miércoles, 18 de mayo de 2016

¿Fin del populismo procastrista?

Por Roberto Álvarez Quiñones.

La separación de Dilma Rousseff de su cargo de presidenta de Brasil es la peor noticia que le han dado a los hermanos Castro en mucho tiempo y un fuerte golpe al populismo de izquierda —soporte del  castrismo— que desde principios de este siglo ha dominado el escenario político en América Latina.

Aunque la ex profesora de marxismo y guerrillera guevarista aún podría regresar al poder si en el plazo de seis meses en el Senado no se logran dos tercios de los votos (54) necesarios para destituirla, todo indica que no volverá al Palacio do Planalto en Brasilia, pues fueron 55 los senadores que votaron a favor del impeachment el 12 de mayo.

Lo que preocupa ahora es que Rousseff, Lula y los demás dirigentes del marxista Partido de los Trabajadores (PT) comiencen a organizar grandes protestas callejeras para torpedear la gestión de Gobierno de Michel Temer, y presionar al Senado para que dos o tres senadores cambien su voto y se vuelvan en contra de la destitución definitiva de Rousseff. Claro, esa probable estrategia podría ser contraproducente y convencer a los brasileños de que a los petistas solo les interesa el poder y no el bienestar y el progreso del pueblo.

Dilma Rousseff es protegida por Luiz Inacio Lula da Silva, líder del PT, por toda la izquierda brasileña y también continental,  pero es investigada por corrupción. Fue suspendida como  jefa de Estado por falsear las cifras del déficit presupuestario con trucos financieros para dar una imagen edulcorada de su desastroso Gobierno, engañar a los brasileños y poder ganar —por un pelo— la elecciones presidenciales de 2014.

El populismo (del latín populus, pueblo), de raíz bonapartista y paternalista, mostró sus costuras latinoamericanas en el siglo XIX, pero hizo eclosión tras la crisis económica mundial de 1929, cuando se entronizó precisamente en Brasil, y se extendió por la región hasta los años 60.

Es un fenómeno político-ideológico-económico retrógrado, estatista y antiliberal en el que se imbrican un exacerbado nacionalismo con fuertes rasgos fascistas, socialdemócratas, y comunistas. Se basa en la intervención del Estado en la economía, regulaciones que alejan la inversión extranjera, proteccionismo comercial. Genera una gigantesca burocracia que dispara la corrupción masiva. Trata o logra controlar el poder judicial y los medios de comunicación, y se caracteriza por un encendido discurso antinorteamericano. Se apoya en la demagogia y atractivas  promesas al pueblo, gastos gubernamentales excesivos que provocan inflación, devaluación de la moneda y una gran deuda pública.

Más allá del nacionalismo y el caudillismo heredados de la época colonial, mezclados con la tradición caudillista indígena y la influencia antiimperialistade la revolución bolchevique en Rusia, los aires populistas llegaron a Latinoamérica desde Europa después de que se instalaran regímenes fascistas en Italia, Alemania, España y Portugal.

En Brasil, en 1930, Getulio Vargas dio un golpe de Estado e implantó su autoritario Estado Novo, inspirado en el fascismo de Mussolini y de Oliveira Salazar en Portugal, e ideas  socializantes. Fue dictador hasta 1945, y luego elegido en 1951 (hasta 1954, año en que se suicidó). Instauró la intervención masiva del Estado en la economía y nacionalizó las principales industrias brasileñas. Su populismo se enraizó en el tejido político brasileño, diríase que hasta la fecha, y fue responsable del relativo estancamiento económico de Brasil durante los siguientes 30 años.

En Argentina sucedió lo mismo. Era una nación floreciente, con mayor desarrollo industrial, económico, tecnológico y cultural que muchos países europeos, hasta que a mediados de los años 40 irrumpió en la escena política Juan Domingo Perón, con su populismo también de inspiración fascista. Y el país se detuvo. El crecimiento económico-social cayó a muy bajos índices. El peronismo fue desde entonces, y sigue siendo  el movimiento político que más daño ha causado a Argentina en su historia.

En otros países hubo gobernantes populistas en esas cuatro décadas: el general Lázaro Cárdenas en México, Víctor Paz Estenssoro en Bolivia, el coronel Jacobo Arbenz en Guatemala, José María Velasco Ibarra en Ecuador, el general Carlos Ibañez del Campo en Chile, el general Juan Velasco Alvarado en Perú, entre otros.

Posteriormente, como respuesta a los intentos de Fidel Castro de exportar su revolución comunista por el hemisferio, se establecieron dictaduras de derecha que dominaron en la región desde fines de los años 60 hasta la década de los 80, cuando se abrió paso un ciclo de democracia liberal que parecía iba a encaminar al subcontinente hacia la modernidad.

Pero con la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela, en 1998, el subcontinente regresó paulatinamente al populismo, esta vez de izquierda radical y orientado por los hermanos Castro personalmente: Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva y Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Kirchner en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Mel Zelaya en Honduras, Daniel Ortega en Nicaragua, y el régimen chavista de Caracas, todos con el apoyo de gobernantes izquierdistas no populistas, pero sí aliados  del "eje bolivariano", como los de Uruguay, Chile, Perú y otros.

En buena medida, el populismo explica por qué hoy Latinoamérica sigue sumida en el atraso social, la pobreza y el subdesarrollo socioeconómico, y se ha quedado detrás de las naciones asiáticas, por ejemplo.

Sin embargo, las cosas parecen estar cambiando. A la destitución de Rousseff se suman la llegada al poder en Argentina de Mauricio Macri y el fin del kirchnerismo peronista, en Bolivia el pueblo dijo no a los intentos de Evo Morales de reelegirse en 2019, en Venezuela la oposición liberal derrotó electoralmente al chavismo y tomó el control de la Asamblea Nacional, y en Perú el próximo gobierno ya no será izquierdista (no lo son los dos candidatos que se medirán en las urnas el 5 de junio).

La caída de Rousseff impacta muy negativamente al resto de los gobiernos populistas porque se trata del mayor y más influyente país latinoamericano, que ahora los dejará de apadrinar y de apoyar políticamente en foros internacionales.

Para la dictadura militar cubana es un mazazo, pues el gobierno del PT ha estado subsidiando a los Castro. En Brasil hay casi 12.000 médicos cubanos que perciben un salario oficial de unos 4.200 dólares mensuales, pero el gobierno del PT ha facilitado, con gran placer solidario, que La Habana le confisque a cada médico unos $3.000 mensuales de ese salario, lo que significa un subsidio de $408 millones anuales a la peor tiranía habida nunca en las Américas.

Igualmente, el Gobierno brasileño le regaló a los Castro y su claque militar cientos de millones de dólares en la construcción e instalación del puerto del Mariel. Resulta que según los funcionarios de Brasilia y los ejecutivos corruptos de la constructora Odebrecht, la obra costó casi $1.000 millones, pero expertos brasileños y una investigación de DIARIO DE CUBA afirman que el costo real no puede haber pasado de $600 millones. O sea, el Gobierno del PT, Odebrecht y el régimen cubano al parecer inflaron los costos para quedarse con la diferencia.

Pero más allá del dinero, el giro de timón en el gigante sudamericano, sumado a los demás factores mencionados, debilita sustancialmente el soporte político de la izquierda radical latinoamericana al castrismo y el chavismo.

Siendo optimistas podría pensarse que quizás el desmoronamiento del populismo, ya efectivo al menos parcialmente, contribuya a presionar a la gerontocracia de La Habana para que afloje la mano que asfixia a los cubanos. ¿Lo hará?
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