Por Darío Alejandro Alemán.
Salvo excepciones, lo que la comunidad internacional parece no perdonarle a Nicolás Maduro no es su forzosa negativa a revelar las actas electorales, sino que haya amañado los comicios a su favor y, aun así, perdiera en las urnas. Si hubiera ganado la mayoría de votos, como dice que pasó, y luego mostrado al mundo las dichosas actas para avalar su victoria aritmética, lo más probable es que quienes hoy le exigen transparencia habrían aceptado un tercer sexenio suyo sin reparar demasiado en que el proceso electoral que culminó el 28 de julio, como otros bajo su mandato, fue desde el principio cualquier cosa menos democrático.
Durante la última década, el chavismo enfrentó varias crisis políticas internas que resolvió, en cierto modo, como pretende resolver esta: mediante la violencia. Muchos venezolanos se lanzaron a las calles en protestas antigubernamentales en 2014 y 2017, y Maduro ordenó reprimirlas sin miramientos. El saldo conjunto fue de al menos 167 muertos, más de dos mil heridos y cerca de seis mil 800 detenciones arbitrarias. En ambas ocasiones, la violencia desatada fue criticada por buena parte de la comunidad internacional. Se le impuso sanciones económicas a Venezuela y algunos países declararon personas non grata a Maduro y otras figuras del chavismo. Luego, como suele suceder en estos casos, la atención internacional disminuyó gradualmente y se enfocó en otros asuntos. Al final, Maduro siguió en el poder y en el mundo todos aceptaron en cierto modo que Venezuela era la tercera esquina de un sólido triángulo dictatorial conformado también por Cuba y Nicaragua.
Plomo, escándalo y silencio fue, a grandes rasgos, la secuencia de hechos que definió aquellos dos momentos. Y es por lo que Maduro parece apostar ahora. Sin embargo, este podría ser para el chavismo un error de cálculo por lo menos tan grave como aquel que le hizo creer que ganaría el pasado 28 de julio.
El chavismo ya no es popular.
Más allá de los resultados que apuntan a una victoria aplastante de la oposición, si algo ha quedado claro en los últimos 19 días es que el poder del chavismo no se sostiene ya en la mayoría absoluta de ciudadanos que alguna vez creyó en el proyecto de la revolución bolivariana, sino en las estructuras militares y paramilitares a las que Chávez dio forma, casi a manera de legado, para garantizar que su régimen le sobreviviera. Y, en la cima de esa estructura, un puñado de sátrapas y dos mil generales -900 más que el ejército de Estados Unidos- dispuestos a todo para defender al gobierno que los instituyó en una casta.
Bajo el gobierno de Maduro, el régimen ha perdido las bases populares de las que presumía en tiempos de Hugo Chávez, y no solo porque al heredero le falta el carisma y la astucia política que le sobraba al fundador. Con Chávez, Venezuela vivió los tiempos dorados de inicios de los dos mil, cuando los precios de las materias primas se dispararon y la renta petrolera le permitió al gobierno financiar ambiciosos programas sociales. Aquella bonanza, procurada a golpe de neoextractivismo, también benefició a otros gobiernos populistas de izquierda en la región que, con Caracas a la cabeza, conformaron la llamada «marea rosa» progresista latinoamericana. Pero sucedió que las materias primas volvieron a devaluarse, y Chávez, como Cristina Fernández, Rafael Correa y Evo Morales, se quedaron sin los cuantiosos fondos que usaban para sostener sus políticas asistencialistas.
Para cuando Nicolás Maduro llegó al poder, la época de vacas gordas estaba por terminar sin que el gobierno la hubiera aprovechado para diversificar y fortalecer definitivamente su economía. Por otra parte, el mal manejo de la política de expropiación llevada a cabo por Hugo Chávez hizo de catalizador para la debacle económica que se avecinaba. La crisis y la falta del líder carismático crearon un ambiente de descontento que fue aprovechado por la oposición para organizar las protestas de 2014 y 2017. El régimen contestó con represión y artimañas antidemocráticas cada vez menos disimuladas para sacar a sus rivales políticos de las instituciones del Estado donde aún mantenían cierta representatividad. Inmediatamente, Estados Unidos, en represalia, impuso a Venezuela duras sanciones comerciales que todavía hoy afectan, especialmente, la exportación petrolera. Como resultado, los programas sociales que le garantizaban al chavismo su base electoral fueron a duras penas sostenidos a costa de una hiperinflación sin precedentes en América Latina, que en 2018, su momento más grave, alcanzó el 130 mil 060 por ciento.
La bancarrota venezolana se tradujo entonces en dos grandes problemas: hambruna y crisis migratoria. Un extenso reportaje multimedia publicado por CONNECTAS y El Pitazo reveló que en 2018 solo el 22 por ciento de los niños en Venezuela tenían un estado de nutrición normal y que el 80 por ciento de los hogares venezolanos padecían hambre. Además, durante los primeros cuatro años del primer mandato de Nicolás Maduro (2013-2017) los hogares pobres en el país pasaron del 27.3 al 87 por ciento. La crisis provocó un éxodo masivo de casi ocho millones de venezolanos -el mayor registrado en la historia de América Latina- que ha sido calificado como una «emergencia» por la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
El chavismo ha perdido apoyo internacional.
Excepto por Bolivia, Honduras, algunos pequeños países del Caribe y los viejos aliados de Cuba y Nicaragua, la negativa de Nicolás Maduro a revelar las actas electorales del pasado 28 de julio y sus infértiles esfuerzos para validar su victoria a través de instituciones controladas por el propio chavismo han sido rechazados por la mayoría de los gobiernos del hemisferio. Incluso, varios mandatarios de la izquierda de vieja guardia (Petro, Lula da Silva y López Obrador) decidieron no reconocerlo como presidente electo hasta tanto no sea capaz de demostrar su triunfo, mientras que el joven presidente chileno, Gabriel Boric, fue más tajante al declarar que no tiene dudas de que el chavismo intenta mantenerse en el poder mediante fraude.
La situación actual de Venezuela se ha convertido en un problema tan grave para la región que las afinidades ideológicas parecen importar ya poco frente a la crisis migratoria que podría avecinarse. Antes de las elecciones, varios sondeos anunciaban que hasta una quinta parte de la población residente en el país estaba decidida a abandonarlo si Nicolás Maduro era reelecto. Los destinos serían los mismos que en oleadas anteriores. A día de hoy, la migración venezolana se reparte mayormente, en América Latina, entre Colombia (más de dos millones 857 mil), Perú (más de un millón 542 mil), Brasil (más de 568 mil), Chile (más de 532 mil), Ecuador (más de 444 mil) y México (más de 113 mil). El fenómeno también afecta a España, donde residen más de 400 mil venezolanos, y Estados Unidos, donde se estima que viven otros 545 mil.
Por otro lado, para los gobiernos progresistas latinoamericanos, Venezuela ya no es la supuesta guía hacia el «socialismo del siglo XXI» que fue en tiempos de Hugo Chávez, y mucho menos un generoso suministrador de petróleo. Más bien, podría decirse que el tema Venezuela les resulta ahora sumamente incómodo, pues suele ser usado por sus respectivas oposiciones de derecha en campañas de desprestigio: Lula da Silva en Brasil, Petro en Colombia, López Obrador en México y Boric en Chile han tenido que soportar que sus rivales políticos los acusen constantemente de ser satélites chavistas, cuando no cubanos. Por tanto, la crisis actual en ese país resulta para estos líderes una oportunidad inmejorable para acallar a sus críticos y defender la alternativa política que ellos mismos representan: la de una izquierda democrática.
Colombia y Brasil, dos potencias de la izquierda latinoamericana, han asumido el papel de mediadores en la búsqueda de una salida democrática y pacífica a la crisis en Venezuela. Durante las dos primeras semanas tras los comicios del 28 de julio, Lula da Silva y Petro -junto a López Obrador, que a última hora parece haber desistido de esta iniciativa- intentaron convencer a Nicolás Maduro de presentar las actas electorales, sin embargo, recientemente pasaron dicha petición a segundo plano. Ahora los mandatarios sugieren la formación de un gobierno de cohabitación transitorio que dé paso a nuevas elecciones, las cuales, por supuesto, serían monitoreadas por actores internacionales para garantizar su transparencia e imparcialidad.
Aunque la líder de la oposición venezolana, María Corina Machado, ya expresó su desacuerdo con la propuesta, el mensaje va destinado principalmente al chavismo. «De Nicolás Maduro depende una solución política para Venezuela que lleve paz y prosperidad a su pueblo», comienza un hilo de Gustavo Petro publicado en la red social X, donde el presidente expuso de manera resumida la iniciativa. Hasta el momento en que se escribe este texto, Maduro no se ha pronunciado al respecto, pero sí lo hizo Diosdado Cabello, uno de los más altos jerarcas chavistas, quien expresó: «Aquí no se van a repetir elecciones porque aquí ganó Nicolás Maduro».
Con Estados Unidos enfocado en sus próximas elecciones presidenciales y en el conflicto en Oriente Próximo, y con la Unión Europea centrada en frenar la ofensiva militar rusa en Ucrania, Brasil y Colombia han tenido que liderar la mediación internacional en Venezuela, que, por demás, comparte frontera con ambos. La propuesta más actual que le extendieron a Maduro quizás deba leerse como una salida pacífica que tanto Lula da Silva como Petro, muy probablemente, saben que el chavismo no aceptará. El gobierno venezolano ha demostrado que prefiere mantenerse en el poder, aunque eso implique su aislamiento en la región y en Occidente en general. De tal forma, los mediadores solo estarían intentado agotar todas las posibilidades diplomáticas antes de declarar oficialmente al chavismo como un régimen de facto.
La oposición no es la misma.
Si algo había caracterizado a la oposición venezolana es su torpeza política, lo que le permitió a Hugo Chávez convivir con ella sin que peligrara su poder - al menos después del golpe de Estado de 2002. Sus líderes carecían de astucia y perseverancia, y todos terminaron saliendo de la escena política nacional con más penas que glorias. Nunca ofrecieron a los ciudadanos una alternativa real al chavismo, sino apenas la vaga promesa de acabar con el régimen, y hasta se negaron en ocasiones a participar en procesos electorales con la excusa de que el gobierno manipularía las urnas. Finalmente, los escándalos de corrupción en que se vio envuelto el autoproclamado «presidente interino» Juan Guaidó desarticularon moralmente al bloque opositor.
El gran mérito de María Corina Machado consiste no solo en haber sacado de su crisis terminal a la oposición venezolana en un tiempo relativamente corto, sino en haber nucleado el apoyo popular que jamás tuvo. Machado, una figura más bien radical y secundaria dentro de la oposición, se reinventó a sí misma como una política moderada y pacífica, y desbordó el vacío que dejaron Capriles, López y Guaidó para convertirse en la imagen del antichavismo.
Su historia, en cierto modo, recuerda la de Violeta Chamorro, la mujer que, al frente de una coalición de partidos formada con prisa y sin muchas oportunidades, derrotó en las elecciones de 1990 al sandinismo en Nicaragua. La victoria de Chamorro se debió en gran medida a una lectura acertada de su realidad: lo que más incomodaba a los nicaragüenses entonces no era tanto la pobreza, o el temor de que Daniel Ortega terminara convirtiéndose en otro Somoza, sino la obligatoriedad del servicio militar, que llevó a muchos jóvenes a morir combatiendo a «los contras». Machado, por su parte, no enfocó su campaña en la defensa de la democracia y el fin del chavismo, como sus antecesores, sino en el regreso de los millones de emigrados y en la reunificación de la familia venezolana. Ella, además, cuenta con un programa de gobierno («Venezuela, tierra de gracia») que, aunque cuestionable, no descarta someterse a modificaciones que resulten de la negociación con otros actores políticos venezolanos.
Su previsión de que el Consejo Nacional Electoral retendría las actas hace pensar que muy probablemente haya sabido desde el principio que el triunfo en las urnas era apenas un primer paso; quizás el más sencillo de todos. Aun si Maduro hubiera reconocido una derrota, a Machado y González les esperaban seis largos meses antes de asumir el poder. De manera que el verdadero reto de la oposición siempre fue mantener movilizados a sus votantes y sostener el apoyo popular hasta el 10 de enero de 2025.
Maduro y Machado se enfrentan ahora en una carrera de resistencia que deberá mantenerse hasta la fecha de la investidura. El primero busca, mediante la represión, convertir el entusiasmo de quienes se manifestaron en su contra durante la primera semana postelectoral primero en terror y luego en desesperanza. La opositora deberá entonces encontrar la manera de no desmovilizar a la ciudadanía, sin incitar o convalidar protestas violentas antigubernamentales.
De momento, el chavismo ha tomado la iniciativa. El frenesí que movió a decenas de miles de venezolanos a tomar las calles para retirar carteles con el rostro de Maduro de la vía pública y derribar estatuas de Hugo Chávez, casi 20 días después de las elecciones, parece haber mermado ante la represión. Hasta ahora, los muertos confirmados por la violencia de la Guardia Nacional Bolivariana, la policía y los colectivos ascienden a 23, segúnla ONG Monitor de Víctimas. Y ya ni siquiera basta haber participado en las protestas para ser encarcelado. Varios reportes indican que el régimen está aplicando lo que en Venezuela se conoce como «Operación Tun Tun», una jugada paramilitar que consiste en sacar de sus casas y encarcelar a manifestantes, opositores, periodistas, defensores de derechos humanos y personas que sirvieron como testigos de la oposición durante las elecciones.
Para mañana, 17 de agosto, María Corina Machado ha convocado a los venezolanos residentes dentro y fuera del país a organizar concentraciones masivas en protesta contra el régimen chavista; y es muy probable que esta sea solo una de muchas convocatorias similares por venir. Lula da Silva y Petro, por su parte, están cada vez más cerca de agotar todas las opciones diplomáticas que garanticen una transición democrática en Venezuela. Así que, pese al panorama desolador que intenta imponer el chavismo mediante el uso de la violencia, todavía es demasiado pronto para asegurar que la vieja estrategia de «plomo, escándalo y silencio» volverá a dar resultado.