martes, 22 de noviembre de 2016

La reforma urbana.

Por Esteban Fernández.

¿Ustedes nunca han escuchado declaraciones de cubanos dentro de la Isla que diciendo: “Los gusanos quieren venir aquí a quitarnos las casas”? Absurdo por completo, las casas buenas las tienen los mayimbes y el 95 por ciento del resto de la población vive en pocilgas.

Yo no le hago caso a esas barrabasadas, y lo que me gustaría es hacerles una pequeña anécdota al respecto: El dueño de la casa donde vivíamos en el Residencial Mayabeque era un señor de color, era sargento del Ejército Constitucional y se trataba de una persona decente y correctísima. Residía en La Habana y una vez al mes pasaba por mi casa, siempre vestido con una impecable guayabera blanca, se tomaba un vaso de agua, mi madre le hacía café y cobraba el alquiler. Desde el primer momento fue muy afectuoso con nosotros porque habíamos sido recomendados encarecidamente por el anterior inquilino llamado René Basaco.

Tras el triunfo de la inmundicia llegó la Reforma Urbana en octubre de 1960 y fue una de las tantas triquiñuelas castristas. El ex soldado vino a mi casa y sonriente nos dijo: “No, no vengo a cobrar nada, sólo vengo a despedirme, parece que ahora esta casa es de ustedes”. Mi padre se levantó del sillón, le dio un abrazo, le entregó 30 pesos y le respondió: “De eso nada, usted sigue siendo el dueño de esta casa, y venga como siempre a cobrar el alquiler el primero de cada mes”. El sargento emocionado se despidió y dio las gracias. Costó mucho trabajo que aceptara los 30 pesos.

El gesto no era altruista sino simplemente una protesta anticastrista. Mi padre, que siempre le encontraba el lado jocoso a las cosas, me dijo: “Contra, Estebita, yo que siempre le he huido a pagar las cuentas de pronto pago una que no tengo que pagar”… Nos reímos pero la alegría del deber cumplido duró muy poco en el hogar de “los contrarrevolucionarios de la cuadra”.

Porque dos años más tarde me llegaba el telegrama para salir de Cuba y tres días después tocaba en nuestra puerta el presidente del “Comité de Defensa” del barrio. Eran las 8 de la mañana del día 4 de agosto de 1962. Han pasado muchísimos años pero me recuerdo como si hubiera sido ayer.

Dijo: “Recibimos una notificación ‘de arriba’ de que el muchacho abandonará el país próximamente, pero aparece una deuda con el Estado de más de 400 pesos por incumplimiento de lo requerido por el Instituto de la Reforma Urbana y no puede salir de aquí mientras no sea saldada”.

Fue una de las pocas veces que vi a mi madre súper brava mientras casi gritaba: “¡Eso es absurdo, ustedes están errados por completo, mi hijo es prácticamente un niño, no es cabeza de esta familia, nosotros nos quedamos aquí, no nos vamos para ninguna parte y esos 400 y pico de pesos los pagaremos poco a poco, esa deuda no es de él, es de su familia!”

Todavía desconozco si ese tipo de injusticia era generalizada en toda la nación o era simplemente una represalia por nuestra postura antigubernamental. La cosa fue que el vecino no transigía e insistía en cobrar. Demás está decirles que en mi hogar, en ese instante, no solamente no había 400 pesos sino que no teníamos ni 400 centavos…

La respuesta de mi familia fue increíble: “Pierda cuidado, que pagaremos ese saldo mañana mismo”. No contradije eso pero por dentro pensé: “Ustedes están locos ¿dé donde diablos van a sacar ese dinero?”. Sólo atiné a decir: “No se preocupen que entonces yo no me voy para ningún lado y problema resuelto”… Esas palabras fueron ignoradas por completo.

Acto seguido lo que hicieron mis padres todavía me deja frío recordándolo: Se fueron a tocar de puerta en puerta por medio Güines ofreciendo al mejor postor todos los viejos y destartalados tarecos eléctricos que teníamos y al mismo tiempo suplicar a los amigos por una contribución económica para poder resolver el dilema en que la recién estrenada dictadura los ponía.

Mientras la propaganda castrista presumía de que “Ahora todas las casas pertenecen al pueblo” poco a poco, con el pasar del tiempo, los esbirros se adueñaban de todas las viviendas de los que abandonaban el país. La de mi tío Enrique Fernández Roig la convertían en la Jefatura de la Policía de Güines y la de la familia Peña -al frente del parque Infantil- fue sede de la Seguridad del Estado. Y así sucesivamente.

La cuestión fue que antes de 24 horas ya mis padres entraban en las oficinas de la Reforma Urbana y pagaban la deuda. Y le pregunté a mi madre: “Mami ¿qué les dijiste?” Ahí mi mamá, mucho más tranquila, volvió a ser la mujer ecuánime de siempre y le vi una victoriosa sonrisa en el rostro mientras me decía: “Les dije ¡Métanse el dinero por el fondillo y dejen salir a Esteban de Jesús!” Me sorprendí porque nunca antes había escuchado a mi madre lanzando un exabrupto.

Ahora les cuento algo increíble para los que nacieron después del año 59: Cuando el ciudadano presentaba los papeles para salir del país venían los miembros del Comité y hacían un INVENTARIO de absolutamente todo lo que había en la casa (que en realidad eran propiedad de los inventariados) y a la hora de salir TENÍAN QUE ESTAR AHÍ INTACTOS los cachivaches, el televisor, el refrigerador y hasta los platos y cubiertos. O se metían en tremendo lío.

Y en estos momentos, cuando veo que tienen el descaro y la osadía de decir que: “En la actualidad ustedes pueden vivir aquí y allá”… Y en el colmo de las hijodeputadas dicen que: “Ya los exiliados pueden adquirir propiedades en Cuba” y yo les respondo a los que las venden y a los que las compran: “¡Métanse las casas robadas por donde mejor les quepa!”.
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