Por Antonio Lucas.
Más allá de reconocer a José Lezama Lima como un gran escritor conviene entenderlo (por lo ancho y por su exceso) como una columna de la literatura en español. El gran sacralizador del neobarroco, el hombre colosal de las miles de palabras, el acumulador de referencias culturales fastuosas, el asmático, el hermético, el fumador de tabacos. El poeta.
Alrededor de su obra hay una lumbre que está ahí como gozo y como enigma: la poesía. Desde el principio y hasta el final. Su novela más abundante, Paradiso, viene del ritmo del poema, de la acumulación, del experimento y del Barroco hecho suyo. También el idioma de su epistolario. Y el pulso de su ensayismo. José Lezama Lima, cubano de La Habana, se aupó desde temprano en símbolo de una Cuba donde sucedería un hecho extraordinario: una generación de escritores le daban forma nueva al idioma desde un islote americano.
Lo que luego sería el boom tuvo en la revista Orígenes, impulsada por Lezama en 1944, algo de chispazo primero, de claraboya también. Aunque sobre todo, para los jóvenes de aquellos días, fue la novela Paradiso en su edición mexicana la que dio alcance al nombre de Lezama. La revolución, cuando llegó, supo que aquel hombre era intocable, pero también que no servía de guerrillero para la causa, no se afinaba muy bien con el marxismo-leninismo del castrismo de primera hora. Y comenzó la glaciación de su leyenda. Lezama quedó por muchos años confinado en la casa familiar de Trocadero.
Pero decíamos poeta, porque comenzó y acabó por ese frente. En el verso está la más insistente exploración de su escritura. Un trabajo que reúne toda la artillería lezamiana(aunque siempre falte en el caos de su baúl un papel más por descubrir, una nueva versión) la editorial Sexto Piso en un volumen de Poesía completa con más de 1.000 páginas y en edición de César López. Están los libros publicados en vida, de Muerte de Narciso (1937) a Dador (1960); y los libros póstumos Fragmentos a su imán (1978) e Inicio y escape, un cuaderno de manuscritos encontrado en los primeros años 80 del siglo pasado con poemas fechados entre 1927 y 1931. Tanteos de juventud.
Esta Poesía reunida es la obra colosal de un hombre dispuesto a ser en sí mismo literatura, aunque la biografía no acompañe la excitación de su inmenso apetito de tradiciones y culturas. Lezama Lima nació en La Habana en 1910 y murió en 1976. Sólo realizó tres viajes a lo largo de la vida: de niño a EEUU y de adulto a México y a Jamaica. Su deambular fue por verbos y sonoridades. Su expedición fue la de un encierro voluntario en la literatura para ser el único invitado de su aquelarre sensorial. «Sólo lo difícil es estimulante», decía el autor de La cantidad hechizada.
Lezama Lima es la Cuba indescifrable, la mejor oscuridad de la isla, la libertad del hombre recogido que hace del lenguaje su cobijo contra la tormenta, el lugar de su esplendor callado. Vivió demasiados años braceando entre la realidad y el deseo. Homosexual oculto, se sabía «un fantasma de conjeturas e insignificancias». Lo dice bien el compilador de esta Poesía completa: «En él la búsqueda es encuentro y desconcierto máximo».
Lezama no tiene correspondencia en ninguna otra figura de la poesía hispánica. Desarrolló una pasión estética por Juan Ramón Jiménez y una complicidad anímica hacia María Zambrano. Dos referentes del exilio español. Luego están aquellos otros, tan dispares de ideas, que se acercaron también a su fogata: Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar, Gastón Baquero. Buscaban la figura tutelar de un tipo extraordinario convencido de que la literatura era (él, tan católico) el único dios verdadero.
«La grandeza del hombre consiste en que puede asimilar todo lo que le es desconocido», decía. Él acepta la poesía desde el lugar donde otros la consideran inaceptable: por su música, por su sonido, por su fulgor que llega a oírse. El suyo es un universo poetizador y poético donde ejercía de chamán, de mago de su propia voz fundadora de algo nuevo. Su obra es difícil y magnífica. Exigente. Muy poco popular, pero necesaria para reconocer una de las propuestas más poderosas del Caribe, tan insólita además por su forma de asumir y metabolizar la cultura europea. Y a solas. Muy a solas. Convencido de que «quien huye de la escarcha se encuentra con la nieve».
José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976) sabía que alguna vez en España se publicarían todos sus poemas. Y también creía que, en esos pocos meses que dura la eternidad, su poesía se conocería en el mundo entero. Estaba seguro de esas resonancias y lo celebraba con apuntes y contraseñas de nuevos versos que firmaba con alivio, de noche o a la hora del crepúsculo, en cada uno de los planetas que forman el mundo que fundó desde un sillón desvencijado en su casa habanera de Trocadero 162.
Dijo alguna vez, cuando ya era un escritor reconocido, que la poesía es «un caracol nocturno en un rectángulo de agua» pero después reconoció que había un toque de ironía en esa definición porque la poesía no necesita descripciones, sino acercamientos y porque las definiciones tienen un mensaje negativo: «Definir es cenizar», dijo y pasó a otro asunto.
A pesar de sus glorias y reconocimientos como narrador y como ensayista, el hombre encorbatado y enorme que comía empanadillas y tamales en un banco del Paseo del Prado, tuvo en la poesía su principal obsesión. Y la encontró temprano, a los ocho años, cuando su padre, el coronel José María Lezama y Rodda, murió de repente.
«Ese hecho», afirmó el poeta, «fue para mí una conmoción tan grande que desde muy niño ya pude percibir que era muy sensible a lo que estaba y no estaba, a lo visible y a lo invisible. Yo siempre esperaba algo, pero si no sucedía nada entonces percibía que mi espera era perfecta y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo que al paso del tiempo fue la imagen».
Ese compromiso marcó su vida. Si inventaba revistas, que inventó cuatro, lo hacía para publicar sus poemas. Y fue el mismo poeta de Muerte de Narciso y Fragmentos a su imán el que escribió las páginas de Paradiso porque, también lo dejó dicho, el poema se convierte en una sala de baile o en un escaparate o «en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza».
Los poemas de Lezama Lima en España se reciben como un homenaje al habanero que, bajo el ahogo del asma, las dictaduras, el hambre y los acosos, enriqueció y le dio a nuestro idioma una música diferente, invencible y honda.
Es, también, un certificado para la poesía como refugio, goce y salvación. Lo firma en la calle Trocadero el niño Pepe Lezama que ha perdido a su padre y juega a los yaquis con su madre y sus dos hermanas.
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