miércoles, 25 de noviembre de 2020

Fidel Castro y el ego desmesurado de los cubanos.

Por Luis Cino.

Hay muchos que dicen agradecer a Fidel Castro por haber conseguido protagonismo para Cuba y que se hable de ella en el mundo.

Esos atorrantes, para que se conozca a Cuba en el mundo, no se conforman con Varadero, Viñales, el son o el tabaco de Vuelta Abajo; con haber tenido a Martí, Finlay, Capablanca, Lezama Lima, Lecuona, Benny Moré, Cabrera Infante, Celia Cruz, Dulce María Loynaz, Alicia Alonso, Bola de Nieve, Chano Pozo, Ignacio Piñeiro, Compay Segundo y un largo etcétera de ilustres.

No les era suficiente. Ellos, desmesurados, precisaban, para que se conociera a Cuba en el mundo, de un megalómano que desafió a los Estados Unidos e implantó una dictadura comunista 90 millas al sur de Key West; que estuvo a punto de provocar una hecatombe nuclear en octubre de 1962; que cundió de guerrillas las selvas y montañas de América Latina; que durante casi quince años tuvo a decenas de miles de cubanos peleando en un país africano once veces mayor que Cuba; que se solidarizó con cuanto tirano canalla hubo en el orbe; que provocó el éxodo de dos millones de compatriotas; que queriendo ser original y hacer más innovaciones al marxismo que Lenin, se pasó la vida dando bandazos, haciendo promesas que no pudo cumplir e ideando planes delirantes que destruyeron la economía nacional y nos condujeron al actual desastre del cual sus herederos y continuadores no saben cómo rayos salir.

Fidel Castro vino a redimir el complejo nacional por haber sido, con casi 70 años de retraso, la última colonia española que se independizó en América Latina, y para eso, con la ayuda de los norteamericanos, que a cambio impusieron la Enmienda Platt.

El mismo Fidel Castro -y esa fue la base de su personalidad- era un gran acomplejado. Tenía complejo de haber sido hijo de una sirvienta y de no haber sido reconocido por su padre hasta muchos años después de su nacimiento; complejo por su falta de clase de provinciano con dinero cuando se codeaba con los hijos de la burguesía en el Colegio de Belén y la Universidad de La Habana, lo que compensaría años después, ya como gobernante, codeándose y tratando de tú a tú a innumerables personalidades mundiales.

El principal acomplejamiento de Fidel Castro fue con los Estados Unidos. Heredó el antinorteamericanismo de su padre, que fue miembro del ejército español derrotado por los estadounidenses en 1898. Tomó como una ofensa, siendo un adolescente, que el presidente Franklin Delano Roosevelt no le respondiera una carta donde le pedía diez dólares. Y en junio de 1958, cuando descubrió que las bombas que arrojaban sobre la Sierra Maestra los aviones del ejército gubernamental llevaban la inscripción “made in USA”, juró en carta a su ayudante Celia Sánchez que el sentido de su vida sería la lucha contra los norteamericanos.

Para ese enfrentamiento -pese a que disfrutaba de asumir el rol de David contra Goliat- y para todas las empresas desmesuradas que emprendió Fidel Castro, siempre tuvo un gran hándicap: el de provenir de un país pequeño y pobre que siempre le quedó estrecho para sus apetencias, y con un pueblo díscolo, poco disciplinado, jodedor, nada dado a la prosopopeya y las solemnidades, y que nunca estuvo a la altura de sus grandiosas expectativas.

Recordemos la perreta del Comandante cuando, en 1962, sin contar con él, Khrushov negoció con Kennedy la retirada de los misiles atómicos, y a los simpatizantes del castrismo, luego de haber estado a punto de perecer en una guerra nuclear, no se les ocurrió nada mejor que corear: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”.

Fidel Castro, guapetón, desafiante, manoteando y gritando hasta desgañitarse, haciéndose el que se las sabía todas y las que no se las imaginaba, fue la trágica encarnación del desmesurado ego nacional que en realidad oculta un gran complejo de inferioridad.

Ese complejo explica el por qué de esa manía de los cubanos de querer hacernos notar dondequiera que llegamos; de creernos los más astutos, los más simpáticos, los mejores amantes, los más diestros bailadores, los mejores peloteros.

Tal vez porque Martí dijo que el que se levantara con Cuba se salvaba para todos los tiempos, y lo malinterpretamos, nos seguimos creyendo, independientemente de donde vivamos, que Cuba es el ombligo del mundo, la medida de todo, que el destino de la humanidad se decide aquí. Por eso, los castristas, pese a que solo tienen para exhibir sus fracasos y un paisaje de ruinas y miseria, piensan que la izquierda mundial tiene a Cuba como modelo y referente luminoso. Por eso hay tantos exiliados que piensan que Estados Unidos tiene a Cuba como su principal prioridad en política exterior y nos va a liberar del yugo castrista.

¡Cuánto daño -el peor de todos haber tenido que soportar a Fidel Castro- nos ha hecho, a todo lo largo de nuestra historia nacional, confundir los sueños con la realidad y creernos todas esas monsergas y paparruchadas!

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