domingo, 10 de julio de 2011

Castro y la periferia excéntrica.

Por Arnaldo M. Fernández.

El diferendo Cuba-USA parece confinado al callejón sin salida de la confluencia de política y moral, luego de haberse incurrido en ingentes gastos externos -por la revolución mundial y otras titánicas misiones- y acentuarse las carencias dentro de la Isla. El eje polémico más socorrido es el bloqueo, que Che Guevara consideró "molestia secundaria [vuelta] contra Washington" (Diario las Américas, abril 1ro de 1964, página 1) y Castro, que "no es una cosa trascendental", ya que EE. UU. "tiene cada vez menos cosas que ofrecer a Cuba" (Nada podrá detener la marcha la historia, 1985, página 170).
La prioridad de abogar por el levantamiento del bloqueo para empezar a resolver el problema cubano es otro avatar de la identidad nacional fraguada con la imagen del enemigo externo. Así se sostienen tanto la tacha de plattista a quienes se alinean con EE. UU. en contra de Castro, aunque jamás hayan pensado en la anexión, como el argumento de la pretensión secular de EE. UU. de apoderarse de Cuba, que se viene abajo por la sencilla razón histórica de que no fue así en 1898 y si Washington abrigaba tal intención no habría dejado que la fruta madura se pudriera durante más de medio siglo propicio (1902-58). Hasta Oscar Pino Santos demostró en El asalto a Cuba por la oligarquía financiera yanqui (1973) que aquella pretensión decimonónica se esfumó.

Nada mejor que urdir falacias de política exterior para abstenerse de entrar con la manga al codo en los problemas internos de la nación cubana. Si algunos disidentes llaman a su favor al exilio cubano y aun a la Casa Blanca, se tildan de plattistas y mercenarios para soslayar que la constitución política defectuosa del Estado castrista no provee otros recursos sino ilegítimos para que expresar disgusto o animosidad contra el gobierno. Y así prosigue el tumbao de echar tierra y darle pisón al cometido predilecto del estadista cínico: recurrir al nacionalismo para llevar adelante aventuras personalísimas, sobre la base convencional de que los males de este mundo giran en torno a la superpotencia.

En su costoso (y al cabo inocuo) desafío al liderazgo mundial de Washington, Castro se apartó del desarrollo socioeconómico como definición misma del interés nacional cubano y desaprovechó la condición externa más importantes de ese desarrollo en Cuba: los EE. UU. Los propios voceros del castrismo dicen que todo empezó por la reacción agresiva de Washington frente a la primera ley (1959) de Reforma Agraria. Una ley que se armó sin consultar a los probables afectados y por medio de un grupúsculo (el propio Pino Santos, Segundo Ceballos, Antonio Núñez Jiménez, Vilma Espín y hasta Alfredo Guevara) que laboró en secreto con plena conciencia de no saber nada del asunto. A la postre la reforma radical acarreó no sólo la animadversión de Washington, sino también el declive absoluto del sector agropecuario. Hubiera sido mejor pasar la mano a los intereses creados.

La confrontación de las periferias con los centros hegemónicos se justifica ya sólo por la ganancia en bienestar de la gente de carne y hueso. Sin embargo, Castro prefirió lanzar el guante del desafío a los EE. UU. porque su noción del Estado nacional se limita a crisol de la nación cubana, el Estado dizque socialista y hasta el propio Castro como la misma cosa. Esa noción del Estado antropomorfo presupone al todo (Estado-nación) superior a la suma de las partes (ciudadanos). No hay que ser muy perspicaz para concluir que la redistribución del poder y la riqueza a favor de los marginados de antes tomó hace rato el giro crucial a favor de la elite dominante de ahora, que se muestra lamentablemente incapaz de defender el honor nacional sin abogar por relaciones comerciales y financieras normales con el mismo imperio al que se atribuía la causa eficiente de todos los males.

Todo ese realismo periférico de hoy es embeleco para continuar la aventura por otros medios. La herencia de Carlos Saladrigas Zayas fue confiscada (marzo 15, 1960) a la viuda (María Josefa Carrillo de Abornoz y González de Mendoza) y la hija (Gloria Saladrigas González) por el capitán de corbeta Rolando Díaz Aztaraín, incluso antes de ser oficialmente improvisado como ministro de Recuperación de Bienes Malversados. La clave realista de hoy es sacar partido a los políticos y empresarios estadounidenses que comparten la tesitura colaboracionista de Carlos Saladrigas. Para guardar las apariencias y esconder que lo gordo es vis-a-vis con los americanos, se pregona ya que Saladrigas quiere comprar barato.
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