miércoles, 28 de octubre de 2009

Cosecha roja.

Por Alejandro Ríos.

Luego de afirmar que ofender a Fidel Castro era recriminar a Cuba, en el momento más oscuro de su enfermedad, dicen que Tomás Gutiérrez Alea blasfemaba contra el dictador que lo mantuvo en vilo durante buena parte de su destacada carrera cinematográfica, incluso después de muerto.

Se acerca la efemérides de medio siglo de miedo y desplantes con intelectuales y artistas cubanos. El hombre que ahora convalece de no se sabe qué enfermedad, ha sido y es indiferentemente despiadado con los representantes de la cultura cubana y casi nadie, incluso los que escaparon al exilio, han podido esquivar su oscuro sortilegio.

José Lezama Lima y Raúl Hernández Novás, dos poetas insaciables, penaron por una buena comida hasta los momentos finales de su vida, mientras los miembros de la nomenclatura recibían, durante la prohibida Navidad, unas cestas abundantes en productos españoles y otros manjares.

El maestro de Trocadero 162 le habló de añoradas croquetas a Julio Cortázar, quien sin ver- güenza y olvido siguió apoyando al castrismo, en lo que su amigo debía sufrir la violación de su correspondencia privada y el acoso de un médico y un mediocre editor que lo vejaba tratando de enmendarle la plana, ambos comisionados a la infausta tarea por la policía política. Murió reivindicando oxígeno en la sala de un hospital y su obituario fue despachado en la prensa oficial con deleznables palabras.

Novás terminó descerrajándose un tiro en la sien con un revólver antiguo y oxidado después de simular infames almuerzos como empleado de Casa de las Américas en la cercana sede del Instituto de Turismo, donde le correspondía por orientaciones burocráticas. Ni sus ejemplares versos pudieron evitar que naufragara en el mar proceloso de una sociedad soliviantada que su sensibilidad se resistía a entender.

El susto le fue horadando el corazón a Virgilio Piñera. Desandaba las calles del Vedado, jaba en ristre, cual personaje de su teatro, buscando cómo paliar sus frugales necesidades alimentarias. Escribía y guardaba en la gaveta que luego los personeros del Ministerio del Interior violaban a su antojo. El sueldo lo percibía traduciendo del francés y el director del Instituto del Libro, junto a otros escritores, se mofaban cruelmente de su deferencia gálica.

El espíritu burlón de René Ariza todavía nos alerta sobre el Castro que todos los cubanos llevamos dentro. El lo aprendió the hard way, cuando terminó en un calabozo con presos comunes por su narrativa irreverente y sarcástica donde el dictador era objeto de escarnio. Cuando el vanguardista movimiento teatral cubano fue parametrado y hecho añicos por exceso de sospechosos y afeminados, los colegas de Ariza deambulaban a la deriva, con el terror inminente de ser encausados sin culpa alguna.

Olga Andreu voló como un ave antes de estrellarse en el pavimento. Ya no soportó tanta ignominia porque Heberto Padilla se la había jugado, conjugando los más infidentes verbos en su poesía y lo hicieron olvidar el tiempo y su propia persona en las mazmorras de la Seguridad del Estado. El circo que le dispensaron a torturadores de la dictadura precedente lo reeditaron con el poeta y sus amigos, en ronda de mutuas acusaciones, para disfrute del morbo de Fidel Castro, quien desconfía totalmente de la integridad de los intelectuales y disfruta la humillación de sus enemigos.

Reinaldo Arenas fue un desconcierto desde el comienzo. Pensaron que no había guajiros homosexuales y mucho menos que contaran sus desvaríos. Lo acorralaron y le dieron caza como un animal. Cortaron por lo sano para evitar el contagio. Le colgaron el sambenito de la pederastia y lo encerraron en una celda de castigo de una vieja fortaleza colonial. No pudieron doblegarlo. Le removieron todas sus musas y diablos. Lo eternizaron con tanta malevolencia. Al quitarse la vida culpó a Fidel Castro de su liberación.

El influyente tío no fue en su ayuda cuando cayó en desgracia. Nicolás Guillén Landrián era director de cine a destiempo. Pensó que haciendo malabares con la imagen y el sonido podía obnubilar a la torpe censura para meter de contrabando su inconformidad con el status quo. Un enfant terrible que cruzó varias veces la barrera de lo permisible y fue parado en seco con una temporada a la sombra y una tanda de electroshocks para amortiguar su ingenio insolente.

He aquí parte de la cosecha roja de cincuenta años de revolución. La vida de los otros que un día se abrirá como un gran archivo secreto para revelar los trasiegos de un despotismo cruento todavía agradable al paladar de cierta inconsciencia mundana.
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