miércoles, 19 de abril de 2017

¿Cómo se arma un ‘almendrón’?

Por Ernesto Pérez Chang.

Es un “almendrón”, es decir, un invento. Por fuera, a la distancia, parece un Chevrolet de los años 50, sin embargo, no lo es. Lleva llantas y neumáticos de un Vaz de los 60, pizarra de Hyundai de los 90, asientos traseros de ómnibus Girón de los 80, timón de Lada de la era soviética y se mueve gracias a un motor de Peugeot petrolero que tampoco es totalmente original, sino armado pieza por pieza según fueron apareciendo “por ahí”, en los casi infinitos entresijos del mercado negro cubano.

El artefacto es un verdadero “Frankestein” pero no una rareza. En las calles de Cuba la gente ni se detiene a mirar lo que solo resulta esperpento para los extranjeros.

A cualquier hora se puede presenciar un desfile de almendrones, “riquimbilis” (triciclos a motor) más todo un catálogo de armatostes y cachivaches que, lejos de disminuir, aumentan o se transforman en otro tipo de “cosa” más o menos sofisticada.

Para algunos, es la imagen palpable de un desastre económico de más de cinco décadas pero, también, el modo en que se han adaptado los cubanos a esa circunstancia de “parálisis evolutiva” que han impuesto carencias crónicas, embargos externos, bloqueos internos pero, sobre todo, los estragos de los disímiles obstáculos que deben salvar las iniciativas privadas por el temor de algunos sectores del gobierno a perder el control.

No se puede importar, no se puede comprar, no se puede competir de igual a igual con el sector estatal. Hay que arreglárselas con lo que aparezca, hay que inventar de la nada e intentar “hacer fortuna” en los pocos espacios permitidos, tolerados o fáciles de enmascarar dentro del marco de lo legal.

El desamparo tecnológico de la empresa privada, su peculiar existencia, ha obligado a crear alternativas, de modo que muy pocas cosas tienen vida perecedera. Las piezas y partes de una máquina, así sean de un ventilador casero o de una tostadora, son recicladas hasta la infinitud. Incluso, cuando es demasiado el desgate, se funden, metal o plástico, para crear otro artilugio.

Los que observan el fenómeno desde afuera pudieran interpretar como cultivada “conciencia ecológica” aquello que, para quienes lo viven, no constituye una alternativa entre muchas sino, como reza el eslogan de una cafetería privada de Centro Habana, “es lo que hay”; quizás refiriéndose a la imposibilidad de elegir, optar, escoger, preferir, palabras de las que, para la mayoría de los cubanos, solo queda la añoranza.

No se tiene un almendrón porque se elige entre un auto moderno y otro viejo, sino porque “es lo que hay”. Inclusive, conducir uno de esos “bichos raros” es privilegio de una extraña clase social creada en medio de este zafarrancho económico.

Decir “botero” (chofer de un almendrón) es decir “hombre afortunado” en un país donde ser el dueño de un puesto callejero de fritangas te catapulta en la escala social muy por encima de un escritor, un periodista o de cualquier técnico o profesional en ejercicio de su especialidad.

Un destartalado almendrón, un puesto de frituras, una carretilla de vendedor ambulante, un arado o un remolque cuestan tanto como el salario estatal de varios años de un ingeniero.

De modo que hay gente cuyo negocio es “construir” esos feos artefactos que colman nuestra vida cotidiana. Los arman en talleres donde, a fuerza de soplete y martillo, también se crean bicitaxis, carritos de fritureros, máquinas de churros, molinos de granos y cualquiera de esos tantos objetos estrafalarios que “adornan” el paisaje cubano actual.

En los llamados “armaderos” se le echa mano a cualquier cosa. Un viejo tanque de latón puede terminar convertido en el piso de un almendrón, una tubería de acero galvanizado puede ayudar a sostener los techos corroídos de un tractor Ford de los años 40, las ruedas de un depósito para la basura pasarán a ser las de un puesto ambulante de comidas rápidas.

“Todo sirve”, afirma Edelvis, un trabajador de la “Fabriquita”, una de las tantas manufacturas privadas y escondidas que existen en la provincia de Mayabeque, donde, por encargo, se crea todo tipo de artefacto: “Aquí compramos todo tipo de chatarra y la gente viene a vender cualquier porquería. (…) Los bicitaxis los armamos con piezas (viejas) de bicicletas; normales, son bicicletas viejas y nosotros las compramos en 10, 20 o treinta pesos (dólares), según como estén. (…) Los vendemos (los bicitaxis) entre 500 y 700 pesos (dólares). (…) Compramos los almendrones y todo carro viejo porque todo se aprovecha. (…) No importa si es un Lada, un Moskovich, lo que sea. (…) Por un carro viejo, un cacharro que parece que no sirve para nada, se paga hasta 4 mil pesos (dólares), a veces 5 mil, 6 mil pero después que lo levantas, puedes sacarle 10 mil, 15 mil”, dice Edelvis.

“Nosotros ayudamos a alargar la vida de las cosas”, explica Berto, otro trabajador de la misma “fabriquita” donde labora Edelvis. Y agrega: “La gente fuera de Cuba se sorprende por eso que tenemos los cubanos de sacarle lascas a todo. Es lo que ha hecho tanta necesidad. (…) Ya no me imagino la vida de otra manera. Es como ver La Habana sin almendrones y sin edificios cayéndose. Para muchos esa es Cuba”.

Cuesta trabajo imaginar que alguna vez lo estrafalario pueda dejar de ser la nota distintiva de Cuba. Somos un país raro, de eso no quedan dudas cuando miramos nuestro entorno y, librándonos de la ceguera que produce la costumbre, reparamos en cómo nos hemos adaptado o resignado a eso que algunos han llamado, con el eufemismo que permite el observar a la distancia, “el tiempo detenido”.
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