Por José Hugo Fernández.
Todavía uno no sabe si llorar o hacer gárgaras ante la macabra bufonada del VII Congreso del PCC, cuando los ancianos caciques y sus barrigoncitos aspirantes a clones se apuran para volver a la carga con la organización de los festejos por el Primero de Mayo. El espectáculo promete. Partida de parásitos y gandules que nunca han tirado un chícharo, dedicándose a dar una vez más su lata sobre la necesidad de revitalizar el proletario espíritu del trabajo y la lucha contra la corrupción.
Sería difícil hallar en nuestro hemisferio otro país donde se trabaje menos que en Cuba, y donde, a la vez, los trabajadores acumulen tantas quejas y frustraciones, lo que es decir: tan pocos motivos para celebrar. Sin embargo, cada Primero de Mayo repetimos sin falta el mismo sketch, marchando masiva y festinadamente, sin una sola protesta ni una sola demanda, para conmemorar el Día Internacional del Trabajo.
Cuando los historiadores o más bien los psiquiatras del futuro se propongan estudiar este cuadro de minusvalidez general al que hemos sido reducidos como fría estrategia de dominio, con una nación en bancarrota, pulverizadas todas las estructuras, las tradiciones y los valores identificativos, y, no obstante, sin ánimos y sin el menor interés por emprender la recuperación, posiblemente concluyan que todo empezó el día en que el trabajo perdió para nosotros su verdadera función y empezó a convertirse, como todo lo demás, en consigna hueca. La nuestra muy posiblemente sea la única sociedad del mundo (digamos) civilizado donde el trabajo ha perdido su significado como propiciador básico de la existencia y como generador del progreso, descontando, claro, su papel en la formación moral y espiritual.
El desapego, la falta de hábito y el abierto menosprecio que manifiesta ante el trabajo la mayoría de los cubanos —y no solo los más jóvenes, como suele decirse— puede contar con fuertes atenuantes justificadores, pero ello no nos impide estar situados en la cola de la civilización, ni evita que hayamos ubicado el futuro democrático mucho más lejano de lo que tal vez hoy estemos dispuestos a reconocer.
Podemos seguir buscándole la quinta pata al gato a la hora de explicar por qué la mayor parte de las tierras fértiles del país permanecieron yermas durante decenios, o por qué nuestras producciones de bienes materiales no se acercan jamás a la suficiencia, como no sea en los informes de la prensa oficial. Pero el motivo es uno, único por su contundencia sobre los demás: la función del trabajo, según su real significado, o sea, en tanto conducto para el desarrollo y herramienta para la conquista de la independencia económica, ha sido sistemáticamente enrarecida entre nosotros. No gracias a una larga cadena de torpezas administrativas, como suele afirmarse, ni a fallos más o menos graves en el sistema de educación, sino a lo trazado por un meticuloso programa de gobierno dictatorial.
Lo que ha tenido lugar en la Isla, a lo largo de las últimas décadas, es la institucionalización paulatina pero implacable de la vagancia como parte de un sistema de poder que más que explotar nuestro trabajo, eligió hacerse fuerte a costa de nuestra apatía ante la lucha por la vida, estimulando la falta de esfuerzos y de iniciativas, premiando la grisura de intelecto, y, en fin, amoldándonos desde pequeños en la idiosincrasia del rehén, a quien se le asegura la vida, precariamente, sin que tenga que mover un dedo, solo a cambio de que no se rebele.
Ni a Hitler, ni a Stalin, ni a Lenin, ni a ninguno de los ambiciosos y envilecidos reyes o emperadores que en este mundo han sido, se les ocurrió lanzarse con una coartada tan chapucera pero a la vez tan efectiva para atornillarse en el poder. Quizá tampoco ninguno entre ellos habría conseguido hacer funcionar tan bien y durante tanto tiempo un sistema que se sostiene, sin avanzar pero sin que acabe de hundirse, no con el trabajo de la población sojuzgada y esclavizada, ni con la eficacia de su propia gestión económica, sino a través de la doble subvención parasitaria: desde el exterior hacia el régimen y desde el régimen hacia sus dominados.
Mucho se habla y escribe al respecto, pero me temo que este fenómeno no haya sido estudiado suficientemente en todos sus resquicios como lo que verdaderamente es: la causa primera y fundamental de nuestras desgracias actuales y nuestra mayor hipoteca de cara a un futuro que ya se avizora a plazo medio.
Desde luego que el trabajo deberá ser medicina de urgencia para los males generados por casi 60 años de abulia y de múltiples involuciones con respecto al mundo real. Pero no hay forma de que empecemos a asumirlo con seriedad si antes no mandamos definitivamente para el basurero de la historia a quienes, con plena conciencia, impunemente, nos privaron de la primera y más enriquecedora entre todas las virtudes de los seres humanos: las ganas de trabajar.
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