lunes, 28 de octubre de 2019

Un socialismo populista y con pachanga.

Por Luis Cino.

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Fidel Castro, que gustaba presumir de su independencia, a pesar del apoyo político y militar y de la millonaria ayuda que durante tres décadas recibió del Kremlin, se jactaba de que su revolución socialista era autóctona, porque no había llegado al poder montada en los tanques soviéticos, sino en los que arrebató al ejército de Batista.

Proclamarse comunista le concedió a Fidel Castro la posibilidad de hacerse con un partido único y una ideología que le permitieran el poder absoluto.

La principal peculiaridad del totalitarismo castrista fue la hegemonía no de un partido comunista, sino de un caudillo que tomó el poder al frente de un ejército guerrillero, y que sometió a su mando a la vieja guardia comunista.

Fidel Castro gobernó casi medio siglo, de enero de 1959 a julio de 2006, en un ambiente de plaza sitiada y cero libertades políticas, que tuvo como pretexto el enfrentamiento con Estados Unidos. Cuando tuvo que retirarse por enfermedad, dejó como sucesor a su hermano Raúl.

En el castrismo ha primado siempre una mentalidad pandillera: la lealtad incondicional al jefe, la movilidad constante, el secretismo, el ambiente de conspiración, el correr hacia adelante a la menor señal de peligro, el no dejarse atar las manos por la institucionalidad.

Al castrismo, que pudo haber sido otra dictadura populista más de las habidas en Latinoamérica, como la de Perón, proclamarse socialista le concedió una estatura y densidad teórica inmerecida.

En cuanto a ideología, pese al uso y abuso de la mescolanza martiana-marxista-leninista y la complicidad de algunos intelectuales orgánicos,  el castrismo carece de cuerpo y sustancia. Solo dispone de un exacerbado nacionalismo patriotero, una nutrida lista de martirologios que encabeza Che Guevara, y una historia mal contada que sirve a sus propósitos doctrinarios.

Fidel Castro quiso que su revolución fuera excepcional. Dándoselas de hereje, advirtió alguna vez que el marxismo no era un catecismo, y se las arregló para adaptarlo a sus conveniencias.

No se le puede negar originalidad al método -o la falta de uno preciso- del Comandante, con sus planes faraónicos, sus discursos interminables, su testarudez, sus bandazos y sus continuos reveses convertidos en victorias… pírricas.

En innovaciones al marxismo, Fidel Castro quiso estar a la par de Lenin. Lo que consiguió fue un socialismo populista y con pachanga, que alguna vez fue fotogénico y romántico, un modelo para el Tercer Mundo, pero que hoy, haciendo agua por todas las vías, a duras penas se mantiene a flote en su lento y penoso viaje hacia un prosaico y poco romántico capitalismo mercantilista de estado.

A pesar de que Fidel Castro, un líder carismático, logró utilizar ciertos rasgos de la apasionada idiosincrasia del cubano para sus puestas en escena en la Plaza de la Revolución, las movilizaciones masivas y las marchas combatientes, a la larga esa misma idiosincrasia imposibilitó sus desmesurados proyectos, que resultaron reñidos con la díscola naturaleza de los cubanos.

Alfredo Guevara, uno de los hacedores de las políticas culturales del castrismo, dijo en una entrevista: “No creo que mi pueblo valga la pena. Creo en sus potencialidades, pero no en su calidad. A nosotros siempre nos han querido meter en el molde de la Unión Soviética. Conversando con un intelectual francés sobre las particularidades de Cuba, en una ocasión, yo lo quería convencer de que éramos muy diferentes, y ese día lo convencí porque le dije: Sal a la calle, ¿tú crees que con esos culos y esas licras alguien puede entender Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana? ¿Tú crees que es posible eso? ¡Hay que tomar en cuenta el trópico, dios mío!”

Debe haber sido similar al de Alfredo Guevara el desdén sentido por Fidel Castro por la chusma sumisa pero indisciplinada y simuladora con la que no consiguió hacer que funcionara el socialismo que se propuso.

Por no haber estado a la altura de sus expectativas, de sus proyectos faraónicos, por ser pésimos cobayas para sus experimentos sociales, por tanto choteo, rumbantela y gozadera, el Máximo Líder impuso a Cuba una penitencia que no terminaría ni siquiera con su muerte. Sus herederos, en pleno desastre, se encargan de que se siga cumpliendo.
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