualquiera de las versiones del socialismo histórico.

¿Cree que es un escritor incómodo para la izquierda? 

Si lo soy, será por tener un origen parecido y por conocer de primera mano, mejor que muchos, sus excesos. Porque los de la derecha han sido de dominio público desde el principio, pero solo recientemente se ha sabido quiénes fueron y qué hicieron durante la guerra Rafael Alberti y sus camaradas. Y lo hemos sabido gracias a demócratas convencidos como Morla Lynch, Chaves Nogales o Clara Campoamor.

¿Por qué la izquierda suele pensar que siempre tiene la Historia de su parte?

Hombre, porque la ha tenido, entendiendo por Historia los lugares en los que se suele redactar: universidades, periódicos, literatura, cine… Si lo aplicamos a la historia reciente de España, todo parte de una mentira fundacional: que los mejores escritores e intelectuales tomaron en la guerra civil el partido de la República. Claro, para cuadrar ese círculo se han visto obligados a eliminar la mitad de la ecuación: a Unamuno, Ortega, Baroja, Azorín y cien más. Para que brillaran Alberti y demás era necesario cancelar, como se dice ahora, a Chaves Nogales, a Clara Campoamor y a muchos otros. Incluso escritores liberales como Francisco Ayala se han beneficiado de esa mentira, arrumbando a otros bastante más interesantes como los hermanos Villalonga, Cunqueiro o Josep Pla.

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domingo, 18 de junio de 2023

José Saramago: el Premio Nobel que se hartó del castrismo.

Tomado de cubanet.org


Saramago fue uno de los intelectuales cercanos a Fidel Castro y a la Revolución cubana. Sin embargo, el “romance” terminó en 2003, tras el fusilamiento de los tres jóvenes que secuestraron la Lanchita de Regla.

No son muchos los escritores cuya obra trasciende más allá de su lengua. Uno de ellos es el portugués José Saramago, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1998.

Saramago nació el 16 de noviembre de 1922 en Azinhaga, Portugal, en el seno de una familia rural. Sus primeros años estuvieron irremediablemente marcados por las dificultades financieras de su familia, hecho que derivó en que tuviera que abandonar los estudios. A pesar de ello, Saramago continuó su educación a través del autoaprendizaje y la lectura.

Inició su carrera literaria como periodista y traductor, trabajando para varios periódicos y editoriales. Publicó su primera novela, titulada Terra do Pecado (Tierra del Pecado), en 1947, pero no fue hasta la publicación de su novela Memorial do Convento (Memorial del convento) en 1982 que obtuvo reconocimiento internacional.

Su estilo de escritura único y los temas filosóficos de Saramago se convirtieron en una marca registrada. A menudo, empleaba oraciones largas y serpenteantes y evitaba la puntuación tradicional, creando un ritmo distintivo y fluido en su prosa. Sus obras exploran cuestiones sociales y políticas profundas, casi siempre desafiando las normas establecidas, y cuestionando el poder, la religión y la naturaleza humana.

Una de sus novelas más famosas es Ensaio sobre a Cegueira (Ensayo sobre la ceguera), publicada en 1995. El libro cuenta la historia de una epidemia de ceguera que afecta a toda una ciudad y explora la ruptura de las normas sociales ante el caos y la desesperación. Es considerada una de sus obras maestras y también le trajo reconocimiento internacional.

Otras obras notables de Saramago incluyen O Evangelho Segundo Jesus Cristo (El Evangelio según Jesucristo), O Ano da Morte de Ricardo Reis (El año de la muerte de Ricardo Reis) y As Intermitências da Morte ( Muerte con Interrupciones).

La escritura de Saramago poseía un fuerte sentido de crítica social y política, lo que reflejaba sus propias creencias de izquierda. Fue un crítico abierto de los regímenes opresivos y defendió los derechos humanos y la justicia social. Sus obras abordaron las complejidades de las estructuras de poder y el impacto que tienen sobre los individuos y la sociedad en su conjunto.

Por muchos años, Saramago fue uno de los intelectuales cercanos a Fidel Castro y a la Revolución cubana. Sin embargo, el “romance” terminó en 2003, tras el fusilamiento de los tres jóvenes que secuestraron la Lanchita de Regla con el objetivo de abandonar el país.

“Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado”, dijo el escritor tras el suceso.

Los logros literarios de José Saramago fueron ampliamente reconocidos durante su vida. Además del Premio Nobel de Literatura, recibió muchos otros premios y honores prestigiosos por sus contribuciones a la literatura. Saramago falleció el 18 de junio de 2010 en Lanzarote, España, pero su legado como una de las figuras literarias más significativas del siglo XX sigue vivo a través de sus obras.


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jueves, 15 de junio de 2023

Che Guevara: un sociópata asesino.

Por Camila Acosta.


El Che Guevara en Naciones Unidas.

Este 14 de junio se conmemora el 95° aniversario del natalicio de Ernesto “Che” Guevara, el guerrillero argentino-cubano convertido en ídolo de la izquierda comunista y modelo de “revolucionario”. 

Sin embargo, no era más que un hombre “sin piedad, un sociópata”, según la directora de la ONG Archivo Cuba, María Werlau. La investigadora logró documentar parte de sus crímenes en su libro Las víctimas olvidadas del Che Guevara, en el cual se vincula al guerrillero con alrededor de 100 ejecuciones y fusilamientos en la fortaleza de La Cabaña y en la Sierra Maestra. 

“La mayoría de los fusilados no había cometido ningún crimen, solo el de llevar un uniforme [del Ejército de Batista]”, pero el “plan trazado secretamente por la KGB y Fidel Castro” era el de “crear terror con el encarcelamiento y los fusilamientos masivos”, dijo Werlau a la agencia EFE.

Por su parte, el escritor argentino Nicolás Márquez, en su biografía del Che Guevara titulada La máquina de matar, llega a contabilizar a sus víctimas en varias centenas; entre ellas cuenta unos 216 asesinatos (cometidos en un lapso de tres años en la Sierra Maestra, en Santa Clara y en La Cabaña), y alrededor de 1.500 personas fusiladas en La Cabaña por mandato suyo. Por eso llegó a ser conocido como “el carnicero de La Cabaña”.

Sobre la ejecución en la Sierra Maestra del campesino Eutimio Guerra, confesó en una carta de 1957 a su padre: “Sus compañeros se negaban a pasarlo por las armas. Acabé con el problema dándole en la sien derecha un tiro (…) con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto. Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar”.

Sobre su paso por La Cabaña, Márquez recoge el testimonio del comandante Dariel Alarcón (conocido como Benigno), quien fuera parte de la columna del Che. De acuerdo con esta fuente, el guerrillero argentino acostumbraba a contemplar los fusilamientos mientras se fumaba un habano. 

El sacerdote Bustos Argañaraz, quien se encargaba de brindar alivio espiritual a las víctimas antes de la ejecución, contó a Márquez que la crueldad del Che llegaba “hasta el punto de obligar a los familiares que iban a recoger los cadáveres de los fusilados a pasar por el famoso paredón manchado con la sangre fresca de las víctimas”.

Esta mentalidad genocida y violenta la expuso públicamente en varias ocasiones. En Naciones Unidas, por ejemplo, manifestó: “Fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”.


En su libro Fidel y el Che, el periodista cubano José Pardó Llada -quien acompañó al Che en sus viajes a Egipto y la Unión Soviética- recuerda una conversación con el guerrillero argentino, en la cual este justificaba las ejecuciones extrajudiciales y adelantaba una especie de filosofía del odio: “Para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. ¡Esta es una revolución! Y un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivado por odio puro”.

De hecho, en su filosofía de lucha, el odio ocupaba un lugar central: “El odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”, escribió en 1967 en la revista propagandística cubana Tricontinental.

Este odio y violencia, según decía, eran necesarios para alcanzar el socialismo: “Para lograr regímenes socialistas habrán de correr ríos de sangre y debe continuarse la ruta de la liberación, aunque sea a costa de millones de víctimas atómicas”, apuntó en 1968 en el texto “Táctica y estrategia de la Revolución Cubana” (publicado por la revista cubana Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) de Cuba.

Poco después de la Crisis de los Misiles (1962), la que casi lleva al mundo a una tercera guerra mundial, le dijo a Sam Russel, corresponsal en Cuba del periódico inglés London Daily Worker*: “Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, nosotros los habríamos usado contra el propio corazón de los Estados Unidos, incluyendo la ciudad de Nueva York”.

A las personas negras, las calificó en uno de sus diarios de viajes (conocidos y llevados al cine como Diarios de motocicleta) como “magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño, han visto invadidos sus reales por un nuevo ejemplar de esclavo: el portugués”.

De igual forma, con la venia de Fidel Castro, comandó y diseñó un campo de concentración para castigo de “desviados sexuales” en la península de Guanahacabibes, antesala de lo que poco después el castrismo masificó mediante las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP). De esta forma, su idea del “hombre nuevo” quedó plasmada en campos de concentración y labores forzadas para personas homosexuales que tenían el lema “El trabajo los hará hombres”.

Este es, en resumen, el legado funesto del Che Guevara que muchos prefieren ignorar. Pese a esto, a los niños cubanos los obligan a decir diariamente en las escuelas “Seremos como el Che”. Sin embargo, el mundo deberá recordarlo como lo que realmente fue: un sociópata asesino.

*Las declaraciones al London Daily Worker fueron republicadas en la revista TIME, el 21 de diciembre de 1962.

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sábado, 10 de junio de 2023

Vuelven los rusos a Cuba: transculturación y neocolonialismo.

Por Víctor Manuel Domínguez.


Vuelven los rusos a Cuba. Ya los tenemos aquí, como en los tiempos de Jrushchov y Brézhnev, con renovadas intenciones y apetitos.

Están de plácemes e ilusionados los ancianitos nostálgicos del comunismo soviético, las plañideras de las latas de carne rusa y los cacharreros que añoran las lavadoras Aurikas (aunque hagan ripios la ropa), las motos Berjominas, los relojes Poljot, los radios Meridian y Selena, las clases de idioma ruso por radio y el resto de la parafernalia rusa que dejó de venir en los años 90, cuando se desmerengó el imperio y nos sumimos en el Periodo Especial.

Para esos compañeritos prorrusos es como si los cubanos estuviéramos indisolublemente ligados a Rusia. Es más, para ellos es como si los cubanos naciéramos con un samovar bajo el brazo y el osito Misha, en vez de ser oriundo de Siberia, hubiera nacido en Madruga, Aguacate o Limonar.

Fosilizados dinosaurios comunistas que antes aspiraron a que el pepino encurtido, la col rellena con bastante apio, los konsomoles con camisas de nylon, las koljosianas de vestidos floreados, resplandecientes dientes de oro y axilas velludas, y los abedules en lugar de las palmas reales, fueran parte de nuestro paisaje natural.

Esos castristas-leninistas que añoran el programa televisivo 9550 cuyos premios eran un viaje a Moscú pasan por alto que hoy, sus hijos y nietos, cuando visitan Rusia es para comprar piezas de repuesto para Moskvich y pacotilla para revender en Cuba, eso si no les da por cruzar la frontera e irse a Occidente.

Como hicieron antes, en los sesenta y setenta, cuando quisieron implantar, entre otras costumbres, la de que los recién casados depositaran las flores de las bodas en los monumentos de los caídos por la causa del proletariado, aspiran a que la cultura rusa forme parte de nuestro ajiaco nacional, como lo español y lo africano. Pero no hay modo: los rusos, ni de postre.

Si alguna huella quedó de la presencia rusa en la era fidelista fue el recuerdo de los muñequitos rusos, una retahíla de nombres eslavos (Yuri, Vladimir, Alexei) y un reguero de chatarra, mucha chatarra.

Pero los viejitos sovietizantes de ayer y sus continuadores de hoy, que no encuentran de qué agarrarse para seguir a flote, insisten con la rusificación. Catetos al fin, son capaces de sustituir la caldosa cederista por la sopa salianka, atribuir a Cirilo y Metodio la inspiración de Silvestre de Balboa en Espejo de Paciencia, y de asegurar que Pepe Sánchez compuso Tristeza, el primer bolero, acompañándose con una balalaika.

¿Qué dirá de todo esto Abel Prieto, tan preocupado por la colonización cultural?

A los castristas que fantasean con que Rusia será la salvadora de la Revolución se les olvida los embarques que los rusos dieron en el pasado.

Ahora que en Bayamo abrieron un restaurante ruso, el Plaza Roja, Díaz-Canel y Manuel Marrero sueñan con llevar un día a Vladimir Putin a la Plaza del Himno Nacional, frente al restaurante, y abrazados los tres, como buenos amigos, entonar la Bayamesa y Noches de Moscú.

Se olvidan de que Putin, ese Stalin sin bigote, no tiene amigos, sino intereses. Putin solo piensa en Cuba como parte de su estrategia imperial. Para él, Cuba es solo otra pieza de su colección de muñecas matriushkas.

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domingo, 4 de junio de 2023

Silvio no oyó cantar a las langostas.

Por Luis Cino.


Silvio Rodríguez recibe el título de doctor "honoris causa" en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad de La Habana.

Según Bob Dylan en su canción "The day of the locust" (El día de la langosta), del disco de 1970 New Morning, cuando recibió el título de doctor honoris causa en la universidad de Princeton sintió que una plaga de langostas que cantaban en la distancia estaban cantando por él. 

Dylan se sentía confundido. Estaba harto de que lo consideraran la voz y la conciencia de su generación; quería dedicar más tiempo a su familia y hacer rock como se le antojara,  pero a la vez sentía que aceptar aquel doctorado era deponer su rebeldía, claudicar ante el establishment y aceptar que lo asimilara.

El pasado 2 de junio, cuando recibió el título de doctor honoris causa que le otorgó la Universidad de La Habana, en una ceremonia a la que asistió el gobernante cubano Miguel Díaz-Canel, el cantautor cubano Silvio Rodríguez no oyó el canto de las langostas.  

En Cuba tenemos muchas plagas -de cucarachas, chinches, piojos, santanillas, etc.-,  pero no hay ese insecto que arrasa con las cosechas. Aquí las langostas que hay son los exquisitos crustáceos marinos reservados exclusivamente para la elite del régimen con la que Silvio se codea, los turistas extranjeros y unos pocos adinerados. 

Pero más que por la inexistencia del insecto en nuestro territorio, Silvio no oyó cantar a las langostas, esas que acechan en nuestra conciencia, porque habiendo sido la voz de su generación, hace muchos años que arrió su pabellón de rebelde y no solo se dejó engullir por el régimen sino que aceptó convertirse en su cantor oficial y su embajador ante el mundo de habla hispana.

A diferencia del libérrimo Bob Dylan, a quien admira más de lo que suele admitir -dice que Dylan lo influyó “solo un poco”, allá por 1969-, Silvio Rodríguez, que vive bajo una dictadura y ha hecho carrera en ella y conseguido privilegios como recompensa, no es libre de expresar los retorcimientos de su conciencia, sus dudas y remordimientos. Cuando intentó hacerlo, en sus inicios como cantautor, los mandamases y sus comisarios lo sacaron de la radio y la televisión y fue a parar a un barco pesquero, el Playa Girón, adonde lo enviaron a trabajar para que purgara sus problemas ideológicos. Y aun así, tuvo Silvio la cara dura, al recibir el doctorado, de congratularse por haber vivido en “una revolución que permitía la diversidad de pensamiento”.

No en vano se jacta Silvio de ser un necio y asegura que se muere como vivió. Tan es así, que se deja manejar una vez más por el régimen, esta vez para que lo utilice como la mejor y más potente arma de que dispone para “la guerra cultural” que asegura le hace el enemigo. 

Si no dispusieran a su antojo de Silvio Rodríguez, ¿qué artista de pegada pudiera utilizar el régimen? ¿Raúl Torres, Buena Fe, Arnaldo y su Talismán, Cándido Fabré?

Tampoco escucha Silvio Rodríguez cantar a las langostas porque el doctorado honoris causa le quede grande. Bien en Humanidades porque Silvio, más que cantante, es un poeta (política aparte, pésele a quien le pese). Pero, ¿también en Ciencias Sociales?

Quisieran los mandamases y los comisarios de la cultura oficial anotarse un grandísimo tanto con que le concedieran el Premio Nobel de Literatura a Silvio, como mismo se lo dieron a Bob Dylan. Pero a otros cantautores con mayores méritos que Silvio, tan poetas como él o mucho más, como Leonard Cohen o Joan Manuel Serrat, no le han dado el Nobel, así que, por mucho que se activen en Europa los grupos de solidaridad con el castrismo y movilicen sus comisiones de embullo, es muy difícil que se lo otorguen al autor de Unicornio azul y La era está pariendo un corazón. Ojalá no le dé al castrismo por montar una perreta, tildar de fascista a la Academia Sueca y acusarla de haberse plegado a “la guerra cultural de los odiadores contra los artistas revolucionarios”.

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