domingo, 26 de febrero de 2012

A propósito del 159 aniversario del natalicio de José Martí.

Antes de transformarse en el Apóstol de Cuba, José Martí era un hombre con todos los atributos comunes a la especie humana. Nadie discute que fue un hombre dotado de una gran sensibilidad natural que, en algunos aspectos, rayaba en la genialidad. La vida pública que vivió el hombre Martí estuvo fraccionada en varias facetas: la del poeta, la del humanista, la del filósofo, la del político. Más que ningún otro es, precisamente, el Martí político el que siempre despierta un mayor interés, dado que su gestión aquí nunca ha logrado del todo esa tangible unanimidad de consenso que percibimos en sus otras vidas. A diferencia del poeta, humanista y filósofo, al hombre Martí hasta hoy día no se le concede el beneficio absoluto de ser incuestionable.

El establecimiento del apostolado martiano fue el resultado de un proceso iniciado tras la independencia 1898, cuya finalidad era la de instituir un símbolo total que fuera capaz de encarnar, de manera inequívoca, el alma cubana. A despecho de lo que se piensa, Martí figuraba como uno de los tantos candidatos que, para tal efecto, los separatistas tenían en mente, lo cual nos hace suponer, como mínimo, que su legado -sobre todo el político- no gozaba de esa conformidad general que la historiografía futura se ha empeñado en pretender.

Bástenos recordar que el primer monumento hipostático erigido en honor a la recién estrenada pseudo república fue consagrado precisamente a Martí*, aunque no sin causar discrepancias y hasta ciertos malestares incluso entre sus antiguos compañeros de armas. Se sabe que el mismísimo generalísimo Máximo Gómez se opuso rotundamente a que fuera Martí el elegido para personificar el sanctasantórum de la esencia cubana, cuestión que no deja de ser sospechosa teniendo en cuenta las íntimas relaciones entre ambos revolucionarios*.

Como quiera que sea, el hecho de que en una estatua convergieran la grandeza del Héroe y la encarnación del espíritu patrio, condujo inexorablemente a la deificación de Martí cuyo colofón fue la de conferirle la máxima distinción a la que pueden aspirar los grandes entre los grandes. A partir de aquí, Martí se convierte en Apóstol. Una forma sencilla y casi inofensiva de decir, un hombre intocable.
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