miércoles, 19 de julio de 2023

Un país rústico e incivil.

Por Alberto Méndez Castelló.

La letanía castrista vuelve por estos días de julio, perorando, como desde hace 70 años: “José Martí es el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada”, dicen. ¡Ah, sí! ¡No me digan! Si el Partido Comunista de Cuba (PCC) es “la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”, entonces, cabe preguntarse: ¿Cómo Martí, que casi todo lo dejó escrito, puede ser el autor de un legado sin herederos?

Aunque el desaparecido Fidel Castro y los que afirman ser su “continuidad” se dicen “martianos”, por los peligros que para cualquier nación implican los poderes absolutos -como el castrocomunista-, en Nueva York, el 10 de octubre de 1889, en su discurso por el 21 aniversario del Grito de Yara, José Martí se refirió a esos monopolios, como el del PCC sobre los cubanos, afirmando que si la patria es dicha de todos no puede ser “feudo ni capellanía de nadie”.

Decenas de mujeres y hombres, desde el mismo año 1959, enfrentaron el castrismo cuando todavía negaba ser comunista. Sin embargo, esas mujeres y hombres que dieron su vida y fueron a la cárcel por defender sus derechos y los derechos de sus conciudadanos fueron ignorados por la mayoría de los cubanos. De esos cubanos, aplaudidores de sus verdugos, antaño como hoy, en el propio discurso pronunciado por el 10 de Octubre en Hardman Hall, Nueva York, Martí dijo: “¡Qué porvenir sombrío el de nuestra tierra si abandonamos a su esfuerzo a los que luchan y no nos congregamos para auxiliar, con la misma presteza y alientos con que se congregan ellos para combatir!”

La desidia patriótica como camino seguro de la incivilidad, sí, de la incultura, de la ramplonería, del salvajismo, de las bajezas y la desvergüenza del ser humano, reducida tal condición de ser pensante a mero instinto primario, animal, de ¡sálvese quien pueda! En aquellas palabras por el 21 aniversario del alzamiento del 10 de octubre de 1868, José Martí bien lo esclareció cuando, premonitoriamente, dijo: “Vagaran siempre por los campos familias miserables; los esclavos fugitivos, pobladores de las selvas, las llenarán de caseríos inaccesibles, y contraerán en ellos propios hábitos, que los alejaran mañana del comercial fragor de la ciudad, del cultivo afanoso de los campos, y de toda tarea que no les sea urgente y exclusiva: ¡Brava manera de unir concitar divisiones duraderas entre las necesidades y costumbres de los nacidos a partir el mismo pan!”

Hoy, pese al intento de recuperarlo con un sector privado que no es tal -porque la “empresa estatal socialista es el sujeto principal de la economía nacional”, dice el artículo 27 de la Constitución-, no existe en Cuba el “comercial fragor de la ciudad”, según palabras de Martí, porque las ciudades dejaron de ser comerciales para transformarse en estatistas en agosto de 1968, cuando el castrocomunismo, con la llamada “ofensiva revolucionaria”, castró, sí, emasculó, extirpó sin capacidad natural de reproducción la ancestral costumbre de comprar y vender, en juego libre, dejándonos como perjudicial sucedáneo el monopolista usurero, que poco importa si es estatal o “privado”, si no existe posibilidad de un precio mejor.

Más “familias miserables” ya no caben en el campo cubano de hoy, inculto, improductivo, por la misma razón del estatismo pernicioso; y aunque liberados de un dueño esclavista, demasiados cubanos son esclavos de sí mismos al rescindir derechos a cambio de un contrato de trabajo con el PCC-Estado, que vende sus servicios profesionales en el mercado internacional, del mismo modo que antes un negrero vendía esclavos traídos de África a los plantadores de caña o de algodón en las Américas.

Cuba es hoy un país incivil (entiéndase rústico) por los cubanos, sí, por su gente, más que por sus casas, calles y pueblos y ciudades maltrechos, derrumbándose, los comercios desabastecidos, los pregones de los vendedores callejeros, unos símiles de lamentos y otros de amenazas, los dirigentes del PCC emperifollados rodeados de ancianos mustios, los automóviles de la primera mitad del siglo pasado junto a carretones tirados por caballos o carricoches con motores eléctricos en los que sus chóferes van como si fueran en limusinas. Y es rústico el cubano sometido porque todavía no alcanza a ver la luz de Yara, la del Grito de Yara, la única que ilumina. La luz de la libertad.

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