sábado, 30 de enero de 2010

Desempolvando discursos, i

Por Tania Quintero.

Con las palabras pronunciadas por Carlos Manuel Valenciaga Díaz, el 27 de junio de 2002 en el Palacio de Convenciones de La Habana, en ese momento secretario personal de Fidel Castro y miembro del Consejo de Estado y del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, damos inicio a la publicación de intervenciones y discursos pronunciados por dirigentes de la revolución en distintos años y contextos. Siempre llevarán el mismo título, con un número al final, y serán archivados en una nueva carpeta, Desempolvando discursos. Cuando sea preciso, a modo de introducción, haremos un comentario, como en este caso.

Seis años después de las apasionadas palabras que más abajo leerán, Carlos Valenciaga fue separado de su cargo, sin mucho bombo ni platillo. Había comenzado a ser objetivo del Departamento de Seguridad del Estado el 16 de septiembre de 2006, por la fiesta que ese día realizó por su cumpleaños en una sala del Palacio de la Revolución, cerca de donde su jefe, Fidel Castro, se encontraba convaleciente después que dos meses antes hubiera estado al borde de la muerte.

En un video que en 2009 circuló en la Isla entre militantes del partido, Raúl Castro aparece mostrando una foto de ’Carlitos’, como por su juventud le decían, en plena pachanga, con gorra de comandante y una botella entre las piernas.

Valenciaga sería destituído en 2008. Y a modo de castigo, enviado a trabajar como un simple empleado en los archivos polvorientos de la Biblioteca Nacional, edificio situado a un costado del

Palacio de la Revolución. Una sanción subliminal: para que todos los días vea el lugar donde una vez tuvo un alto puesto y un confortable despacho.

Por la cabeza del ayudante del ‘máximo líder’ en ningún momento pasó, que la Seguridad había grabado conversaciones telefónicas suyas de doble sentido con Carlos Lage (defenestrado en marzo de 2009). Tampoco imaginó que a partir de septiembre de 2006, luego de la bachata de cumpleaños, estaba siendo estrechamente vigilado por la policía política.

Y sin imaginar (y si lo imaginaba se hizo el sueco) que le habían empezado a serruchar el piso, en julio de 2007 pronuncia un discurso en el teatro Karl Marx, en el acto de la primera graduación de la Universidad de Ciencias Informáticas, cuyas siglas, UCI, es la utilizada en los hospitales cubanos para identificar a las ”unidades de cuidados intensivos”.

En julio de 2008, cuando le quedaban pocas semanas de vida política, vuelve a hablar en la segunda graduación de la Universidad de Ciencias Informáticas, en el mismo teatro. Para cada ocasión usó distintos trajes y corbatas, pero este discurso iba a ser el último de su contradictoria existencia.

Lo ocurrido con este representante del “hombre nuevo”, cujeado al fragor de la “batalla de ideas”, en mi opinión deja dos lecciones:

La primera, la hipocresía y doble moral que en Cuba pueden tener altos cargos dentro del partido y el gobierno, que al igual que los curas suelen decir: “Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.

La segunda, la cínica forma de actuar del Departamento de Seguridad del Estado, que en cotubernio con el Partido Comunista y el Estado, en vez de llamar a contar a Valenciaga a raíz de esa celebración de cumpleaños y sancionarlo o destituirlo, le dejan dos años más en el cargo, estrechamente vigilado y ‘dándole cuerda’, para sacarlo de circulación cuando les conviniera.

Es la faceta masoquista de todos los regímenes totalitarios. En lugar de tolerar a las personas que con honestidad, ‘a camisa quitá’, sin careta, pacífica y civilizadamente, dicen y escriben lo que piensan, prefieren tener que dedicar cuantiosos recursos a estar escuchando conversaciones y vigilando a montones de dirigentes, militares, funcionarios y militantes partidistas.

Porque a medida que pasan los años, la Seguridad del Estado sabe que el descontento va en aumento. Inclusive entre quienes a voz en cuello dicen ser fieles baluarte de la revolución y leales seguidores de los hermanos Castro. Como Valenciaga dio a entender en su discurso de patria o muerte.

Querido Comandante en Jefe, querido compañero Raúl, compañeras y compañeros:

Aquí todos tenemos razones para no regresar al pasado, unos por sentirlo en carne propia y otros por sufrir en silencio lo que sus padres cuentan de aquel tiempo. La verdadera Nueva Cuba es la que tenemos desde Enero de 1959.

La frase de Fidel de que esta es una Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes es una verdad enorme en la que todos nos reconocemos.

Mi mamá fue huérfana desde pequeña. Por falta de atención médica, mi abuela murió al darle a luz y ella, mi madre, llegó a la vida sin la ternura de sus cuidados que nadie podría devolverle jamás. Antes de 1959, esa era la historia recurrente del final de muchos embarazos.

Mi abuela paterna y toda su familia, fue despojada de su tierra por un terrateniente norteamericano.

Mi padre, desde los once años tuvo que trabajar en el campo las largas jornadas de sol y esfuerzos, para un emigrante español con fábrica curtidora de piel de cocodrilos en la capital y finca de recreo en el campo.

Mi padre, entonces no podía ni siquiera soñar con ir a una escuela y nunca tuvo nada hasta que la Revolución llegó y le hizo justicia como a tantos y tantos campesinos pobres.

En tiempos de Revolución, otra ha sido su historia. Alcanzaron la dignidad de un hogar modesto, seguro, de trabajadores, con la felicidad cotidiana de ver a sus hijos crecer con todas las oportunidades al alcance de las manos, allí mismo en la propia localidad habanera de apenas diez casas.

Hijo de humildes, siempre tuve escuela. En mi escuela, que había sido un cuartel militar de la tiranía, siempre tuve los mejores libros y excelentes y consagrados maestros, y una educación que me inculcó los valores en los que creo hoy.

Esos años estudiantiles los recuerdo especialmente felices, con la posibilidad de aprender a leer, ir a las escuelas al campo, vivir los gestos solidarios entre los compañeros, asistir a los actos patrióticos, escuchar consejos de los profesores, andar las caminatas, participar en un grupo de teatro y experimentar la alegría al borde de la carretera, cuando acudíamos para agitar pañoletas al paso de la vuelta ciclística a Cuba, que era un gran acontecimiento en el pequeño poblado de mi infancia.

Sin un solo centavo y con ese ejemplo, me hice maestro. Durante mis estudios fui seleccionado dirigente estudiantil, ocupé el cargo de Presidente de la Federación Estudiantil Universitaria, un lugar en esta Asamblea como diputado y miembro del Consejo de Estado.

Nunca necesité dinero, el dinero de que dispuse entonces fue el estipendio que me dio la Revolución, junto con una beca, para que pudiera cursar la Universidad, lejos de casa.

Inesperadamente llegué a trabajar junto al compañero Fidel, sin ningún mérito adicional que no fuera su confianza en los jóvenes y en los estudiantes. Junto a él he vivido, una y otra vez, su incansable y permanente dedicación al pueblo, su capacidad de conmoverse y su extraordinaria sensibilidad humana.

Recordaba en estos días, al pensar en toda la grandeza de esta obra, en un caso que hace dos años llegó al Consejo de Estado.

En una carta, un padre desesperado pedía ayuda para trasladar a nuestro país a su hija moribunda. Deseaba cuidarla en sus últimos días, algo que le parecía en aquel instante un imposible. La muchacha, Lázara Aymara González Moreno, acompañada por su madre, había salido de Cuba cuando tenía 16 años, rumbo a Panamá, de donde viajaron a México y de allí, atravesaron un río para entrar como indocumentadas en los Estados Unidos, donde dos medio hermanos mayores de la joven, la introdujeron en el mundo de las drogas y la prostitución. Con el tiempo, la muchacha enfermó de SIDA, y cuando su padre aquí en Cuba, supo que se encontraba enferma, ya le habían desahuciado.

Del Hospital Merci, del Condado Dade, en Miami, le habían trasladado a otro centro, debido a que los hermanos dejaron de pagar los medicamentos y asistencias, sumamente costosos, y allí, en el North Shore Hospital, un centro llamado de “última estancia”, sola y abandonada, esperaba la muerte.

No habían transcurrido 24 horas de que Ismael González Roque, el padre de Lázara, entregara su carta en el Consejo de Estado, cuando el Comandante en Jefe indicó dar solución urgente a su situación, con la encomienda primero de consultar el consentimiento de la muchacha para viajar de regreso a Cuba, y después hacer todo lo imprescindible para lograrlo en el menor tiempo posible, así como ayudar al padre en lo que fuera necesario.

Tengo grabada en la memoria, la vivencia del desvelo del Comandante por este caso, en medio de otros tantos asuntos que por aquellos días lo ocupaban junto a la Batalla por el regreso de Elián; y aquel desvelo, aquella preocupación por la suerte de un padre que quería al menos ver a su hija por última vez, fue algo que no olvidaré nunca, como una lección de inagotable humanidad.

Los compañeros de la Oficina de Intereses de Cuba en Washington consiguieron localizar a Lázara, visitarla y agilizar todos los trámites imprescindibles para el viaje.

Ismael González Roque había recibido la noticia de que su hija se encontraba enferma y abandonada en Miami, el viernes 19 de mayo del 2000, y ya el domingo 28 de mayo, tenía en los brazos a su hija que apenas hablaba, que apenas pesaba unas 45 libras.

Durante treinta y dos días, los médicos cubanos del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí, con su alta preparación y profesionalidad, le atendieron con un esmero, una dedicación y una ternura que su padre evoca, convencido de que no existe dinero en el mundo con que se puedan pagar.

A este sencillo hombre de pueblo por aquellos días de sus sufrimientos, le dolía inconmensurablemente lo que intentaban hacer con el niño Elián, cómo intentaban retenerlo en Miami, allí mismo, donde su hija era abandonada a su suerte, sin medicinas y sin atenciones.

En una carta de agradecimiento, escrita después de que su hija falleciera, que me pidió hiciera llegar al compañero Fidel, Ismael, quien se encuentra en esta sala, recordaba: “…me encontraba sentado en una de las oficinas del Consejo de Estado, frente a dos compañeros que nunca olvidaré. Con qué respeto y sencillez se me estaba tratando, se me hizo una sola pregunta: ¿usted sabe si su hija está en disposición de regresar a Cuba? Les contesté: ella está abandonada y agonizando, no tiene opción. Se me respondió: ella está viva todavía y por tanto sí tiene opción. Comuníquese con ella desde este teléfono y usted y nosotros vamos a respetar su voluntad. Luego de comunicarme con ella y dar su aprobación, solo pasaron 72 horas más para recibirla en mis brazos”.

Y agregaba Ismael en su misiva: “Comandante, qué saben de estas cosas los que impunemente levantan su voz y su voto contra Cuba en la Comisión de Derechos Humanos.

“A pesar de la alta profesionalidad, abnegación y dedicación de todos y cada uno de los compañeros que laboran en el Hospital IPK, el estado avanzado de su enfermedad solo permitió alargar su vida 32 días más.

“Comandante, resulta increíble para los que no han podido vivir en esta Isla en estos últimos 40 años, lo capaz que es de hacer esta poderosa maquinaria humanitaria que usted diseñó en La Historia Me Absolverá, y que con esmero y tesón ha mantenido funcionando más de 40 años para proteger a 11 millones de cubanos.”

No nos pueden entender. No pueden comprender que ese tratamiento que allá en su país “democrático” hubiera costado decenas de miles de dólares, aquí fuese absolutamente gratis. Ismael recibió el apoyo de sus compañeros de trabajo y de su centro laboral, que no solo le continuó pagando su salario, sino que le demostró con trascendentes detalles, cuánto le estimaban. Ismael no tuvo que preocuparse porque al final de aquellas tristes semanas alguien le despidiera de su empleo; por el contrario, se recibía en el hospital un noble gesto de su colectivo: 23 donaciones de sangre.

No pueden comprender los imperialistas del Norte, que cuando murió Lázara, todos los médicos que le atendieron y nosotros, solo acudimos a Ismael para solidarizarnos con su dolor y no para pasarle una factura.

Hechos como éste son los que pretende ignorar y borrar el señor Bush.

Cuando Bush dice que el comercio con Cuba no hará otra cosa que enriquecer a Fidel y sus secuaces, yo no tengo otra opción que sonreír. Quizás esté entre los secuaces que menciona el señor Bush, categoría que me honra dignamente, pues los secuaces de Fidel, como él nos llama, no son los ladrones ni los asesinos de Miami. Quiero decirle al señor Bush que, en mi caso, en lo material no tengo más que todos los cubanos: lo necesario para vivir, lo que reciben todos. Gano por mi trabajo de hoy lo que mis compañeros del Buró Nacional de la Juventud Comunista, menos que nuestros obreros, nuestros constructores, nuestros maestros, policías, y campesinos, porque en la Revolución ellos son lo más importante y nosotros, solo somos servidores de sus voluntades. A eso nos ha enseñado el Socialismo. En cuanto a la riqueza mayor, de la que Bush carece, la riqueza espiritual, todo nuestro pueblo está enriquecido con millones de valores, que son los de servir todos los días, ser solidarios, ser justos, ser hombres cultos y libres, ser patriotas, ser fieles a nuestros héroes y edificar el futuro feliz también en otras partes del mundo con nuestro internacionalismo consagrado.

Tengo un solo privilegio en este tiempo y no pienso renunciar a él. Intento seguir el paso a una leyenda y lo hago como lo han hecho y lo hacen todas las generaciones de cubanos que saben bien de qué lado están la verdad, la independencia y la justicia, de qué lado está la historia; a un hombre señor Bush, que es Cuba, que es América pobre, que es África, que es el Tercer Mundo; a Fidel, que es nuestra grandeza mayor porque nos ha hecho comprender que la vida es para todos, saber vivir de pie.

¡Viva la Revolución!

¡Viva Fidel!

¡Socialismo o Muerte!

¡Patria o Muerte!

¡Venceremos!
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