jueves, 13 de abril de 2017

Mofetas en su tierra.

Por Héctor Antón.

Cruzar veloz por un atajo donde creció la yerba rumbo al mar de las promesas. Manuscrito escondido en la caseta de una letrina. Omnipresencia de la violencia política, sexual y rural. Binomio perfecto del sacrificio inútil. Cuerpos y almas juntos por la imposibilidad del amor. Milagro de una sobrevida a solas con todos. Fragmento de una autobiografía colectiva inédita. Sociología mínima de lo obvio. La censura como un detonante legitimador. ¿Para qué sirven las palabras?

Acerca del ostracismo y otros demonios discurre el largometraje de ficción Santa y Andrés (Cuba, 2016), drama escrito y dirigido por Carlos Lechuga. Esta película fue excluida del 38 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana (2016) y del Havana Film Festival de Nueva York (2017).

No es casual que uno de los invitados al Havana Film Festival fuera Miguel Barnet, presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). ¿Quién duda que la tarea asignada se redujera a cambiar de tema cuando hiciera falta defender a la Revolución? ¡Ah!, los falsos herejes de Santa y Andrés estuvieron bien protegidos.

El filme en cuestión se inspira en la vida del poeta holguinero Delfín Prats. Sin embargo, terminó siendo una pócima del vía crucis que encarnaron Reinaldo Arenas, Guillermo Rosales, René Ariza, Esteban Luis Cárdenas, Manuel Granados, Eddy Campa, Carlos Victoria o los hermanos Abreu. Esto alegan testigos o estudiosos de aquella zafra ideológica del 70 y la Generación del Mariel.

Roberto Smith de Castro, director del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), encabezó el grupo de censores encargados de convertir la película en tabú mediático antes de estrenarse. Smith de Castro (lo del segundo apellido es pura coincidencia), fue quien dio la cara para transmitir el dictamen oficial que prohibía la exhibición de Santa y Andrés en Cuba.

Otra vez las víctimas de la intransigencia ganan visibilidad nacional e internacional con “la ayuda desinteresada” de verdugos por encargo, consternados, rabiosos ante la muerte del último Gran Hermano Fidel Castro Ruz.

A pesar de las transiciones pospolíticas contemporáneas, el segundo largometraje de Carlos Lechuga (La Habana, 1983) consiguió sacar de paso a los rectores de la Institución-Arte. Así de fácil, los hegémonos volvieron a caer en la trampa y limpiaron el camino para que Santa y Andrés fuera noticia; antes de probarse como obra de arte, ya estaba lista para expandir el denominado cine de culto.

Si los funcionarios del Ministerio de Cultura cubano concientizaran el impacto legitimador de la censura para compensar las carencias de un producto artístico, decidirían tolerar las coartadas fugaces. De esta forma, se apropiarían de luces enemigas como la de Reinaldo Arenas: “No hay peor crítica que el silencio”.

En un artículo para el diario mexicano Excélsior, Lisandro Otero aclaró: “Lo que hubo con Reinaldo Arenas no fue persecución sino lucha ideológica”. Desde que leí este detalle comencé a interesarme por el terrorismo semántico. Lo que sucede conviene. Gracias a un obeso político de primera, reportero de segunda y literato de tercera como Otero, descubrí a la “Mofeta Reina”, quien una vez alertó: “La vida es riesgo o abstinencia”. Para otros, en cambio, no es más que silbar.

Vayamos a la película: Andrés Díaz (Eduardo Martínez) es un escritor maldito que estuvo ocho años preso entre ladrones, violadores y asesinos. Su delito: escribir un libro contrarrevolucionario e intentar publicarlo en el extranjero. Sobrevive entre las lomas del Oriente cubano. Su madre murió y los mejores amigos fallecieron o se marcharon del país, magra diferencia incapaz de tranquilizar su ira contenida.

Andrés consigue aguantar lo que haya que aguantar. Su capacidad de renuncia parece requerir un escarmiento límite para tomar una decisión límite. La novia que le han buscado, para vigilarlo los tres días que duraría el Fórum por la Paz, no lo asombra: aquello era una “novedad” para él en medio de la costumbre (“la más feroz de las diosas”, según dictaminó el Gran Parametrado Virgilio Piñera).

Santa Rodríguez (Lola Amores) es una campesina disciplinada que ordeña vacas o ceba terneros hambrientos en un Consejo Popular. Da la impresión de ser una guajira cerrera dispuesta a servir donde la Revolución la necesite. Por ello, Santa no duda en arrastrar cada mañana una silla de madera para sentarse frente al refugio del paciente Andrés, quien la distingue como a esa perra fiel que nunca tuvo, cuidando su humildad doméstica.

A medida que avanza la trama, muchas divergencias entre la “pareja de choque” se tornan imperceptibles. Santa y Andrés hierven entre la soledad y el aislamiento de la resistencia, como vía para rebasar esa ley de la selva a punto de engullirlos.

Ella es otro arquetipo de no-persona que sufre el asedio de Jesús, jefe y amante perdido. Siembra dudas acerca de si está ejecutando su misión de vigilante o solo sintiendo compasión por ese traidor de azufre y serpentina llamado Andrés.

La comunicación entre ambos personajes es más silente que oral y los detalles de sus biografías íntimas quedan en el iceberg del relato fílmico. Algo similar a un lenguaje de mudos, que empieza a funcionar dominando el secreto de las pausas.

Santa es como una hija bastarda de la patria, sin un origen familiar que recordar ni un porvenir que vislumbrar. Podría decirse que su existencia resulta tan inenarrable como la de Andrés, de quien se revelan algunas pistas biográficas en un guion hilvanado a través de sujetos tropezando contra el muro del poder. Es una joven envejecida por la esclavitud, harta de obedecer y cumplir sin chistar las misiones que le encomienda la Dirección de Factores.

En Santa y Andrés, descontento reprimido e indiferencia abierta son las dos alas de un pájaro herido, presto a extasiarse con el revoloteo de las auras tiñosas. Dicha simbiosis logró desconcertar al castrismo primermundista e indignar a los fidelistas reciclados; estos últimos, negados a divulgar la película en el país donde ocurrieron los hechos. Cuba, la Isla de Moda, muta con destreza en Isla Muda, acompañada de tambores, güiros y maracas.

“A mí me quitaron el carné de la UJC por no ir a tirarle huevos a quienes se habían metido en la embajada del Perú. Los llevaban a un Círculo Social Obrero para recoger el visado y que acabaran de largarse. Eso no es una película”. (Olga Ramos Medina, ingeniera agrónoma y dueña de la paladar “Pedacito de cielo”, recientemente inaugurada en el reparto habanero de Siboney.)

La escena del mitin de repudio en Santa y Andrés bastaría para declarar beligerancia radical hacia un Estado de Excepción donde el diálogo crítico “entre cubanos y entre humanos” casi no existe. Sería ingenuo creer que pudiera mostrarse orgánicamente en Cuba, tal como imaginó el director en la preparación y rodaje de la película.

Cualquiera diría que en el contexto de realización del film dejaron de regalarles palizas a los disidentes. Distraído en asuntos de pertinencia ética, Lechuga ignoró también que su personaje, Andrés, se lanza al mar porque la incomprensión lo rodea por todas partes, sin darle un margen al diálogo constructivo.

Santa y Andrés era una bomba de tiempo desde que intentó burlar el filtro institucional. Hay que estar demasiado ajeno a las oleadas represivas de la ínsula para ilusionarse con su estreno en la red de cines comerciales.

Por lo mismo, resulta una boutade de mal gusto que Lechuga manifieste que la censura lo ha cansado (tal vez viajando de un festival a otro); o que incluso le ha robado horas a sus venideras coartadas cinematográficas (cuando los patrocinios no sean otra futura odisea).

En una película como Santa y Andrés, siempre necesaria y oportuna, “los horrores del mundo moral” rebasan a “las bellezas del físico mundo”. Carlos Lechuga estima que en su propuesta el amor descuella por encima del odio. Eso deberían sentirlo o no los espectadores. Mejor sería que el autor contara su experiencia con la censura, el valor o el precio de recordar a escritores convertidos en mofetas en su tierra y expulsados de la república, la misma que ahora se indigna ante una reconstrucción arquetípica pendiente.

Ser un cineasta político o escandaloso (en caso de serlo Carlos Lechuga) no es ninguna vergüenza para un intelectual joven que ama su país, lo cuestiona y no quiere abandonarlo. Al contrario, significa un acto de liberación artística merecedora de respecto. Pero sería tonto considerar que Santa y Andrés pudiera avanzar por el mundo sin el manto gris de la censura, que asusta y a la vez te muestra quienes son tus amigos en las malas, en lugar de esos cómplices puntuales que están ahí cuando las cosas marchan.              

Andrés no puede ofrecerle sexo a Santa, aunque sí comprensión. Por ello, la campesina integrada confunde piedad con deseo carnal y, paradójicamente, la camaradería espiritual se fortalece a medida que ambos se comprometen. Muchos observadores notan que en la “antagónica pareja” hay más semejanzas que diferencias. No están errados; Santa experimenta una frustración paralela o mayor que la de Andrés.

Ella no es homosexual, no le han impedido publicar un libro ni tampoco han desaparecido sus pocos amigos, si es que los tuvo en algún periodo de su misteriosa existencia. Pero su mutismo es proporcional a las palabras que Andrés se traga vaciando una botella de ron.

Santa representa a la muchacha que perdió la fe en sublevarse o en reiniciar una no-vida, vacío que al parecer no tiene la aspiración secreta de abandonar el potrero. Santa configura un retrato del encierro entre lomas y senderos nada luminosos. Que su futuro inmediato nunca se toque en la película, revela la coerción que los aparatos ideológicos ejercen en jóvenes como ella, que aceptan inmolarse opuestos al desacato.

El supuesto casting le concedió a esta película un salvoconducto eficaz para rebasar clichés insulares. Los protagonistas de Santa y Andrés, Lola Amores y Eduardo Martínez, son figuras del teatro experimental y rostros desconocidos en el cine cubano, círculo donde impera el amiguismo, caras redundantes y jornadas de peluquería.

A pesar de ser pareja en la vida real, Eduardo y Lola reforzaron en cada ademán la ausencia de complicidad erótica, tal como lo exigía una historia donde el resorte del personaje homosexual no convirtió al filme en una película gay (un fiasco para entendidos en tópicos de género o identidades subalternas).

Cuando al inicio Santa y Andrés se miran, lo que comunican es incomunicación. Ella, insistiendo en la persecución por parte del oscurantismo político; él, separando esa falsa conciencia colectiva de su vida personal, donde ni siquiera cuenta el “sobrino” mudo (César Domínguez) que lo visita. Una tarea compleja para la valentía diezmada de Santa y la cobardía de Andrés hecha para obrar milagros.

Mediante el efecto brechtiano de identificación/distanciamiento matizado por los actores, el trabajo sucio de Santa alcanza limpiarse, hasta el punto de que Andrés la llama amiga cuando esta reclama su compañía. Ello revierte el guion de Lechuga en una historia de amor imposible o en el comienzo de una empatía tronchada por la fuga del hombre-pájaro, que elige volar a ras del agua para desafiar a las tiñosas.

Un detalle fuera de lugar en la película es ese diablito que irrumpe y desaparece cerca del mar, cuando los personajes se relajan para compartir cierta desnudez, la bebida y el tuteo, engañosamente lejos de miradas indiscretas. El Ireme Abakuá se cansó de la industria artesanal cubana y se coló en el cine.

Lo que justificaría semejante aparición es que el diablito bailarín fuera un agente de la Seguridad del Estado disfrazado. Pero ese guiño quedó en suspense. La superstición antillana solo persiguió comicidad irónica, añadir ese toque folclorista que supuestamente no debe faltar en las propuestas autóctonas.

El espacio de familiarización minimalista concebido por la dramaturgia bastó a los actores para sugerirnos que una obra de arte es muchas cosas y ninguna a la vez, que no hay necesidad de condicionar las lecturas más convenientes a fin de suavizar, universalizar o ampliar los límites de un producto cultural estigmatizado.

La cinta despertará interés mientras continúe el veto. Ya está en el Paquete Semanal para verla a domicilio.

De ser tolerada y exhibida, Santa y Andrés compartiría el destino de Ya no es antes, el reciente dramón lacrimógeno concebido por Lester Hamlet y exhibido ante el lunetario pornógrafo del cine Yara, en el corazón del Vedado. Una verdadera decepción para los más turbados cinéfilos, que se refugian en esa sala a la caza de ninjas, disparos y choques de autos.

En el itinerario polémico de Santa y Andrés, el negociador Carlos Lechuga se ha esforzado por descompactar la carga política del saldo fílmico para inducir apreciación estética a la cañona. Si alguna certeza verificamos en el imaginario profiláctico de quien tiró la piedra y escondió la mano, es que “ama más el cine que la realidad”, como él mismo ha declarado.

¿Tiene motivos el realizador para adorar o extrañar la áspera, hipócrita y voluble realidad cubana, donde pasión crítica y tibieza cínica merodean en el campo intelectual?

Descargando por e-mail con el carnívoro Néstor Díaz de Villegas sobre el caso Lechuga (entre viejas bromas y nuevos resabios), el blogger cubano afincado en Los Ángeles me escribió en tono jocoso: “¡Abajo las hortalizas!”.
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