jueves, 17 de septiembre de 2020

¿Por qué el castrismo no se derrumba?

Por Jorge Olivera Castillo.

Cubanos se aglomeran en un mercado de La Habana para comprar alimentos bajo la vigilancia de agentes de la policía.

El amoldamiento a las circunstancias más terribles desde el punto de vista existencial antes que la determinación a realizar algún tipo de protesta, más allá de las paredes de la casa o de los límites de un círculo de amigos de probada confianza, es una realidad fácilmente comprobable en toda la Isla. No es un fenómeno nuevo: data de los inicios del mandato del partido único con sus políticas de control, racionamiento y represión. Es justo decir que hubo y hay excepciones, pero con una nula o muy limitada incidencia en el desarrollo de los acontecimientos.

Tales prácticas, que incluyen la doble moral, el abierto colaboracionismo con los victimarios o el silencio cómplice, no han perdido vigencia, lo cual explica las enormes complejidades para articular movimientos políticos, o de cualquier índole, con la suficiente fuerza para retar a una dictadura ampliamente reconocida por las diversas entidades del sistema de las Naciones Unidas y la mayor parte de los países, incluidas las democracias más poderosas, excepto la estadounidense.

Los nichos de resistencia abiertos en las últimas cuatro décadas a fuerza de extraordinarios sacrificios, y mantenidos pese al rigor sádico de la policía política y sus compinches, ponen en perspectiva la existencia de una reserva moral y ética ante el abuso institucionalizado, pero, hasta el momento, con escasa incidencia en el ámbito de la política real, tanto en lo interno como allende las fronteras.

No es fácil ganar prosélitos dispuestos a enfrentarse al monstruo totalitario. Y es que las preferencias de los oprimidos se centran en la búsqueda de estrategias, la gran mayoría ilegales, para cubrir las necesidades más perentorias, tomar ron con el fin de ahogar las penas y resolver algún dinero para un escape virtual vía Facebook o Instagram.

Está claro que sin un crecimiento sostenido de las respectivas membresías es imposible obtener los márgenes de legitimidad que se necesitan para ganar apoyos de gobiernos que superen las declaraciones inocuas, entre otras posturas sin ninguna consecuencia a favor de quienes soportan a diario el peso de la impunidad de parte de quienes defienden, al precio que sea, la continuidad del modelo unipartidista.

Por otro lado, es oportuno precisar que la política tiene sus reglas. Hay que entenderlas para no terminar apoyándose en falsas ilusiones.

En relación a esto sería atinado pensar que el hecho del establecimiento y larga vida del modelo neoestalinista en Cuba, a escasas noventa millas del país referente del capitalismo mundial y además única superpotencia del orbe, se debe a los mandatos de la geopolítica, fundamentada en los intereses del establishment. Nada que ver con presidentes o congresistas, sino en lo que se mueve tras las paredes de Wall Street, el sitio donde radica el verdadero poder de ese gran país.

Por tales razones, no apostaría a la idea de una explosión social como el motivo sine qua non para la caída del sistema político actual y el inicio de un escabroso proceso hacia la democratización.

Aunque por momentos parezca que se acercan las condiciones para que esto ocurra, es preciso tener en cuenta la pasividad del cubano promedio, que, por ejemplo, prefiere filmar con su teléfono una golpiza o un arresto arbitrario que tomar alguna iniciativa en apoyo al agredido. Se trata de una actitud condicionada por décadas de adoctrinamiento y despotismo. Eso no va cambiar en un abrir y cerrar de ojos, por muy duras que sean las penurias, al parecer nunca como las vividas durante la crisis económica que sobrevino al derrumbe del campo socialista y a la desarticulación de la URSS en los primeros años de la década del 90.

Por otro lado, está la efectividad operativa de los servicios de la contrainteligencia, en parte, debido a la colaboración de muchas personas a nivel de cuadras y centros de trabajo.

También habría que imaginar lo incómodo que sería un éxodo masivo para el inquilino de Casa Blanca y el resto de la clase política norteamericana, no importa del partido que sea.

Aunque, suene herético o contraproducente, entre las salidas al dilatado conflicto bilateral, es obvio tener presente la negociación sin estallido social por medio.

A fin de cuentas, Estados Unidos siempre va a velar por sus intereses, algo lógico en el marco de las relaciones internacionales.

La historia ofrece sobrados ejemplos de que a menudo en política lo real es lo que no se ve.

Ni Trump ni Biden van sobrepasar la línea permitida por el poder invisible, tal y como lo hicieron en su momento Reagan y Bush padre e hijo, tres gobiernos republicanos que parecían dispuestos a emplear todos los recursos posibles, incluida la fuerza militar, para el derrocamiento de Fidel Castro.

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