jueves, 12 de noviembre de 2020

Mass media vs. Trump: una cacería de brujas propia de dictaduras.

Por Javier Prada.

Jim Acosta, periodista de CNN, y Donald Trump, presidente de EEUU.

Las elecciones estadounidenses están lejos de terminar. Lo ha dicho Donald Trump y con él sus seguidores, que no fueron cinco ni diez, sino 71 millones de ciudadanos que aplaudieron la administración del republicano en su primer mandato y quieren que continúe en la Casa Blanca, haciendo América grandiosa otra vez.

Los entusiastas de Biden dan el triunfo por sentado y celebran como si hubieran extirpado un tumor maligno, porque esa fue la idea que los canales de noticias hundieron profundamente en el cráneo de los televidentes: de Trump había que salir como fuera. Más allá de la consternación de un bando y el júbilo del otro, el verdadero ganador de las elecciones fueron las grandes cadenas de televisión, que lograron un éxito aplastante haciendo que la gente viera justo lo que sus ejecutivos querían.

La manipulación, la componenda y el sesgo mediático sobre todas las declaraciones de Donald Trump alcanzaron un nivel que podría calificarse de conspiración, y en dependencia de cómo se resuelva el espinoso asunto del fraude electoral, incluso de criminal. Cualquier desagrado que generara la incuestionablemente pésima actitud de Trump, fue exacerbado hasta el odio por los medios de comunicación; en especial la prensa hispana que tergiversó, omitió y exageró a gusto las palabras del mandatario para inclinar las tornas en favor de un candidato demócrata que necesitó toda la ayuda posible para competir con el republicano.

A pesar del empuje de la prensa, el dinero de los magnates de izquierda y los actos de campaña con Barack Obama como plato fuerte, medio Estados Unidos se mantuvo con Trump y aún queda por comprobarse si el apoyo a Biden fue tan decisivo como se apresuraron a cantar los periodistas de toda la nación. Millones de estadounidenses se dejaron ganar por la antipatía hacia Trump para dar paso a un radicalismo político que ahora amenaza con la muerte o el ostracismo a toda figura influyente que apoyó su campaña, desde el senador Marco Rubio hasta la agrupación Los Tres de La Habana.

Esa conducta de intimidación y cacería de brujas es propia de las dictaduras. Por más que intenten legitimarla en nombre de la democracia, su objetivo parece encaminado a reducir la presencia republicana en los altos escaños del gobierno, donde el avance del pensamiento político de extrema izquierda es una peligrosa realidad.

Una vez disipada la cortina de humo que crearon los medios, los intereses de los diversos grupos sociales entrarán en pugna y a Biden le será muy complicado ser “el presidente de todos los estadounidenses”, no obstante sus buenas intenciones. Ya los medios se han dado a la tarea de recabar opiniones sobre qué esperan los votantes hispanos de su gestión, y el demócrata va a tenerla muy difícil, empeñado hasta el cuello por sus promesas de campaña.

Biden está obligado con DACA, los indocumentados y los tepesianos (aspirantes a TPS). No podrá deportar a un solo inmigrante sin que sus seguidores se lo echen en cara, y cuando le toque poner orden es muy probable que la delincuencia anarquista le obsequie una ola de destrucción que nadie podrá justificar como consecuencia de “los comentarios incendiarios y divisionistas del presidente Trump”.

Como nunca en la historia de Estados Unidos las elecciones estuvieron influidas por una prensa acomplejada que se propuso hacer tierra al mandatario de turno. Varios medios aseguran que el peor rival de Trump fue él mismo, una idea que vienen manejando desde que comenzó la carrera por la presidencia. Sin embargo, cualquier ciudadano listo entiende que cuando se tienen 71 millones de votantes a favor, el problema no puede ser exclusivamente de personalidad.

Cierto es que el ego y la prepotencia, no exentos de grosería, le pasaron factura a Trump. Joe Biden, por el contrario, empleó todos los recursos disponibles para transmitir un mensaje de empatía a sus electores, desde brindarle apapachos a las minorías hasta visitar la tumba de su hijo Beau el día mismo de las elecciones. Mientras el republicano despotricaba, Biden fue todo sentimentalismo para deleite de la prensa, que tuvo buen cuidado en resaltar el abrumador contraste entre los afectuosos abrazos del demócrata con su esposa Jill, y las palmaditas en la espalda que prodigaba Trump a Melania.

Sin embargo, y a pesar de sus fallas de carácter, el republicano arrasó con la mitad del país. Es inevitable proyectar cómo habrían ocurrido las cosas si hubiera mostrado un mínimo de afinidad; pero en ese aspecto obviamente sus asesores no pudieron con él.

La prensa, en cambio, tuvo vía libre para minimizar sus aciertos y exagerar sus defectos. Trump fue vendido como el responsable de las muertes por COVID-19 en su país, y el mandatario antiinmigrante por excelencia. En sus críticas los periodistas jamás precisaron que Trump estaba contra la “inmigración ilegal”, algo que el presidente dejó claro en sus discursos. Era más conveniente presentarlo como enemigo de todos los inmigrantes para crear un clima de opinión desfavorable, especialmente entre los hispanos.

Queda por ver cómo se las arreglarían los mass media para no culpar a Biden por las miles de muertes que puedan seguir ocurriendo a causa del coronavirus y que no dependerían de quien se siente en el Despacho Oval, asumiendo que el triunfo finalmente caiga en manos del demócrata de 78 años. Es de suponer que durante algún tiempo se escuden tras “las secuelas de la administración Trump”; pero tanto la mentira como las burdas justificaciones tienen patas cortas.

Lo más perentorio, a la fecha, es que los políticos decentes de ambos partidos reconozcan que los grandes medios de comunicación jugaron sucio, actuaron de forma deshonesta y aprovecharon cada cobertura para hacer campaña en contra de Trump, alentando la persecución de sus partidarios y dinamitando la base ética de una profesión que se sustenta en la credibilidad y la imparcialidad.

Esa circunstancia podría repetirse en el futuro con cualquier candidato que disguste a la gran prensa, no importa si como político es altamente efectivo. Por eso cada hombre y mujer de gobierno que ama los Estados Unidos debe reconocer el problema. No solo está en juego la estabilidad política de la nación, sino el bienestar de los ciudadanos y, más importante aún, la solidez de la Democracia.

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