lunes, 1 de junio de 2015

Las tres Habana de Zoé Valdés.

Por Tania Quintero.

Zoé Valdés firmando su libro en la Feria del Libro de Madrid el 30 de mayo de 2015. Foto Nuria _ab“Yo no perdí ninguna ciudad. Yo nací cuando ya la ciudad empezaba a perderse”, dice Zoé Valdes hacia el final de La Habana, mon amour (Editorial Stella Maris, Barcelona, 2015), el último libro de la escritora nacida en la capital cubana el 2 de mayo de 1959.

Si Zoé hubiera podido escoger la fecha de su nacimiento, a lo mejor hubiera escogido la década de 1940-1950, cuando La Habana era una ciudad tan cosmopolita como Nueva York, Londres o París.

Casi nace el 1 de mayo, día internacional de los trabajadores, que ese año no fue celebrado en la aún Plaza Cívica. Puede que haya sido porque los guerrilleros, con sus barbas y sus collares santajuana, en alta voz proclamaban que su revolución era “más verde que las palmas” y menospreciaban la efemérides proletaria. O tal vez porque el barbudo se encontraba de viaje por Estados Unidos, Canadá, Brasil, Argentina y Uruguay.

Y precisamente el 2 de mayo de 1959, el día que nació Zoé, el barbudo se dirigió a los reunidos en la Conferencia de los 21, en el Palacio del Ministerio de Industria y Comercio de Buenos Aires. Y como tantas cosas que entonces decía, dijo que “los pueblos de América no quieren ni libertad sin pan ni pan sin libertad” (pronto a los cubanos les faltaría la libertad y el pan sería por la libreta de racionamiento, implantada en marzo de 1962, poco antes del tercer cumpleaños de Zoé).

Cuando el barbudo habló en la Plaza fue el 8 de mayo. A esa hora, la madre de Zoé estaría dándole el pecho o cambiándole el culero a su bebita de seis días de nacida. El acto marcaba el cierre de la primera gira internacional del barbudo (su primer viaje al exterior fue a Venezuela, en enero del 59). En el discurso de nuevo saldrían a relucir sus supuestas intenciones democráticas: “Nuestro respeto a todas las ideas, a todas las creencias (…) La Revolución respeta el derecho de hablar lo mismo al derechista que al izquierdista (…) Por eso puede considerarse la Revolución más humana y más democrática del mundo, porque no persigue a ninguna idea”.

Zoé tuvo la desgracia de ir creciendo a la par que el barbudo hablaba y todo tipo de disparates económicos se le ocurrían, mientras La Habana se iba cayendo a pedazos. Es lo que le tocó. Pese a las peroratas, a la destrucción de la capital y las penurias vividas en su niñez, supo sobreponerse y ser feliz en su patria chica.

Para quienes nacimos y vivimos en El Cerro, Diez de Octubre, Marianao, La Lisa, Regla, Arroyo Naranjo, Boyeros, Cotorro o San Miguel del Padrón, el libro de Zoé Valdés nos permite descubrir escondrijos de la Habana colonial, construida con piedras, maderas preciosas y sudor de esclavos, libertos y peninsulares. Pese al calor, las durísimas condiciones y los cientos de accidentes laborales que en aquella época deben haber ocurrido, colonizadores y colonizados nos dejaron una de las urbes más bellas del Nuevo Mundo.

Y en muchos de los sitios de la vieja Habana nos adentra Zoé. También en localidades de sus años mozos, como Cojímar, Guanabacoa, El Vedado y Habana Campo, la provincia rural que siempre alimentó a la urbana.

De su mano vemos filmes en los cines Actualidades, Verdún, Majestic, Universal, Capri, Cinecito, Payret, Rex, Duplex, Fausto, América, algunos ya desparecidos, otros en estado deplorable. Visitamos la ‘casita’ de Martí, en Paula 102 y subimos al Cristo de la Bahía, escultura de Jilma Madera (1915-2000). Entramos al Slopy’s Joe y conocemos a un niño que dice llamarse Charlie. Y a cualquier hora del día o la noche, con Zoé nos sentamos en el muro del Malecón, seña de identidad del habanero.

Nos enteramos que en vez de escritora pudo haber sido trapecista, si hubiera seguido dando clases en el circo ambulante donde la abuela apuntó a su inquieta nieta, a veces montando bicicleta por la Alameda de Paula, brincando por los parques, inventando poemas o preparándose para hacer la primera comunión.

Una niña que todo lo escudriñaba, tocaba, olía. Cualquier personaje la intrigaba: el Caballero de París, Farolito o La China, la loca más famosa que hubo en La Habana y según la leyenda, hija de los dueños de La Casa de los Tres Quilos (centavos). La primera fue inaugurada en Monte y Estévez y la segunda en Reina y Belascoaín.

Muchos aguaceros después, las dos populares tiendas, ubicadas en céntricas calles habaneras, serían reconvertidas en ‘shoppings’ por los recaudadores oficiales de divisas. Los mismos que en 1959, el año en que Zoé nació, parecían que habían llegado al poder para consolidar los logros alcanzados por una pujante burguesía nacional y un poderoso empresariado cubano-extranjero. Pero lo que hicieron fue comenzar a destruir y reprimir. El proceso de destrucción ya cumplió 56 años, los mismos que el pasado 2 de mayo cumplió Zoé Valdés.

Sabía que ella tiene una gata llamada Sócrata, pero por el libro me entero que ya tuvo otra igual y un buen día desapareció por un rincón de la Habana Vieja. Por eso a la nueva Sócrata, que un 17 de diciembre, día de San Lázaro, le trajo su hija Luna, no la deja ni asomarse al balcón.

Cuando uno vive en una ciudad sin mar, el río más cercano es capaz de imaginarlo de un azul intenso, el color del Oceáno Atlántico, el que baña La Habana, la ciudad que siempre será su ciudad, aunque desde 1995 reside en París y viaje a menudo (acaba de estar en Sevilla, Cádiz, Marbella, Jerez de la Frontera y Madrid, presentando su libro).

En esta escritora viven tres Habana: la vivida, la añorada y la soñada (en sus sueños, a los cubanos no les falta pan ni libertad). Las tres aparecen en su libro, junto a seres queridos (su abuela, su madre y su amigo Ramón Unzueta) y gente que admira: la Condesa de Merlin, Dulce María Loynaz, Guillermo Cabrera Infante, Lezama Lima y Reinaldo Arenas.

Pero la condición de habanera auténtica no se la dan las tres Habana que Zoé Valdés lleva dentro, reflejadas en casi toda su obra literaria -veintiséis libros y siete guiones o textos cinematográficos que le han hecho acreedora de una docena de premios y reconocimientos- si no por la sangre irlandesa, china y cubana que corre por sus venas. Si algo distingue a un habanero de pura cepa es su mestizaje.

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