viernes, 13 de noviembre de 2020

Los cubanos nunca amamos a los bolos.

Por Luis Cino.

Un cartel en La Habana da la bienvenida a una visita de Putin a la isla en el año 2000.

En su libro de 1997 El humor de Misha: la crisis del socialismo real en el chiste político el entonces ministro de Cultura Abel Prieto negaba que los chistes que hacían los cubanos sobre los rusos y la Unión Soviética tuvieran el mismo significado antisoviético y anticomunista que los que se hacían en los países de Europa Oriental.

Para el funcionario, en Cuba no había una percepción colonial y opresiva de la Unión Soviética como en esos países. Según decía, los cubanos, que se colocaban en una posición de superioridad casi paternal respecto a los soviéticos, cuando los llamaban “bolos”, era “con benevolencia, sin rencor ni bilis”.

Diga lo que diga Abel Prieto, lo cierto es que la mayoría de los cubanos le hizo rechazo a los rusos y a todo lo que tuviese que ver con ellos desde el mismo 13 de febrero de 1960, cuando, como continuación de los besos y abrazos entre Nikita Jrushchov y Fidel Castro en New York, llegó a La Habana el canciller Anastas Mikoyán a firmar un tratado comercial que nos ligó de modo tan umbilical a la Unión Soviética que en la Constitución de 1976, calcada de la Constitución de Stalin de 40 años atrás, hubo que jurarle fidelidad eterna.

Cómo no íbamos a sentirnos superiores los cubanos, tan presumidos y cercanos al american way of life, cuando, recién incorporados al imperio de la hoz y el martillo y la estrella roja, conocimos a los primeros soviéticos que llegaron a la Isla: los soldados y los técnicos.

No sabría decir cuáles de ellos nos impresionaron más desfavorablemente, si los soldados del Ejército Rojo, con su espantosa peste a grajo, y que cuando se emborrachaban lloraban a mares porque extrañaban a sus familias… o si los técnicos rusos, que vinieron con sus mujeres con dientes de oro y vestidos de flores estampadas, y que, para espanto nuestro, no se depilaban las piernas ni las axilas.

Tuvimos que adaptarnos a aquellos palurdos que, despectiva y jodedoramente, bautizamos como “bolos”. Cuando arreciaron las carencias, empezamos a cambiarles alcohol para sus borracheras por botas, camisas de nylon -que nos hacían partícipes de su proverbial peste a grajo sin que pudiese atenuarla el desodorante Fiesta- y las hoy añoradas latas de carne, que, por entonces decían los malpensados más delirantes que eran de oso.

Los rusos, tan pronto se instalaron en sus barrios especiales, se sumaron entusiastas al cambalache y la reventa de los productos que compraban en sus mercados también especiales.

Luego de la Feria Comercial que trajo Mikoyán, además del armamento, los aviones Migs, el petróleo de Bakú, las matrioskas, los manuales de marxismo-leninismo y economía política de la Academia de Ciencias de la URSS y los ejemplares de Los hombres de Panfilov, Así se templó el acero, Un hombre de verdad y La carretera de Volokolanks, vino la avalancha de maquinaria y cacharrería rusa: los relojes Poljot, los tocadiscos Akkord, los radios Sokol, Meridian y Selena, los televisores Krim que funcionaban a porrazos, las lavadoras Aurika que destrozaban la ropa, los camiones Kamaz y los carros Lada, Volga y Moskovich para los miembros de la elite.

Siempre nos quejamos de aquellos aparatos soviéticos. Aunque reconocíamos que  resultaban duraderos e irrompibles, eran toscos, feos, grandes y pesados. Solo perdonábamos lo que pesaban a los radios Selena, benditos sean, que nos permitieron escuchar la música de las emisoras de FM del sur de Florida.

Tan distintos en cultura e idiosincrasia, reacios a la ideología que nos imponían, le hacíamos rechazo a todo producto cultural que viniera de la Unión Soviética. Incluso a lo que era de calidad. Así, muchos cubanos se perdieron algunos buenos libros de las editoriales Mir y Progreso -de Sholojov, Chinguiz  Aitmatov, y hasta de Bulgakov y Vasili Grossman- y las películas de Eisenstein, Bondarchuk ,  Konchalovsky, Chujrai, Tarkovsky y Mijalkov. Y es que a los cines, cuando exhibían las películas de Mosfilm, como estaban semivacíos, uno solamente entraba a solventar lances amorosos en la oscuridad de la sala.

Y ni hablar de la música rusa. Los discos de la firma Melodiya de Alla Pugachova, Muslim Magomaev, Edita Pieja y el conjunto Orera se añejaban en las tiendas porque nadie los compraba.

Tampoco los rusos lograron conquistarnos el paladar con la sopa solyanka, el borsch y otros platos  que servían en el hoy ruinoso restaurante Moscú. Nos quejábamos del exceso de grasa y del invariable sabor tan eslavo a apio y col.

Ni siquiera gustaba a muchos, por ser demasiado demoledor, el vodka Stolichnaya: preferían el aguardiente Coronilla, con tufo y todo.

No obstante el desagrado por lo ruso, muchos cubanos soñaban con ganarse el premio del programa 9550, que consistía en un viaje a la Unión Soviética.

Si algo soviético tuvo demanda en Cuba, en la época de la Perestroika, fueron las revistas Sputnik y Novedades de Moscú. Pero, cuando les estábamos cogiendo el gusto, como nos ayudaban a abrir los ojos a las  verdades terribles del comunismo, Fidel Castro, en diciembre de 1989, las prohibió.

Mención aparte merecen los dibujos animados soviéticos. Cheburashka y el Tío Stiopa eran un purgante  para los que estábamos adaptados a Pluto, el Pájaro Loco y el Pato Donald. Los considerábamos feos, insulsos y aburridos.  Recordemos cuando el comediante Enrique Arredondo fue castigado por decir en un programa de televisión, interpretando a Bernabé, que el castigo para los niños que se portaran mal serían los muñequitos rusos.

En cambio, los cubanos nacidos a inicios de los años setenta, cuando Cuba se integró al CAME, hoy se refieren con ternura y nostalgia  a muchos títulos y personajes de la avalancha de animados soviéticos y de otros países de Europa Oriental (principalmente Checoslovaquia y Hungría) a los que denominan indistintamente “muñequitos rusos” y que fueron parte importante de su educación estética. Con la letra “y” al principio, al medio o al final en sus nombres rusos o que aparentan serlo (además de los consabidos Fidel, Ernesto, Raúl y Camilo), a esos cincuentones o que están a punto de serlo, los llaman, por un animado polaco, “la generación de Bolek y Lolek”.

Probablemente, la añoranza por los muñequitos rusos de esa generación y por las latas de carne rusa con tanta hambre que pasamos son  las  huellas más significativas  que perduran  hoy en Cuba de los treinta años que duró la alianza que decían indestructible con la Unión Soviética. Eso, y los recuerdos –los buenos y los malos- de los miles de cubanos que fueron enviados a estudiar o trabajar en la Unión Soviética, muchos de los cuales encontraron allí su media naranja.

En Cuba nunca amamos a los bolos. Solo un puñado de estalinistas melancólicos y frustrados y sus amados  mandamases echan de menos a los soviéticos, o más bien, el tiempo en que gozaban del subsidio del país de los Soviets y sabían que podían contar con una súper armada potencia mundial a sus espaldas.

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