martes, 3 de noviembre de 2020

Retrato de Virgilio en el infierno.

Por Abilio Estévez.

Virgilio Piñera durante una de las tertulias de La Ciudad Celeste.

UNO. No era un hombre alto, sí extraordinariamente delgado, con un andar breve, ligero, que abusaba de las puntas de los pies, como quien camina sobre celajes. Por las fotografías, se conocen bien la frente amplia, la nariz curva, la barbilla exigua, los labios carnosos, que creaban lo que suponemos un perfil de halcón peregrino, un perfil dantesco. Las fotografías no revelan, en cambio, el encanto de los ojos, de un color entre el ámbar y el verde, con una mezcla de tristeza, melancolía, inteligencia y, por supuesto, mordacidad. Miope al fin, en la calle usaba espejuelos antiguos, de esos que se llaman afáquicos. Las fotografías tampoco descubren la belleza de las manos, de una extraña juventud. Si hubiera querido ocultarse y mostrar sólo las manos, ustedes habrían creído que era un chico de veinte años. La voz parecía escapar desde el fondo de una campana de hojalata. La inteligencia y, como consecuencia, el sentido del humor, se enlazaba con la imaginación siempre excitada, rasgo que lo rejuvenecía aún más. Tenía salidas de adolescente. Era juguetón, intelectualmente juguetón, y no sé si la frase sea apropiada. Quiero decir: jugaba con las ideas y aunque sabía ponerse serio, su conversación estaba siempre repleta de paradojas y, sobre todo, de incitaciones, de opiniones y conceptos que luego, cuando se despedía, quedaban resonando con la intensidad de los repiques de aquella misma campana de hojalata de la que escapaba su voz. Salvo contadas excepciones, vestía como un hombre que se prepara para un corte de caña (aunque él hubiera dicho que se vestía como quien va a herborizar): zapatos que, aunque no eran botas, lo parecían: eran las que daban por cupones en los centros de trabajo; pantalón ancho, de tela mala; camisa de caqui gris con bolsillos de tapas, una talla más grande. Limpio y bien planchado, a pesar de que sostenía que sólo se bañaba los sábados. Nunca sudaba, ni bajo el más perverso de los mediodías. La jabita de yute con la que se iba a “forrajear” (verbo que se usó mucho en esa época, con su carga de correteo, de rastreo y de comida para caballos) y con la que se llegaba hasta el Supercake de Zanja y Belascoaín, en busca de los pies de guayaba, no parecía en sus manos una jabita de yute. Había algo distinguido en aquel hombre llamado Virgilio Piñera que lo diferenciaba del resto de personas que bebían café en el quiosquito del night club Las Vegas, frente a Radio Progreso, o forrajeaban y subían y bajaban con jabitas similares por las calles Infanta y San Lázaro.

DOS. Un poco por propia decisión y un mucho por decreto ajeno, llevaba casi una vida de eremita. También son famosas sus rutinas: leer mucho, jugar canasta, acostarse temprano y levantarse antes del amanecer, a traducir algunos buenos libros como Camino de Europa, de Ferdinand Oyono; algunos que dan gracia, como Noup, héroe de las montañas o Las pantuflas del venerable jefe del distrito. En el mejor de los casos, tenía tiempo para sentarse a escribir. Su casa era lo más parecido a una celda y eso tiene que ver, por supuesto, con su decisión. Lezama, por ejemplo, que había sido igualmente convertido en cadáver civil, tenía su pequeña, húmeda y oscura casa, atestada de libros, de papeles, de cuadros de Saura, Arche, Portocarrero, Mariano, Arístides Fernández; algunas pequeñas estatuas y piezas de arte, incluso una talla en madera del padre de Alba de Céspedes, adornaban las estanterías de Trocadero 162. El apartamento de Piñera, en cambio, tenía las paredes casi vacías. Cuando tuvo buenos cuadros, los vendió religiosamente para sobrevivir paganamente. Pocos muebles: un sillón (el que se ve en la foto famosa), una butaca de muaré, casi sin muaré, con los muelles visibles, también famosa porque aparece en varios cuentos, como en “Un jesuita de la literatura”. Un librero blanco con pocos libros. Se vanagloriaba de no almacenarlos, de tenerlos en su cabeza. Todo Proust en francés, las Memorias de ultratumba, las memorias de Casanova, las de Saint Simon, François le Champi de George Sand, varios diccionarios; las Impresiones de África y las Nuevas impresiones de África, de Raymond Roussel; un autor que, a mi modo de ver, lo influyó mucho: Raymond Queneau; y Las flores del mal, por supuesto. En aquella casa había, además, un pequeño y antiguo radio de pilas, para las noticias y para los días de ciclón (quiero decir, para las temporadas ciclónicas). Carecía de televisor. Los objetos más valiosos eran la máquina de escribir y el tocadiscos que le había regalado Maya Surduts cuando fue declarada persona non grata y debió abandonar Cuba. Lo que más se escuchaba en ese maravilloso tocadiscos era Beethoven. Adoraba las sonatas para piano y violín, en especial la Sonata a Kreutzer. Y las sonatas para piano, en especial la Appassionata. Recuerdo el disco de Wilhelm Kempff con las sonatas para piano, que disfrutaba una y otra vez.

TRES. No creo que haya vuelto a divertirme como me divertí aquellos cuatro años que duró mi amistad con Piñera. No he conocido a nadie con tanto sentido del humor ni con tanta juventud, con tanto genio para ennoblecer literariamente las banalidades de una realidad horrorosamente heroica, la grotesca epopeya que nos tocó vivir. Un jardín le había construido el sueño para que en él soñara (y soñáramos) la realidad. A su lado todo se volvía literatura, brillo, inteligencia, agudeza y humorada (o boutade, como él habría preferido decir). La conocida nota del diario de Bioy Casares me parece una idiotez. Dice el estanciero Bioy: “A la noche comen en casa dos maricas cubanos de la revista Ciclón: Rodríguez Feo, el director, y Virgilio Piñera, el secretario de redacción. Rodríguez Feo es rico, buen mozo, menos literario que su amigo […], Piñera es delgado, con cabeza de perro flaco, de empuñadura de paraguas; es modosito, silencioso y un poco lúgubre”. Lo de maricas no merece análisis, aunque la frase suene a grosería de malevo-burgués-machista-de-mal-gusto, que no se esperaría del ingenio del autor de La invención de Morel. Lo de delgado, con cabeza de perro flaco y empuñadura de paraguas, es justo. Lo de modosito, silencioso y un poco lúgubre… Habría que ver qué personaje representaba Virgilio en la casa de aquel matrimonio Bioy-Ocampo, de la jet-set bonaerense. El Piñera, al menos el que conocí, no tenía nada de modosito ni de silencioso, mucho menos de lúgubre. ¿Qué habría pensado el masculino Bioy de los comentarios de Piñera cuando se encontraba con Gombrowicz y ambos se burlaban con tanto gusto de aquellos afrancesados? Ignoro cómo se comportaba Bioy Casares, siempre a la sombra de Borges, en cualquiera de las reuniones de San Isidro. En cuanto al modosito Virgilio de mi experiencia, era el centro irradiante. Quizá por eso resultaba a ratos inaguantable para ese otro centro irradiante llamado Lezama Lima. Acaparaba la atención con larguísimas historias, maravillosamente bien hilvanadas y extraordinariamente divertidas. Por ejemplo, la historia que repetía, a petición nuestra, y que en cada ocasión se enriquecía con nuevos datos, la de aquel amigo suyo de Guanabacoa que podía adivinar el destino. No tiraba las cartas, no leía las manos, no usaba ningún medio tradicional de adivinación. Predecía el futuro gracias al estudio de las heces fecales. El escatológico adivino era capaz de formar la carta astral sólo por los desechos excrementicios. Virgilio ponía especial énfasis en detallar su cuarto de trabajo y en describir el lugar donde trabajaba aquel hombre. Con gran responsabilidad histórica, poseía un largo espacio donde almacenaba la mierda de muchas insignes personalidades habaneras. Otra historia tenía que ver con dos gemelas, pasmosamente iguales, prostitutas de alto standing. Un largo cuento, siempre mejorado con detalles, sutilezas, ritos, sobre la liturgia erótica y casi japonesa de las dos gemelas. Esta historia, sin embargo, tuvo un final. Sucedió la noche en que alguien se percató de que nunca había revelado el nombre de las gemelas prostitutas. Titubeante, cogido en falta, Virgilio suspiró, miró al techo y dijo o gritó: “Ah…, se llaman Lidia y Clodomira”. Refería asimismo los largos viajes en barco desde Santiago de Cuba hasta Buenos Aires; la inevitable fiesta de disfraces cuando se pasaba la línea del Ecuador, en las que él solía vestirse de Fedra o de Theda Bara. Y los subyugados capitanes de los buques solían enamorarse de aquella Fedra o Theda Bara y la invitaban, lo invitaban, a la mesa de honor, donde se descorchaba un champán Épernay en honor del disfrazado. Y hablando del personaje de Racine, gustaba mucho recordar la representación de la Fedra de Racine que hizo, en francés, en la sala Prometeo. Hablaba de su encuentro con Yma Súmac en Buenos Aires; con Marlene Dietrich en una fiesta en casa de Feltrinelli en Milán. De su amistad con James Baldwin, a quien había conocido también en Milán. De la ocasión en que conversó con un norteamericano en los arrecifes junto a La Puntilla, en la desembocadura del río Almendares. Conversaron largo rato; el norteamericano filosofaba sobre la vida y los hombres, hasta que llegó un joven bellísimo a recoger al señor norteamericano y él se percató de que había estado hablando con Tennessee Williams y que se llamaba Marlon Brando el joven que había llegado en su busca. Decía que una noche, en un pub del Nueva York de finales de los cuarenta, había visto a un señor borracho que casi no podía ponerse el gabán. Virgilio tuvo que ayudar al camarero para llevarlo hasta su carro, con un chofer negro. El camarero le reveló luego que el borracho venía al pub cada vez que visitaba Nueva York y que se llamaba William Faulkner. O la mañana en que esperó durante horas a Gabriela Mistral en el lobby del hotel Packard, el que se levantaba (o se levanta, no lo sé) frente al Parque de los Enamorados, para regalarle el tomito de Poesía y prosa, publicado en 1944, y cómo ella lo miró y le dijo con tono agresivo: “Lo siento, no quiero ningún libro; de todas maneras no lo voy a leer”. O la noche de cena en la mansión de Victoria Ocampo en la que se discutía una palabra inglesa que con los años había cambiado de acepción. Según Virgilio, la señora Ocampo se limitó a alzar una mano; apareció de inmediato un criado de librea con un atril en el que había un diccionario etimológico, convenientemente abierto en la página justa. Recuerdo también muchas historias sobre Lezama, Rodríguez Feo, Dulce María Loynaz, Gastón Baquero. En especial quisiera mencionar una de Emilio Ballagas porque tuvo consecuencias literarias: se habían ido, como acostumbraban, al puerto en busca de marineros perdidos. Les apasionaban los marineros perdidos. A Ballagas y a Piñera, los íntimos los llamaban “las fragatas”. Como sólo habían encontrado uno, decidieron acostarse los dos con él. Fracaso total. Ya en el cuarto de Emilio o de Virgilio (vivían en sendos cuartos contiguos en una pensión de la calle Galiano), a ambos les entró la risa nerviosa e imparable, y ya se sabe que la risa es inversamente proporcional a la libido. El resultado de esa noche de los dos poetas con el marinero desconocido, se convirtió en la materia de un cuento deslumbrante, “La risa”, de "Muecas para escribientes".

Abilio Estévez a la izquierda con pulóver blanco y de pie justo detrás de Virgilio Piñera en una de las tertulias de La Ciudad Celeste.

CUATRO. Sin embargo, estas no son más que anécdotas. Las historias verdaderamente importantes no las puedo relatar. No porque no quiera o no pueda o porque sean secretas, sino por algo mucho más misterioso. No dependían de las historias mismas: son demasiado inefables; dependían del tono de la voz, de los gestos de la mano, de las miradas, de demasiadas sutilezas que no soy capaz de reproducir. No tenían que ver tanto con la calidad de lo contado, como con el modo en que esos cuentos dejaban de ser cuentos para convertirse en tácticas, maneras que transfiguraban la realidad, levantaban un mundo paralelo. Abolían la cotidianidad y transformaba la rutina en algo único, insólito. Nunca conocí a nadie con tanta capacidad de “literaturizar” (valga la palabra fea) la vida. Tampoco con tanta mayéutica. Cómo, sin que yo me diera cuenta, dirigía mi preocupación hacia Los cantos de Maldoror, Una temporada en el infierno, los Cuentos crueles de Villiers, El mito de Sísifo y El hombre rebelde de Camus, Felisberto Hernández, Bruno Schulz, Gérard de Nerval, Raymond Roussel, los poetas metafísicos ingleses. La ocasión, por ejemplo, en que me dijo que escribía un ensayo y necesitaba una frase de Thomas Mann perdida entre las páginas de La montaña mágica. La frase no la olvido, era una de esas morbosas del alemán: “Hay dos caminos en la vida, uno es el corriente, el directo, el bueno; el otro es el malo…, pasa por encima de la muerte y es el camino del genio”. Para “hacerle el favor”, leí la novela. El detalle consistía en que no había ningún ensayo y el favor, por supuesto, me lo hacía a mí mismo. De manera similar leí dos novelas, ahora olvidadas, y que releo cada cierto tiempo: The Way of All Flesh de Samuel Butler y The Last Puritan de George Santayana. También me hacía traducir una pequeña biografía de Baudelaire y se sentaba conmigo a corregir lo traducido. En ocasiones, tomábamos varias traducciones de un mismo libro, o de un mismo poema, como “El cuervo” de Poe, para ver cuál nos parecía mejor. Por cierto, se sabía el cuervo de memoria, en inglés, así como poemas de Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y todo El cementerio marino, fragmentos de La Jeune Parque, tanto en francés como en la extraordinaria versión castellana de Mariano Brull. También buscaba libros para mí en bibliotecas ajenas, como la traducción de Pedro Salinas de En busca del tiempo perdido en la biblioteca de Estorino, a quien entonces yo no conocía. Esa traducción, dicho sea de paso, no la tenía en gran estima. También yo le buscaba libros, porque leía rápida e incansablemente. Sólo que los libros que yo le buscaba podían ser cualquier libro. Que recuerde: La piedra lunar de Wilkie Collins y un libro que a mí me había impresionado en mi adolescencia y que a Virgilio lo divirtió sobremanera, Veintiún años con los papúes, de un misionero cuyo nombre no recuerdo. Le gustó mucho Asco del húngaro László Németh, que creyó superior a La náusea de Sartre. Sé que le provocó una gran impresión La broma de Milan Kundera, que leyó en francés, en la edición de bolsillo de Gallimard, con el prólogo de Louis Aragon. Alguna vez Virgilio encontraba en alguna librería una “joyita”, según su manera peculiar de calificar. Fue el caso de El arco de Belén de Miguel Collazo, que compró en la librería Viet Nam, de San Rafael casi esquina a Águila. “En medio de este páramo, ese librito es una gran cosa”, recalcaba.

CINCO. En alguna ocasión he contado la noche de julio de 1975 en que lo conocí en la quinta de los Gómez, en la Calzada de Managua, la que hoy se conoce con el nombre con que él la bautizara: La Ciudad Celeste. Yo tenía veintiún años y lo poco que conocía de la obra de Virgilio se debía a un cuento, “En el insomnio”, y a una efímera puesta en escena de Falsa alarma por Teatro Universitario en la sala Tespis, ubicada entonces en el hotel Habana Libre, donde ahora existe el non-place de una cafetería espantosa. Mi profesora de literatura en el Preuniversitario de Marianao, Trinidad Benedit, sentía una pasión especial por los cuentos de Piñera, y me hablaba siempre de él. Y aunque parezca insólito, incluso estrambótico, “En el insomnio” se leía en alta voz en los albergues cañeros de Unión de Reyes en aquellos años en los que cortábamos caña para hacernos hombres nuevos y fuertes (cosa que logramos, como se puede comprobar) y ayudar a levantar la economía cubana (cosa que no sé si logramos, como se puede comprobar). En 1975, ya no estaba en el Pre de Marianao, ya estudiaba segundo año en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Años setenta, insisto: de modo que se entenderá en qué consistían las clases de aquella etapa aterradora. Salvo excepciones (algunas, incluso, espléndidas excepciones, como las clases de historia de la literatura de la doctora Beatriz Maggi o las de historia del Arte de Amado Palenque y Rosario Novoa, quien, por cierto, había sido profesora de Virgilio), eran clases pedestres, de ponderadas últimas mujeres, de próximos combates, de una rara mezcla de quenas, ridículos chamamés pasados por la simplicidad del manual de F. V. Konstantinov. He contado asimismo que Piñera no me prestó atención en toda la noche, como si yo no existiera, que sólo se volvió al final de la noche, un instante, para preguntarme: “Y tú, niño, ¿eres de Camagüey?” Y eso que yo llevaba, para halagarlo, un libro del profesor Julio Ortega titulado Relatos de la utopía (no sé cómo lo había conseguido) y pensé ingenuamente que le podía interesar. Miró el libro sin atención, como quien mira una revista frívola, y exclamó: “Este hombre ha tenido el mal gusto de situarme al lado de Onelio Jorge Cardoso”. Aquella noche, eso fue todo. Bueno, fue todo en relación conmigo. También he escrito que esa noche leyó las veintiuna novelas de un libro que pensaba titular “Las ciento una novelas”, y donde narraba las peripecias de la lavandera Fligar Sánchez y su marido Gabrior Aranda, por una Habana que no era La Habana sino el punto de encuentro de todos los caminos posibles. Lo que escuché nada tenía que ver con lo que pedían los comisarios de la cultura. Nada de seguir el “rastro de los libertadores”, nada de heroicos entrenamientos militares, de caminatas interminables, de batallas libradas desde el punto rojo de un colimador, de “héroes anónimos” que “regresaban a la tierra”, de luchas entre “combatientes y bandidos”… Nada de realismo, mucho menos de realismo con apellido político.

SEIS. He escrito hace un momento: “No creo que haya vuelto a divertirme como me divertí aquellos cuatro años que duró mi amistad con Piñera”. También podría decir que, del mismo modo (y porque así son las cosas de la vida, “reír y llorar”, como dice el bolero de Roberto Ledesma), fueron los peores años de mi vida. Sé que fueron los peores años de muchos de nosotros, y en primer lugar de Virgilio Piñera. Fue él quien peor lo vivió. Fue sin duda el más humillado. Y no únicamente por los años del castrismo. De los sesenta y siete años de su vida, sólo conoció algunos momentos de reconocimiento. Si decidiéramos caer en el caprichoso convencionalismo de contar ese tiempo de manera lineal, quizá no iríamos más allá de cinco años. Para ser justo, hasta ese pequeño intervalo me parece una exageración. Digo “reconocimiento” y no me refiero, por supuesto, a la indiferencia teñida de desprecio (tan cubana) anterior a 1959; ni mucho menos a la marginación, absolutamente grosera, la muerte civil que le impuso el totalitarismo, aun cuando ese estilo categórico de crimen sin crimen sea sin duda un modo retorcido y siniestro de reconocer la importancia de un escritor. Hablo de la discutible aprobación social que implican las ediciones, las traducciones, los premios. El “éxito social”, para designarlo con un torpe lugar común. Cierto, Virgilio Piñera nunca escribió para eso. Casi se podría decir que escribió para lo contrario, para el no-éxito, y tenía el suficiente coraje para no condescender. No consideraba la literatura como un certamen ni un modo de medrar, sino un artefacto de desenmascaramiento. El acto de arrancar las máscaras no ha sido nunca amable o encantador. No está bien visto. Entender la literatura como hecho moral no es el camino más fácil para alcanzar la celebridad. Desde bien pronto, quiso ser un celoso de su libertad. Rebelde, incómodo, impertinente, agresivo, contestatario, negador. Como intentó dejar claro en la pieza de teatro que escribía en el momento de morir, estaba condenado a ser libre y a elegir, aunque tuviera la limitación de sólo poder elegir lo que elegía. Sin embargo, aun cuando escribía sin esperar nada a cambio y optó por el camino arriesgado del malestar, del sarcasmo, de la aspereza y la frialdad, no es menos cierto que obtuvo mucho menos de lo que concedió. Vivió en la incómoda comodidad de los márgenes. Marginalidad buscada: marginalidad hallada, o como solía reiterar: idea fija, idea que se convertía en realidad. Fue libre, quiso enseñar a ser libres; a cambio sólo encontró dureza. A diferencia de muchos que conozco, su inclemencia no buscaba destruir, por el contrario, era el resultado de la clemencia. En su “maldad” radicaba su honradez; su nobleza, su bondad. Es verdad que fue amigo-enemigo de Lezama Lima, que perteneció al grupo Orígenes, que fue amigo y compañero de juergas de Gombrowicz, que se acercó al círculo de la revista Sur, que estuvo en París, en Roma, en Brujas, en Nueva York. Es verdad que vio algunas de sus obras representadas y algunos de sus libros publicados, que dirigió por breve tiempo la colección de una edición de libros, que ganó un premio Casa de las Américas (con el voto en contra de Vicente Revuelta). También es verdad, sin embargo, que el autor nunca vio en escena Dos viejos pánicos, que cuando murió tenía ocho libros inéditos y que vivía, como siempre, en la pobreza, con el añadido de esa otra pobreza, el olvido.

SIETE. El día de su muerte el jueves 18 de octubre de 1979, hacia las once de la mañana, Virgilio recibió una llamada telefónica que lo perturbó sobremanera. Eso al menos nos contó el muchacho que le limpiaba la casa, y cumplía también algunas otras cuestiones sanitarias, puramente sanitarias. Nunca sabremos si hubo en verdad llamada telefónica ni qué le anunciaron en ella. (En cualquier caso, y sin querer decir mucho, recordar que la citación a Villa Marista de 1977, la que puso fin a las noches de La Ciudad Celeste y lo dejó durante seis meses sin su obra inédita, fue también mediante una llamada telefónica. Pero esto entra en el reino de la pura especulación. Ni siquiera supimos nunca el nombre del chico de la limpieza; tampoco lo volvimos a ver.) Almorzó poco y se acostó a dormir. Por más perturbado que estuviera, la siesta era inviolable. Hacia las tres de la tarde, bajó a jugar canasta (una de sus aficiones frívolas). Bajó como siempre las escaleras del edificio, porque le aterraba el ascensor. En la escalera, sintió la punzada en el pecho y el brazo izquierdo. Cometió la imperdonable simpleza de ir a casa de su médico, el doctor Sergio Cavarruiz, que vivía muy cerca. Subió cinco pisos andando. Cuando llegó al piso de Cavarruiz, estaba casi muerto. Dijo algo que el médico nunca quiso revelarnos. (Después, Luisa Piñera y yo fuimos varias veces a visitarlo: nunca más nos abrió la puerta.) Virgilio murió en el sofá de la sala de Cavarruiz, quien llamó al actor Enrique Santiesteban, supuesto amigo de Virgilio. Este lo llevó al hospital Calixto García como si aún estuviera vivo, puesto que de lo contrario habría tenido que responder ante la policía; lo dejó en urgencias y desapareció. Cuando Luisa llegó al hospital, el cuerpo desnudo de Virgilio Piñera estaba solo, con un cartelito en el dedo gordo del pie derecho. Lo llevaron a la funeraria de Calzada y K. Antes del amanecer, se llevaron el cuerpo para la autopsia. No lo devolvieron hasta poco antes del entierro. Se dio, pues, la circunstancia de que velábamos un muerto que no estaba presente, como ha contado Reinaldo Arenas: una verdad entre otras exageraciones del escritor delirante. Aun después de muerto, Virgilio continuaba en la invisibilidad de sus últimos años. Invisible y tan menesteroso que fue enterrado en la tumba prestada de una familia conocida, junto al panteón de los Naturales de Ortigueira. Nadie se preocupó por salvar sus manuscritos que quedaron encerrados en la casa sellada por el Ministerio de Justicia hasta tres años después; nadie se preocupó porque tuviera un epitafio. Su hermana Luisa y yo, fuimos donde un marmolero de las calles 14 y 25 y le hicimos construir una jardinera donde quedaron mal grabados unos versos suyos que decían: “Este brazo que alzo, esta boca que sonríe son el brazo y la boca en la fotografía de la inmortalidad, y ningún poder humano o divino podrá darles pagana o cristiana sepultura”. Tan mal grabados que al cabo de tres o cuatro aguaceros, las letras se borraron. De cualquier modo, tres años después Luisa quiso hacer la exhumación para llevar los restos a Cárdenas, donde una prima les había cedido un espacio en el osario familiar. Fuimos, pues, temprano al cementerio de Colón. Luisa, su esposo Pablo, un amigo (que nada tenía que ver con la literatura) y yo. Nunca olvidaré aquella mañana, no sólo porque exhumáramos a Virgilio, sino porque además, por esos raros mecanismos de venganza que tiene la imaginación, me pareció una mañana extraordinariamente hermosa. Fresca, sin nubes, con un sol propio del invierno habanero. Cuando abrieron la tumba, Luisa y yo nos apartamos. Queríamos mirar y no queríamos mirar. La caja gris de pésima madera, o de cartón, estaba negra y desecha. Vi restos de ropa y algunos huesos, suficiente para que la poca curiosidad acabara de deshacerse del todo. Al final, los sepultureros (eran dos jóvenes hermosos y un anciano) me dieron una cajita de metal forrada con papel de cartucho. Luisa y Pablo tenían pasaje para Cárdenas ese mediodía. Con los huesos de Piñera, abandonamos el cementerio. Nadie nos miraba de modo extraño. Nadie sabía qué llevábamos allí. De haberlo sabido, tampoco les hubiera importado. Luisa y Pablo se alejaron hacia la terminal de ómnibus. Mi amigo y yo subimos por la calle G, bordeamos la Escuela de Letras (donde yo había estudiado y no había sido precisamente feliz) y seguimos por la 27 hasta N, allí donde tenía su primera parada la guagua. No sé por qué lo hicimos. ¿Qué rara peregrinación aquella? Para mi decepción, su casa permanecía cerrada. Ningún ángel o demonio salió con la camiseta sin mangas, el short verde, una sonrisa y un desmayado gesto de adiós. Había algo seguro, eso sí: los huesos se habían ido a Cárdenas mientras la jardinera, con el epitafio ilegible, continuaba a la intemperie, en la tumba prestada del Cementerio de Colón.

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