jueves, 6 de agosto de 2020

Cuba, la Norcorea del Caribe.

Por Orlando Luis Pardo Lazo.

Calles de La Habana.

Por suerte, parece que por fin llegó la pandemia del coronavirus a Corea del Norte. Y no me alegro de la existencia de nuevos casos de esta enfermedad tan enmarañada, pero el hecho de que el coronavirus los contamine al menos prueba que los norcoreanos son también de la especie humana. Algo no resulta tan obvio, dada la homogenización de dicha sociedad comunista, donde el lugar del individuo está usurpado por una masa de autómatas que aplaude uno tras otro a sus Líderes Máximos, todos del mismo clan familiar, un poco al estilo de las Kardashian.

¿De dónde provienen las enfermedades en el comunismo? La respuesta es obvia, con abundantes arcas de archivos abiertos, más o menos apócrifos, tanto a nombre de la CIA como de la KGB: todos los síndromes y patógenos son importados en exclusiva del imperialismo global. Lo cual tiene lógica, pues en el comunismo ni la naturaleza es libre para expresar su creatividad. Y, por supuesto, la muerte en ese sistema siniestro es parte de la identidad estatal: nadie sino el Partido Comunista puede matar (por eso hasta el suicidio es subversivo).

En el caso del norcoronavirus, todo apunta a que esta plaga acaba de ser importada de contrabando al Norte por un desertor desde el Sur: un desafecto, un disidente, un desechable. Una especie de Otaola con los ojitos rasgados y manchado de ictericia en toda su piel peninsular, a ambos lados del Paralelo 38. Un norcoreano traidor a la heroica tradición de los kimilsunes y lo kimjoniles y kimjongunes, el que, tras años de exilio estéril en el capitalismo, recién regresó clandestinamente desde Sudcorea para expiar sus pecados políticos en la Casa-Cárcel de los Kim. O, acaso algo peor, para perpetrar una misión genocida: ensuciar de tos la salud del pueblo perfecto, donde ni siquiera los manicomios son necesarios ya, gracias al norcomunismo.

Los derechos de autor de este tipo de narrativa no son propiedad privada exclusiva del Estado Juché, invención imbécil de Corea del Norte, donde el Año 1 del calendario local es ahora el 1912 de la Era Cristiana, por ser la fecha en que Kang Pan-sok parió al primero de los Padres de la Patria. Para no ir muy lejos, el estado totalitario cubano cuenta con décadas de experiencia teórica y práctica en el artero arte de acusar al Imperialismo de nuestras propias caquitas y carencia constitucional de higiene.

Estos son apenas algunos ejemplos. En los sumisos setenta, la paranoia despótica cayó sobre la roya de la caña de azúcar y la fiebre porcina africana, entre otros vectores. En los ostentosos ochenta, acusaron a un coctel conformado por el dengue hemorrágico, la conjuntivitis, la seudodermatosis nodular bovina y la sigatoka negra del banano, entre otros disparates zoonóticos. Y, en los nocivos noventa, a falta de vacas y exceso de éxodo, la quejita castrista fue por la hemorragia viral del conejo, la varroasis de las abejas, y el inolvidable polífago Thrips Palmi, con ese nombre a imitación de algún cónsul contrarrevolucionario parapetado en la ex Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana.

Recuerdo muy bien cuando, a mediados de los años ochenta, se publicó en la prensa oficial el primer caso de SIDA en Cuba, después de mucho secretismo y especulación: rumores rigurosamente echados a rodar por el Departamento de Información del Pueblo del Partido Comunista, con asesoría asesina del G-2, y la firma fascistoide de nuestro inmortal Narrador en Jefe. Como era de esperarse, según la versión cubana, el SIDA lo había importado a la Isla un homosexual relacionado con el ballet, el que, al mejor estilo norcoreano del 2020, por entonces recién había regresado a La Habana tras sus pajarerías profesionales en Nueva York.

Para colmo, cuantiosos recursos de nuestro pueblo trabajador tendrían que ponerse en función de salvarle la vida al nefando fornicador, quien fulminantemente fallecería en manos de la misericordiosa medicina marxista, no sin antes asegurarse dialécticamente que el virus HIV-1 se quedara repatriado para siempre en el Primer Territorio Libre de América.

La realidad, por supuesto, era diametralmente opuesta, y en lo personal no la supe hasta casi inaugurado el siglo XXI: el SIDA lo trajeron a Cuba los falos fidelistas de los miles y miles de militares que invadieron Angola, Etiopía y demás colonias castristas en África. Eran, sin excepción, hombres heterosexuales homofóbicos, y todos se habían acostado con amantes exóticas africanas. Algunos incluso habían practicado en el continente negro el bestialismo tan típico de los guajiros, pero en este caso no con chivas sino con simios.

Al volver de distante ribera, con el alma adúltera y sin síntomas, los machorros le pegaron puntualmente el HIV-2 a sus respectivas Penélopes del proletariado. Y así fue cómo se regó la pandemia del SIDA en Cuba. En familia, negando la tesis sobre la analidad del mal. Acto seguido, el sistema de reconcentración forzosa de los pacientes en un sidario, terminó siendo un sudario para la mayoría de las víctimas. Una debacle transgeneracional que fue asumida en silencio como un simple daño colateral del internacionalismo masculino Made in MINFAR & MININT.

Todo lo anterior no es una tonta teoría de conspiraciones trumpistas. Al contrario, es información bien documentada (y disimulada) por la mal llamada ciencia cubana. Son datos harto conocidos hasta por el menos ducho de los tecnicuchos de laboratorio del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK) y el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB) del Polo Científico del Oeste, en cuyos predios yo trabajé desde 1993 hasta mi expulsión el miércoles 7 de abril de 1999, un siglo antes de yo ser tildado como Enemigo del Pueblo por abrir mi blog Lunes de Post-Revolución.

Con esto no pretendo exculpar a nadie de su responsabilidad epidémica de género y de orientación sexual, porque lo cierto es que todos los pájaros hemos comido arroz de manera atroz. Pero, así y todo, enfermarse en dictadura sigue siendo eminentemente una cuestión de Estado, donde la tiranía nunca ha tenido, tiene, ni tampoco tendrá nunca la culpa del holocastro. Los cubanos nacemos sanísimos por cada mil nacidos vivos gracias a Mamá Revolución, pero nos morimos a solas por culpa del extranjero, el exilio, o nuestro empecinamiento en la falta de educación.

Si los comunistas no pierden ni jugando a la quimbumbia, mucho menos iban a perder en la ruleta china del coronavirus. El mal vendrá siempre de manera viral desde cualquier otra parte. Las sociedades cerradas, sea Corea del Norte o la Cuba del Sur, están hechas no tanto de ciudadanos cauterizados como de pura salud, salud, salud.
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