Por Orlando Luis Pardo Lazo.
Por supuesto, fue una soberana idiotez. Como soberanamente idiota fue el socialismo chileno. Como idiotas han sido soberanamente todos los socialismos, sin excepción. Lo cual no justifica la naturaleza criminal de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, que duró casi dos décadas de cadáveres y desaparecidos. Como tampoco se justifica la complicidad del continente latinoamericano entero con la dictadura de Fidel Castro en Cuba, la que dura sobradamente hasta el día de hoy.
Estoy hablando de un libro idiota sobre un tema aún más idiota (las caricaturas del Pato Donald), escrito por la idiotez a dúo de dos intelectuales de la izquierda chilena, a los que no es necesario nombrar ahora, pues ambos ya son lo suficientemente famosos y sobreviven, como exiliados de mentiritas, a la sombra solvente de las academias primermundistas de Europa y de los Estados Unidos. Y tal vez hasta ambos sean ya en el siglo XXI un poquitín neoconservadores y todo.
Se trata, por supuesto, de “Para leer al Pato Donald”, un manifiesto pensado y publicado en el Chile comunista de a principios de los años setenta, bajo el régimen de Salvador Allende manipulado desde La Habana, lo mismo con bastiones de asesores y agentes, que con barcos de armas clandestinos para imponer a la Unidad Popular por encima de la voluntad popular.
Los dos autores del libro lo dejaron muy claro desde el inicio, y también desde el final: la Revolución tenía que arrasar con las “viejas formas de vida, características de la sociedad burguesa”, y con la “colonización cultural común a todos los países latinoamericanos”, porque “sólo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible destrucción del ordenamiento capitalista”, ya que “nada escapa a la ideología” y “nada, por lo tanto, escapa a la lucha de clases”.
“Para leer al Pato Donald” es un libro que ha envejecido milenios, mientras que el Pato Donald sigue siendo el mismo bebé de siempre. O casi, con algún que otro cuacuacuá digital.
En aquella prehistoria proletaria de 1971, para esta pareja de autores Donald era “la metáfora del pensamiento burgués que penetra insensiblemente en los niños, a través de todos los canales de formación de estructura mental”. Y lo decían con un odio casi infantil, de niños envidiosos porque, por ejemplo, “en más de un país se ha averiguado que el Ratón Mickey supera en popularidad al héroe nacional de turno” y porque “un magazine femenino chileno proponía, el año pasado, que se le otorgara a Disney al premio Nobel de la Paz”.
Los autores de “Para leer al Pato Donald” estaban convencidos de la “auto-colonización de la imaginación adulta” de un Mundo Disney que “masturba a sus lectores, sin autorizarles un contacto físico”, pues se trata de “cortar las raíces que pudieran atar estos personajes a un origen terrenal”, hasta llegar a “suprimir la historia personal” sin que nadie “se interrogue respecto a la situación en que se halla”, y donde “desaparece el conflicto entre generaciones”, aunque “la estructura de las relaciones entre los personajes es mucho más vertical y autoritaria”, en un universo dividido entre los de “abajo” (“obedientes, sumisos, disciplinados”) y los de “arriba” (“amenazas, represión física y moral, dominio económico”).
Disney como la ternura que, “bajo la apariencia simpática”, “esconde la ley de la selva: la crueldad, el chantaje, la dureza, el aprovechamiento de las debilidades ajenas, la envidia, el terror”. De suerte que “el niño aprende a odiar socialmente al no encontrar ejemplos en que encarnar su propio afecto natural”. En resumen, “el mundo de Disney es un orfelinato del siglo XIX” para estos dos lectores zangandongos del Pato Donald.
La culpa del neocolonialismo la tiene Walt Disney, al pintar a un planeta de papel que “permite al nativo una mínima participación en su propia explotación”, mientras que es capaz de “convertir el signo de la protesta en impostura”, siendo por tanto una “reducción de toda subversión política a una enfermedad psicopática”.
En fin, que según estos autores, por un lado “Disney exorciza la historia” con la “eliminación de este mundo del proletariado, el verdadero generador de los objetos o, en palabras de Gramsci, el elemento viril de la historia, la lucha de clases y el antagonismo de intereses”. Y, por el otro lado, Disney fomenta la “universalidad y eternidad de la burguesía”, pretendiendo “dar la apariencia de que sus publicaciones son democráticas”, etc., etc.
En Cuba nunca leí al Pato Donald. Nuestro tirano de verde oliva, al ser amigo de los críticos del Pato Donald, cumplió al pie de la letra con sus aliados chilenos, y así fue que el castrismo no dejó que la niñez cubana se corrompiera leyendo semejante tipo de propaganda imperial. Tuvimos, eso sí, mambises y cederistas como muñequitos aburridísimos y a la vez abusadores de su poder, cuya impronta mental aún la estamos pagando bien cara, pues los cubanos somos hoy por hoy el pueblo más infantilizado del hemisferio, además del más perversamente promiscuo y simulador. Somos, seamos sinceros aunque sea sólo durante un párrafo, una raza sin cura muy dañada en su corazón.
Si de algo pueden sentirse orgullosos sus dos autores antes de morir en las antípodas de Chile, es que “Para leer al Pato Donald” probablemente precipitó el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Si querían evidenciar al fascismo, pues lo lograron de sobra. Los muertos de Pinochet son también los muertos provocados por quienes leyeron con tanta inquina idiota a unas caricaturas que, a la postre, son precisamente una crítica a la cultura de masas occidental. Los guionistas del Pato Donald no sólo son más ingeniosos que toda la izquierda latinoamericana junta, sino que son también mucho más revolucionarios. Y, sobre todo, mucho más exitosos que cualquier camada de intelectuales castristas, los que desde siempre han sido tan cobardes que son incapaces de difundir su cultura sin tener que censurar al resto de la Cultura: empezando por el Pato Donald, como en Cuba, y terminando por (y terminando con) los partidos políticos de la Democracia.
Pobres, pobres patéticos despóticos que nos han legado el libro “Para leer al Pato Donald”, que hoy no es más que un panfletico apócrifo donde, lo único legible por lo demás, son casualmente los cómicos recuadros que sus autores reproducen del Pato Donald para criticarlo. Pobres, pobres chilenos asesinados por culpa del castrismo cultural. Con la muerte de Fidel Castro en el 2016, es de esperar que por fin América Latina se deje de inventar tanta insulsa idiotez, y acabe de reconocer la nefasta influencia de la Revolución Cubana en el continente, en tanto fuente de una ilusión ingenua que resultó ser genuinamente criminal.
Todavía hoy en la Isla necesitamos una disneyficación radical. Hay que poner al Pato Donald a recorrer locamente Cuba de punta a punta, pateando y puteando a la Piedra Filosofal donde se pudren las cenizas siniestras de un caricaturesco comandante llamado Fidel.
0 comments:
Publicar un comentario