miércoles, 22 de diciembre de 2010

Persistencia del miedo.

Una anécdota no demasiado divulgada refiere que, finalizando el encuentro de Fidel Castro con los artistas cubanos en 1961, donde este pronunciara sus polisémicas "Palabras a los Intelectuales", una desconcertante -por inesperada- voz solicitó intervenir.

Se trataba de Virgilio Piñera, acaso el más inmortal y lacerado dramaturgo que pariera nuestra Isla. Un hombre frágil, que ante el Comandante de verdeolivo, con su metro ochenta y tantos y su pistola al cinto, debió parecer una insignificante brizna de hierba.

Cuentan que, una vez frente al micrófono, pálido por color natural y por rejuego de sus nervios, la intervención del afeminado Virgilio no tardó ni diez segundos:

-Lo único que puedo decir es que yo siento mucho miedo –dijo-. Solo eso. Que no sé por qué, pero tengo miedo…

Su martirizada vida no le alcanzaría para saber que no estuvo equivocado aquella vez: que sí debía temer por su destino.

Pienso en Virgilio ahora que he escuchado en boca de otro intelectual, y amigo, palabras muy similares. Sólo que, a diferencia de aquel maestro, este joven escriba sí sabe a la perfección por qué siente temor.

Se llama Francis Sánchez, y al igual que yo, vive en una pequeña ciudad de provincia, Ciego de Ávila, donde el ejercicio de la individualidad implica más riesgos que en la cosmopolita capital. Desde hace mucho su nombre es conocido entre profesionales de las letras por sus lauros literarios, y sus publicaciones en diversas revistas del país.

Quien le mira, con su cuerpo bien provisto de carnes y su bigotillo recortado, podría pensar que se trata del más complaciente y dócil de los ciudadanos. Un perfecto pater familias que, como buen cubano de a pie, sortea carencias e insatisfacciones. Y calla.

Pero Francis Sánchez carga con una cruz de ceniza en la frente: jamás consiguió renunciar a su condición de hombre libre; su condición de cubano disconforme que no sabe cómo cerrar los ojos ante una realidad que no le gusta, que no está hecha para él.

Y como buen hombre de letras, sabedor de la imposibilidad absoluta de publicar en algún medio institucional sus artículos cuestionadores, sus crónicas personales sobre el país que añora tener y no tiene, ha decidido lo que muchos de nosotros: abrir su bitácora personal. Creo, si mal no recuerdo, acaba de inaugurarla con un excelente nombre: Hombre en las Nubes.

Pero Francis Sánchez tiene miedo, y no lo oculta. Me dice:

-Tú eres un muchacho solo, Ernesto. Nosotros somos cuatro. No es lo mismo.

Y yo me siento de repente minúsculo, desprovisto de razones ante una circunstancia como esta: un cubano honesto que ha decidido, a cuenta y riesgo, poner en peligro la estabilidad de tres personas aparte de sí mismo: su esposa, y sus dos hijos. Y que lo ha decidido no como escogemos una opción frente a otra, o como barajamos posibilidades en una mesa de negociación. No. Más bien, es alguien que no ha podido contradecir a su espíritu consecuente, y que sabe que ello le resultará muy costoso, muy duro, pero que aún así cruza la delgadísima línea.

Una de sus frases se me ha quedado dando vueltas dentro como una caprichosa hoja de trébol. Me ha dicho, con sutil indignación:

-Yo siento mucho miedo no de mí, sino de qué pueda pasar en lo adelante con mi familia. Y este miedo, lo único que hace es irritarme más. Porque mi miedo es la prueba más fehaciente que tengo para denunciar el país en que vivo: ¡Yo no debería sentir miedo! ¡Yo no debería temer si lo único que pretendo es expresar lo que pienso!

Su razonamiento es más que lapidario: no, definitivamente nadie debería temer por su integridad, por su estabilidad social, si lo que quiere hacer es lo que hacen en cualquier parte del mundo los hombres libres: alzar su voz contra lo imperfecto, lo deformado, lo que consideran inaceptable. Deberían temer los terroristas, los pederastas, los corruptores. Pero los hombres con voz propia, jamás.

Sin embargo, se trata del día a día de los cubanos.

He perdido la cuenta del número de veces que he escuchado ya, en boca de unos u otros, frases como esta: "Me encantaría hacer lo que tú estás haciendo, pero yo no puedo". Y después, un largo o breve etcétera de razones que dulcifican una dolorosa realidad: que el miedo ha sido más fuerte que su necesidad de expresión.

Así como jamás faltan máscaras para ocultar los rasgos desagradables de nuestra personalidad, también para camuflar el miedo se echa mano a los más variados pretextos.

¿Cuáles son los argumentos más frecuentes que escucho en este sentido? En primer lugar, la imposibilidad de sobrevivir sin el vínculo laboral que les ofrece el Estado. Algunos afirman: "Si al igual que tú, yo tuviera al menos un familiar fuera de este país que me ayudara con mi economía, estoy seguro de que habría fundado un Partido, habría dejado de ir a las elecciones, diría en las reuniones de mi trabajo lo que creo, o me habría abierto un blog".

Otros dicen: "Si yo no tuviera una familia que mantener, hace rato que hubiera explotado y les hubiera gritado a los dirigentes todo lo que pienso de ellos".

Hay algo inobjetable, al margen del juicio ético y moral que pueda efectuarse en torno a estas palabras: jamás ha existido mejor aliado para el totalitarismo que el miedo descarnado. Si la tecnología, en este siglo, ha sido el peor de todos los enemigos para quienes pretenden controlar las mentes de los hombres, ancestralmente ha sido el temor el combustible que ha sostenido el engranaje de las dictaduras.

¿A qué se le teme en verdad en mi Cuba socialista? Vale la pena preguntárselo. No se trata del miedo a la muerte o a las desapariciones, según la usanza de otras dictaduras tropicales tipo Trujillo o Somoza. El temor de los cubanos es más etéreo, menos previsible: es el miedo a la desintegración como ser social.

La pérdida del empleo sin posibilidad de encontrar otro sustento; la difamación constante en torno a su persona; la exclusión de espacios u organizaciones a las que hasta entonces se frecuentaba, y según el caso, la prohibición de acceder incluso a instituciones culturales públicas. Además, el acoso constante que sufrirá no sólo él, sino –y peor aún- sus seres queridos, sus amigos. Y en dependencia de la solidez de sus posturas y su activismo consecuente, la represión física, y la prisión.

Por eso mientras más pienso en casos como el de Francis Sánchez, y tantos otros que alguna vez rompieron sus cadenas y decidieron jugar su propio juego; mientras recuerdo las vibrantes palabras que escuché en boca del sacerdote José Conrado: "Todos sentimos miedo. La esencia del sistema totalitario es precisamente provocar una respuesta de temor paralizante. Y no sería honesto decir que no lo sentimos. Todos tenemos miedo. El problema es cuando uno tiene que vencerlo en nombre de una gran responsabilidad"; mientras más junto ejemplos dignificantes, hermosos, más creo que ampararse en presuntos argumentos acomodaticios es una irresponsabilidad que se paga más caro aún: con el eterno pesar de la conciencia.

Luego de escuchar a Pedro Luis Ferrer citar su frase predilecta: "Nadie sabe el pasado que le espera", descubrí cuál es en verdad el más grande de mis miedos, el temor supremo que sé que no podría enfrentar: el miedo a la circunstancia futura, ante mis hijos o mis nietos, cuando debiera explicarles dónde estaba yo, qué hacía yo mientras mi país sufría de tantos miedos.

Ahora que el Presidente Raúl Castro ha expresado, con motivo del 6to Congreso del Partido Comunista, que a partir de este momento lo único necesario es que cada cubano diga su verdad, sea cual sea, y que cada quien debe hacerlo sin ningún miedo (sus palabras textuales, que confirman un secreto a voces: los cubanos sí han sentido un raigal pánico de expresar sus criterios más veraces), creo que es el perfecto momento para que todos dediquemos cinco minutos a nuestro auto examen personal, y le tomemos la palabra al General Presidente, no sea que muy pronto se nos arrepienta.
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