lunes, 6 de julio de 2020

Hacer y describir una cola del pollo (y no deprimirse en el intento).

Por Darío Alejandro Alemán.


Mi esposa está convencida de la necesidad de escribir una crónica sobre la cola del pollo. En ese escenario grotesco y calamitoso, dice, está representado el país y sus continuos fracasos políticos y económicos. ¿La cola del pollo? ¿En serio? Me lo tomo con calma. La cola del pollo como una inconsciente puesta teatral del desastre que habito, pienso, como un suceso cotidiano y simplón que resume…, o mejor, del que se desgajan disímiles y complicados significados. Imagino entonces una historia que comienza con mis abuelos marcando en la cola. Mis abuelos no lo logran, se agotan, mueren, y mis padres toman sus lugares creyéndose más cerca de la puerta de la tienda. Hace calor, tienen hambre, pero no les importa. El tiempo avanza; la cola, no. Ahora son mis padres quienes se agotan y me suplican que vaya pensando en relevarles. El pollo también puede ser una metáfora de la utopía revolucionaria, concluyo. Una crónica sencilla, continúa mi esposa, básica, sin detalles y sin filosofar tanto. Hecho, hecho, hecho, pam, pam, pam, porque la cola del pollo se explica sola, remata, y de mi mente borro todo lo anterior.

La cola del pollo se organiza en la madrugada de la misma forma en que, imagino, lo haría una protesta popular: una calle desierta que de a poco va llenándose de individuos como una conspiración planificada. Pero no tengo ni la más remota idea de cómo se organiza una protesta popular, y esta multitud reunida en los bajos de mi casa ciertamente tampoco.

Algunos están cansados, quizás por el trabajo del día o porque la madrugada, la mañana y hasta la tarde de ayer la dedicaron a hacer otra cola del pollo, o del detergente, o del aceite, o del picadillo. Al llegar, la gente pregunta por el último, y también por el penúltimo y el antepenúltimo. En la oscuridad de la noche tratan de distinguirse por sus peinados, el color de las mascarillas, las ropas, todo por si alguno desiste. Hay que saber siempre detrás de quién se va. Como la espera es larga, quienes viven cerca pueden darse el lujo de dormir un máximo de tres o cuatro horas antes de regresar para cuando repartan los turnos. Eso sí, como regla básica, primero deben haber dado ellos el último a otro recién llegado. Los que viven lejos no tienen esa opción y hubo un tiempo en que se traían la casa a la cola, de manera que la calle parecía un curioso camping nocturno con sillas plegables, almohadas, pozuelos con comida, pomos de agua y termos de café. Hoy, sin embargo, hacer la cola de madrugada está prohibido porque atenta, dicen, contra el aislamiento social exigido por las autoridades. Como resultado, ahora todos comienzan a marcar a las cinco de la tarde, justo cuando cierra la tienda.


En una cola del pollo nada es más temido que la presencia de un policía. La multitud escondida en las sombras se repliega cuando percibe una patrulla cerca, como las palomas de la plaza cuando un chiquillo corre hacia ellas y después, al saberse seguras, vuelven a lo que estaban, picoteando la inmundicia de los adoquines. Si los patrulleros de guardia no han tenido un buen día y parquean en algún rincón para echarse una siesta, la situación puede darse una decena de veces en la noche.

Ahora, desde el balcón, observo una escena similar. La patrulla suena desde lejos su sirena, no sé si en un gesto de hidalguía o de sadismo, lo cual les da a todos unos segundos para desaparecer. Cuatro no lo logran. Mi esposa y yo seguimos expectantes cuanto sucede, hasta que sentimos un murmullo en la puerta trasera del apartamento. Al abrirla, encontramos tres mujeres agazapadas en los peldaños de la escalera que han escogido como refugio. Las invitamos a entrar en silencio y les aconsejamos que se alejen de las ventanas o el balcón. Uno de los que atraparon le dijo a los policías que buscaran detrás del edificio, y ahora andan por ahí con sus linternas, informo. Una de las refugiadas me pregunta cómo era la persona que delató. Le cuento que es mujer, se la describo. Pero… esa es mi hermana, que vino conmigo, dice decepcionada, y yo, arrepentido, me muerdo la lengua.

Los atrapados, que venían en un auto, son llevados a una estación policial. Con suerte, les pondrán una simple multa. Sin suerte, tal vez les sancionen por el delito de Propagación de Epidemias y les hagan un juicio sumario, donde no contarán con defensa alguna. Quizás el juicio sea emitido después en horario estelar de la programación televisiva, mientras un periodista de saco y corbata celebra el espectáculo de la condena. A lo mejor un poco más tarde, para acallar a la horda de maldicientes y calumniadores de las redes sociales que no comprenden la base democrática de nuestro sistema de justicia, el periodista entreviste a unos severos ciudadanos escogidos al azar, quienes aplaudirán la sanción y rogarán porque también se publiquen las direcciones particulares de los infractores, como si planearan ir luego de la entrevista a apedrear sus ventanas. Si todo sucede así, ya tendremos el resto de los cubanos otra noche más para saciar nuestra hambre de morbo con cuatro desconocidos que intentaban saciar el hambre de sus estómagos. Panem et circenses, y a falta de pan, más circo.

Dos de las refugiadas se vuelven a la cola. La otra, la de la hermana delatora, pide un vaso de agua y se queda un rato más.  Nos dice que vive en una barriada de Marianao donde los mercados no proveen de pollo hace semanas. Sin posibilidad de trasladarse a otro municipio, consiguió finalmente que su hermana le llevara a Playa, a riesgo de ser sancionada por comprar en una zona ajena. La mujer no se atreve a regresar caminando a Marianao a altas horas de la noche y llama a su hijo varón para que le recoja en una moto prestada. Antes de irse, confiesa que tal vez no le es tan imprescindible la carne de pollo y, de todas formas, tiene maneras de acceder a ella. Cuenta que hará un año de la muerte de su hija por lupus. Luego muestra una foto de su nieta, una chiquilla sonriente que no llega a los diez años y ya se sabe enferma del mismo mal que le arrebató a la madre. Ella tiene una cuota especial de pollo por su enfermedad. No es mucho, dice, pero con eso resolvemos todos en la familia. Algo en sus palabras me estremece. No es la historia en sí, sino su forma; una forma que concibo como el punto exacto en que la resignación se confunde con la satisfacción.

Un reportaje en la televisión deja caer que, después del bloqueo, son los revendedores los responsables de las largas colas del pollo. No la corrupción a pequeña y gran escala de cuadros y trabajadores estatales por igual, que vendría a ser la tercera causa, o la ineficiencia de quienes dirigen la economía del país, que ni siquiera ocuparía un lugar en la lista, o la tozudez de cierta élite política (¡herejía!) que considera a un carretón tirado por bueyes como tecnología de punta, casi futurista. El reportaje televisivo se hace eco en medios impresos, post en redes sociales y en la gente. Los calificativos variopintos usados contra los revendedores van desde «elementos inescrupulosos» hasta «bandidos que lucran con la necesidad de pueblo». En el imaginario popular no hay mucha diferencia entre la figura del revendedor de poca monta y la de un despiadado lobo de Wall Street que vive de la especulación financiera, o la de un bucanero o la de un gángster contrabandista en tiempos de la Ley Seca. Ahora, puede que este malhechor no sea el culpable de la escasez, pero sí de que esta no se distribuya en partes iguales.

Hay, dicen, una forma fácil de descubrirlos. El Ministerio del Interior, en lo que parece un intento por sumarse al proceso de informatización de la sociedad, ha instalado en los celulares de sus efectivos una aplicación para registrar los documentos de identificación de quienes hacen la cola del pollo. Si un ciudadano coincide dos días seguidos en el mismo mercado es porque, en efecto, se trata de un revendedor. Si un ciudadano con residencia en otro municipio es descubierto en la cola, pues también. ¿Qué otro motivo que no sea el vender a sobreprecio dos paquetes de muslos de pollo tendría ese ciudadano para sobreponerse a la ausencia de transporte público?

Mis padres me llaman preocupados desde su casa, allá en la periferia de la ciudad. En el mercado de su localidad hace varias semanas que no ofertan pollo. Si pudieran, confiesan, amanecerían en una tienda de otro municipio para comprar uno, aunque ellos, de eso estoy seguro, no son revendedores. Ahora imagino la cola del pollo como material cartográfico y estadístico imprescindible para quien desee dibujar la geografía de la desigualdad en la ciudad.

A las once de la noche mi esposa y yo bajamos a hacer la cola del pollo. Entre la multitud dispersa una mujer se ha erigido en una suerte de organizadora informal. La voz grave de su imperativo y el volumen de su cuerpo, que le tensa las ropas, le conceden un liderazgo indiscutible, aunque en verdad solo se trate de la enfermera del consultorio del barrio. Le urge poner orden, dar instrucciones, recordándole a cada cual su lugar en la cola, pues advierte que en algún momento de la mañana tendrá que abrir el consultorio y no desea que la cola se rompa. Primero va el muchacho del pullover negro, después el alto del pelo canoso (que viene con dos personas más), después los del carro rojo de la esquina, después vengo yo, luego la mujer de la licra rosada, le sigue el flaco del nasobuco amarillo… y después van ustedes que, según mis cálculos, deben ser el cuarenta y ocho y el cuarenta y nueve. No lo olviden, ¿eh?. El cuarenta y ocho y el cuarenta y nueve, nos dice.

La gente comenta que venderán pollo, que alguien vio cómo en la tarde, cuando cerraba la tienda, los trabajadores trasladaban cajas congeladas de un lugar a otro del establecimiento. La tablilla de productos que han dejado en la puerta del mercado lo confirma. Entre diálogos fútiles y constantes escaramuzas de la patrulla transcurre la madrugada. No es hasta las seis de la mañana que aparece un oficial para poner orden antes de entregar los turnos, ciento veinte cartoncitos recortados con torpeza en cuyos centros aparece el número dibujado. El policía, junto a un oficial del Ministerio del Interior que se ha engalanado con su traje de diario, recoge los carnés de identidad y descubre a varios de otros municipios. Pese a los retirados, la cola no disminuye mucho. El policía exige entonces a gritos que cada cual se mantenga a un metro de distancia del otro. La fila demora en armarse. Ahora amenaza, quiere que le tomen en serio y advierte que quien no le obedezca pasará una madrugada de guardia con él, vigilando la cola del pollo del día siguiente. Reparten los turnos. Mi esposa y yo, tal como calculó la enfermera, somos el cuarenta y ocho y el cuarenta y nueve.

Los organizadores instituidos de la cola del pollo son una tropa bastante curiosa y heterogénea. Se han inventado una estructura al vuelo, y distribuyen roles que, eso sí, ejecutan de manera estrafalaria. Está la delegada de la circunscripción, quien a veces reparte los turnos, intenta poner orden y, si es necesario, da la cara en caso de problemas. Si su autoridad se ve reducida por la indisciplina de la cola, una mayor del Ministerio del Interior, con sus medias pantis que desaparecen bajo la minifalda del uniforme y su pelo afro chapuceramente teñido de amarillo, tendrá la última palabra. De fallar la cadena de mando anterior, siempre pueden echar mano a la policía.

Una vecina raquítica y de baja estatura recorre la cola de un extremo a otro exigiendo el metro de distancia establecido. Nadie le obedece, pero ella insiste en su labor mientras luce un trozo de tela blanca enlazado en su brazo. A esta enjuta mujercita nada le llena más de orgullo que el brazalete que le colocara la delegada de la circunscripción hace unas semanas, símbolo de su informal cargo de ayudante, o mejor, de botones. La delegada, una señora alta y corpulenta, es seguida a todas partes por su ayudante, quien parece dar brinquitos entusiastas para alcanzarla mientras le sostiene la cartera o cualquier otro accesorio. Lo hace como si el destino del mundo dependiera de ello, como si no existiese sobre la faz de la tierra trabajo más importante que este que le sacó del hastío, la inutilidad y el anonimato que la envolvían hasta ahora, como si fuera Bilbo persiguiendo los largos pasos de Gandalf o el Sancho devoto tras las andanzas de Don Quijote.

Se acerca la hora de abrir, aunque los organizadores parecen no tener prisa. De pronto, la mujercita anuncia que no venderán pollo y una multitud le va encima a los gritos, lo que la obliga a esconderse tras las espaldas anchas de la delegada. Esta última, desafiante, se planta frente a la masa iracunda. No hay pollo, dice, ayer se vendió todo. La gente, sin embargo, se niega a marcharse luego de haber soportado las incomodidades de una madrugada de espera. Le recriminan no haberlo informado antes, o no haberlo puesto en la infame tablilla a las afueras de la tienda. Todos hablan, abuchean, cuestionan. La esquina se vuelve un caos. Yo ayer vi cómo movían cajas de pollo al congelador y puedo decir dónde está ese congelador y también quién fue el trabajador que me dijo que quedaba cuando le pregunté en la tarde, confiesa un joven. Los demás le preguntan si está seguro. Claro que sí, contesta, díganles que abran ese congelador de allí para que vean. La cola es ahora un tumulto a las puertas del mercado, detrás de la cual se han refugiado los organizadores. Alguien dice que llamará a los inspectores municipales, otros exigen la presencia del administrador.


El administrador, camisa de cuadros, pantalones anchos y pelo engominado al estilo de Gardel, tiembla mientras repite que, en efecto, no hay pollo. El joven se le enfrenta, le pide que revele el contenido del congelador y el administrador da unos pasitos hacia atrás. Duda, las palabras le salen entrecortadas. Bueno, sí hay pollo pero… no podemos venderlo, dice tan débil que pocos alcanzan a escucharle. Pero sal y dínoslo, grita alguien. Que sí hay pollo, repite, esta vez más fuerte, pero no podemos venderlo. Y no salgo porque… tengo miedo de que ustedes me lastimen. La turba se enfurece aún más, como si estuvieran cerca de asaltar la tienda y confirmar los temores del administrador. Los rostros de quienes están dentro adquieren la terrible expresión de los sátrapas de la historia cuando estuvieron próximos a caer. Un simple mercadillo simula entonces una frágil Bastilla, unos insignificantes funcionarios se imaginan colgados de los pies en la plaza de Loreto y poco más de un centenar de personas siente el mismo ímpetu que un siglo atrás lanzó a una infinidad de rusos sobre el ostentoso Palacio de Invierno. La cola del pollo también es –quién podrían decir que no– una situación revolucionaria en términos marxistas.

El desmadre que cualquiera hubiese predicho finalmente no ocurre. Los ánimos caldeados se relajan con la llegada de los inspectores. Un policía escuálido nuestra su tonfa como sutil amenaza. Para las once de la mañana concluye el registro. Los inspectores le hablan ahora a la cola como jueces dictando una sentencia. Sí, en el congelador hay varias cajas de pollo, dicen. La multitud estalla en alegría, se abraza, se felicita a sí misma por no ceder a sus bárbaras intenciones, por ser una cola civilizada y no una chusma irreflexiva sin fe en la justicia de las autoridades. No obstante, continúan los inspectores, no se les puede vender ese pollo porque está destinado a los pacientes con coronavirus del hospital Cira García. Todos callan, digieren el fiasco y muchos se retiran. La cola del pollo también puede ser –quién se atrevería a negarlo– el espacio de legitimación popular más demoledor del que presume la institucionalidad cubana.

He decidido escribir la crónica, pero aún no lo hago. Le concedo a mi esposa que tiene razón y que hay cosas interesantes en la cola del pollo. Por ejemplo, anula al individuo en favor de la masa, igual que un multitudinario desfile político, pero con motivos relativamente menos nobles. Ella no está de acuerdo. Al contrario, cree que la cola del pollo, como expresión de la miseria, desata el individualismo y el egoísmo. Tiene, me dice, una esencia darwinista porque con la escasez no hay opciones: te obliga a adaptarte y a entender que solo los más fuertes sobreviven. Me cuenta ahora sobre una conocida que ha logrado sobornar a un trabajador de un mercado para que le lleve los paquetes de pollo. Ella, la conocida suya, es fuerte, tiene dinero y contactos; el trabajador del mercado, por su parte, se adapta, y es fuerte también, porque ha tomado el riesgo de jugarse su libertad. Mi esposa viene de otro país, de una realidad ajena donde la mía resulta un tanto exótica. Esa distancia le hace ver cosas que yo no o veo, o cosas que simplemente no importa mucho que vea. A veces quisiera decirle: «sabes, es como si yo fuera un hombre de las cavernas y tú un marciano que solo ha venido a comentarme: «Ey, tu planeta en verdad es redondo»».

Mi esposa baja nuevamente. En la madrugada la policía rompe la cola, pero a las cinco de la mañana esta vuelve a formarse de manera improvisada, provocando el descontento de quienes antes eran los primeros. Han repartido los turnos y ella, me cuenta, es el setenta y nueve. Como la tienda queda cerca no tiene por qué quedarse bajo el sol, de ahí que a cada rato salga de casa para ver cuánto ha avanzado la fila. Hace unas dos semanas, cierto día que amaneció lloviendo, no pudimos retirarnos de la cola porque aún no llegaban los trabajadores, quienes debían confirmar que venderían pollo. Allí estuvimos hasta cerca del mediodía. Mi esposa montó en cólera, algo que pensé que los demás asumirían como un acto de soberbia, y anunció a los cuatro vientos que se marchaba por lo irrespetuoso de aquello. Un viejo de expresión tierna y mirada perdida le dijo entonces: «ay, señora, así somos los cubanos, que aguantamos de todo». Hasta hoy me rehusé a hablar del pollo, de la cola del pollo, de la tienda donde venden pollo, de los dependientes de la tienda donde venden pollo.

Mi esposa va y viene pero aún no es su turno. Sin embargo, cuando regresa, lo hace con algunas historias entre dientes. Una de ellas me sorprende. Trata de una mujer que recogió su cartoncito recortado y se marchó, pero al volver a la cola su turno había pasado. Le habló a la botones enjuta, después a la delegada alta y corpulenta, y luego a la mayor de las medias pantis que desaparecen bajo su minifalda de uniforme y pelo afro chapuceramente teñido de amarillo. Le imploró que le dejara comprar, que ella trabajaba, que le habían solicitado en su centro laboral y que tampoco había pasado mucho tiempo entre una cosa y la otra. La mayor, tajante, respondió: «lo siento, pero usted debía estar aquí, en la cola».  Son las doce. En tres horas han atendido a las primeras veinte personas. Mi esposa decide hacer bizcocho. Mezcla los ingredientes, prepara la masa, la vierte en un molde que coloca en el horno, espera y fuma un cigarro, luego la saca, la deja refrescar, la sirve, come un trozo. Creo que deberías ir ya, porque no te imagino explicándole a la mayor que se te pasó el turno por hacer un bizcocho, le aconsejo. A los pocos minutos mi esposa vuelve colérica. Desde que abandonó la cola hasta ahora solo han atendido a cinco personas. Finalmente, avanzada la tarde, regresa entusiasmada con dos paquetes de pollo. La alegría del momento. Esto se repetirá la próxima semana, y la otra, y la otra más arriba. Para entonces, espero ya haber terminado la dichosa crónica.
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