Por Carlos Manuel Alvarez.
La calle es larga y remota como el suspiro de un moribundo y la luz municipal de los focos amarillos se desparrama sobre el asfalto húmedo de la madrugada. La fachada de la esquina tiene el color terroso de las casas en las que ya no vive nadie o en las que vive todavía mucha gente. Hay una ventana cerrada, una reja de hierro, manchas en la acera, y en el fondo un cielo oscuro y agitado.
Es poderosa la imagen de la soledad y la pobreza. Me detuve y le saqué una foto con azoro. Era una calle, la calle de la desgracia, que yo había recorrido muchas veces, en muchas partes distintas y siempre apurado. Como si alguien, seguramente yo mismo, estuviera siguiéndome los pasos.
Ahora estaba de visita en Cárdenas, el pueblo al noroeste de Cuba en el que viví hasta los diecisiete años y que nunca antes había pensado retratar, básicamente porque uno retrata los lugares a los que llega, no los lugares de los que sale.
Pero esta vez yo estaba llegando. Era el verano de 2018, tres años ya en el extranjero, y en las calles Aranguren y Laborde, a las seis de la mañana del barrio Fundición, un barrio construido en la línea del mar, con salitre en la cara, me di cuenta de que yo era un visitante en la esquina de toda la vida.
Me había convertido, por un momento, en un turista de mi pasado; el peregrino que estaba recorriendo, más que un lugar, las ruinas de un tiempo y el trazado urbanístico de una memoria. Aquella foto era la foto de un pensamiento.
A los dieciocho años me fui a La Habana. Nos soportamos hasta los veinticinco. Fue una relación febril entre dos cuerpos jóvenes vueltos uno en la boca del deseo, diluidos en la lengua del hambre. La Habana aún no llega a los quinientos años, por lo que podemos correr el riesgo de volvernos rápidamente más viejos que la ciudad. El éxodo es tal vez la arruga más profunda de la piel, pero es también un pliegue que no se ve, porque se vive como una cirugía ética, el bisturí que corta un tejido enfermo.
He llegado a muchas ciudades y he pasado muchas horas en aviones luego de esa operación sin anestesia. La primera vez que me sorprendí de encontrarme donde me encontraba fue en Berlín. Compraba yo dos pantalones en un bazar cerca del río Spree, mientras cientos de refugiados sirios, desde el sur, invadían Alemania como ratas sin techo. La última vez, en cambio, fue una mañana de noviembre entre Argentina y Chile, sobrevolando los Andes, sus picos blancos de nieve.
Quien viaja finalmente toma fotos porque necesita demostrar, sea para el otro o para sí mismo, que estuvo en ese lugar específico. Está tratando de remediar en el presente una angustia que se va a proyectar en el futuro sobre un hecho que fue. Hay una razón por la que tengo muy escasas fotos de algunos de los sitios que he visitado, y de otros no tengo ninguna. Mi finitud reduce o desintegra la capacidad simbólica y la belleza natural de los espacios.
Un sitio solo puede ser leído en primera instancia dentro de una cronología personal y una sensibilidad específica, y toda cronología personal es corta ante la historia y toda sensibilidad específica es insuficiente ante la cultura. Mi tamaño se impone. Mi edad se va convirtiendo, para mí pesar, en la edad absoluta de las cosas.
Soy un líquido inflamable, fósforo de lo ajeno, y he visto arder Barcelona, Nueva York o Venecia inmediatamente con mi llegada. ¿Cómo puede seguir conservando su carácter histórico o fascinante –su centro sagrado, su piedra solemne– el lugar al que arribamos con nuestra batería de gestos y actitudes prosaicas y comunes?
Las grandes catedrales desaparecen tales como son para convertirse apenas en el lugar en el que ese momento estoy: ahí donde tengo unos zapatos puestos y me aburro y me rasco la cabeza y me toco la nariz y bostezo y sudo y apesto, y así una serie de acciones que son las acciones de toda la vida, las de antes y las de después, las únicas acciones que el hombre puede emprender con facilidad e irrepetiblemente, los movimientos que llenan el tiempo.
No tengo en el extranjero una mirada nueva. Contemplo el Foro Romano con los mismos dos ojos con los que he visto siempre, los ojos cuyas retinas cargan consigo la imagen del caballo municipal con la carne pegada a las costillas, del viejo sin dentadura sentado en el quicio de la acera, de la fosa de excrementos desbordándose en la calle como un limo negro.
¿Qué sentido tiene entonces retratar un sitio que ya no es, o que solo es en la medida en que soy yo? Ninguno, porque ya nos acompaña una foto nuestra, la foto del cuerpo vivo, para todo el tiempo que nos ha sido dado.
Si esto no bastara, ¿cuál es el valor concreto de tomar la foto que se toma todos los días? ¿Qué se retrata en la Plaza San Marcos, en la Sagrada Familia o en el Empire State que no se sepa? Son sitios constatados. Nadie dudaría de que hemos ido a un lugar que la gente, justamente, usa para ir. Es lo que se hace.
Pensé en eso hace poco, de visita en Perú, porque quería recorrer algunos de los espacios que hace cien años César Vallejo hubiera podido frecuentar. Antes creía portentoso, en extremo poético, que Vallejo estuviera enterrado en París, pero eso no tiene nada de poético, entendido lo poético como el ejercicio del milagro y el asombro, como lo extraño o lo desconcertante. En París está enterrada mucha gente. Es natural, de algún modo, morirse en París: territorio consagrado, lugar de llegada. Lo inaudito, lo verdaderamente único y estremecedor, es nacer en Santiago de Chuco. La muerte es uniforme, el nacimiento es específico.
La saeta de esa premonición me atacó aquella madrugada en Cárdenas. Vi entonces la calle de siempre, intransferible, sabiendo que nadie más podía retratarla, que me encontraba en un sitio improbable e inverosímil que se iba a mantener a salvo de la visita de nadie. Solo una especificidad así, fantasmagórica, podía volverme singular y corpóreo.
Había, además, otras texturas en la foto. El ojo es tiránico y secuestra la sensibilidad del viajero. No hay visita sin mirada, pero en casa hay rápidamente olor y tacto, formas de acercarse al mundo y de profundizarlo que por lo general requieren estancia y paciencia, una verticalidad o inmersión; lujos todos que el viaje moderno difícilmente puede permitirse, como fenómeno horizontal y directo que es.
Sin embargo, nunca hubiese habido foto local si un día no me hubiera ido a los lugares que son de todos. La calle larga y remota, el cielo oscuro y agitado, la casa sin pintar del hombre pobre. Hay que escapar de un sitio así para llegar a él.