Por Zoé Valdés.
He sentido siempre infinita curiosidad por el pasado, no sólo por el pasado de Cuba, por cualquier pasado de cualquier parte del mundo, o sea, más precisamente curiosidad por la historia. Pero tampoco, y lo he afirmado anteriormente, me interesa la historia como un ejercicio referencial, o con el afán de apropiarme de fechas, datos precisos, y demás exactitudes. Me fascina –en tanto que novelista- el lado sentimental, emocional, de la historia, o sea, el costado psicológico, caracterial de la historia, el tejido sincero y humano del pasado. Por eso leí y leo con apego y placer a Stefan Zweig, porque es el historiador más sensible y humano que conozco.
En aquel concierto por la paz de los sepulcros organizado por la dictadura en el Malecón habanero hace algunos años, Silvio Rodríguez leyó un atribulado discurso en el que se refirió a la “nada baldía”, que quería -según él- conducirles al pasado, lo que es científicamente imposible, pero que de manera metafórica sería de muy buen recurso para enfrentarlos con el verdadero pasado de Cuba, con la verdad ‘tout court’. Qué pena que Rodríguez no expresó lo que sí es una realidad comprobada de manera erudita: que lo único que nos ha hundido en el abismo de la ignorancia es la “nada baldía” a la que nos empujó la dictadura castrista apartándonos de nuestra verdad histórica, borrando un esplendoroso pasado cubano, escamoteándonos pasajes extraordinarios de nuestra memoria, y tergiversándonos y triturándonos la columna vertebral y ancestral de nuestra nación. Basta con leer a Leví Marrero. No lo dijo, porque será que él ha contribuido directamente a destrozar las evidencias sobre ese pasado.
No me canso de repetir que no siento nostalgia por la Cuba que dejé, esa Cuba no me emociona en lo absoluto como no sea para reavivar la ira de mi escritura. Despreciar no es sentimiento natural en mi, resulta muy duro, muy doloroso, pero lo acojo y admito como estilo literario. Además es especialmente complejo no poder contarle a los hijos acerca de alguna estructura imprescindible y hermosa de nuestro reciente pasado, además de tener que precisarles que no conservamos recuerdos de nuestra infancia dignos de ser extrañados, mucho menos de la juventud; y, por otra parte, el exilio no constituye una experiencia –cuando se trata de un exilio forzado- que debamos asumir como sugestiva y agradable.
Sin embargo, profeso una enorme curiosidad por el pasado de Cuba -por supuesto, no me cuento en él-, y ese pasado me proyecta hacia una nostalgia de lo que no viví. Las novelas de Carlos Loveira, Guillermo Cabrera Infante, la literatura de Lydia Cabrera, y de otros escritores de altura, que vivieron esa turbulenta época republicana, me conducen a una vida convulsa, extremadamente rica en experiencias, de una audacia incalculable, sobre todo porque había sueños a burujones, existían montones de objetivos, y se anhelaba conquistar aún más de lo alcanzado. Es obvio que nada de eso lo pudimos conocer los que nacimos después de 1959, o los que eran aún pequeños cuando el castrofascismo comunista se apoderó de la isla.
Los acontecimientos de Bahía de Cochinos no los viví de manera conscientemente directa, aunque ya yo existía, pero apenas contaba un año y meses de estar viva. La historia oficial que nos hicieron, a “los hijos de la revolución”, fue que el imperialismo y sus mercenarios habían querido apoderarse de la isla, y que Fidel Castro nos había defendido de semejante monstruosidad. “Tabara, tabara, tabara…” O sea, el discurso totalizador: “Nada baldía” a pulso.
Por suerte tuve madre y abuela, ambas se encargaron de contarme lo que en realidad había sucedido, lo que regaba Radio Bemba, lo que ellas habían oído, que era lo que había acontecido de verdad: Cubanos exiliados se habían preparado para liberar a Cuba del “fidelismo” –de ese modo denominaron la tragedia cuando yo tuve uso de razón para entenderlo.
Recuerdo con nitidez el miedo que se apoderó de mí cuando mi madre me aseguró que en la escuela mentían, que así no era la historia real, que ella y mi abuela me lo aclararían todo, pero que yo no debía repetirla en ninguna otra parte; que sólo podíamos conversar de esos temas con ella y con mi abuela. Con nadie más. “¿Y con tía?” Pregunté con los ojos azorados. A abuela se le daba mal hablar mal de su otra hija, aunque en realidad no hablaba mal de ella, sino de su esposo: “No –interrumpió abuela-, con tu tía nada de nada… No por ella, por su marido, que anda con esa gente, con esos fidelistas”. Y así, por ellas supe algo de la verdad que nos ocultaban.
Muchísimos años más tarde, en Miami y en Los Ángeles, conversando con algunos de aquellos hombres valientes, ya mayores, que participaron y sobrevivieron a la invasión traicionada y abortada, absolutamente todos confluyeron -después de contarme sus amargas experiencias, las de ver morir a amigos, de saberlos fusilados, de haber estado en la rastra de la muerte y haber tenido que soportar el vil asesinato de sus compañeros-, todos, sin excepción me reafirmaron que no se arrepentían de haber hecho lo que hicieron, y mucho menos de haber anhelado liberar a su país del castrofascismo, del comunismo.
Muy de vez en cuando recuerdo la voz de aquel valiente cubano, Carlos Onetti, expedicionario de Bahía de Cochinos, al que interrogaron en los juicios castristas, y que declaró firme, que ellos no fueron engañados por nadie, que ellos estaban allí para recobrar la libertad, para defender a Cuba, y para que Cuba volviera a ser lo que era, un país con todas las ventajas de la democracia. Cito de memoria. Y termina: “porque la razón estaba de nuestra parte”.
Hoy 17 de abril del 2017, le reitero a aquel valiente expedicionario, que creo todavía vive en Miami, y que merece la más alta condecoración estadounidense: Que la razón sigue estando de su parte y de la parte de los valientes, de aquellos que quisieron salvarnos de la “nada baldía” que después nos impusieron. Yo era una niña, y aunque el horror prevaleció por encima de la justicia, sólo puedo agradecer lo que ellos, la Brigada 2506, hicieron por la libertad de nuestro país y por nosotros, los adultos para siempre infelices del castrofascismo y del comunismo fidelista y raulista.
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