Por Iván García.
Al suroeste de La Habana se localiza un bar privado que abre después de las once de la noche y cierra cuando se marcha el último parroquiano. Está situado frente a una ciudadela hedionda donde el panorama habitual es ver a vecinos sacando cubos de agua de una cisterna soterrada, otros fumando, aburridos, sentados en pequeños bancos de madera a la entrada del solar y las mujeres, después de preparar la comida, miran en la tele el culebrón mexicano Tres veces Ana, descargado de una antena satelital clandestina.
Es un bar ilegal. Para entrar tienes que recorrer un dédalo de pasillos estrechos y cuando llegas a la puerta, unos negros fornidos te advierten que incumplir las normas se paga con una paliza, antes de sacarte por los aires del local.
En un barrio de familias empobrecidas, sin planes de futuro y cuya meta es poder desayunar y hacer dos comidas calientes diaramente, se puede pensar que no es el mejor lugar para abrir un bar de copas y excesos.
Allí casi todo está permitido. En cuatro reservados con sillones negros de cuero, han instalado dos tubos de pole dance para que las chicas bailen. Si quieres fumar un porro o probar algo más fuerte, como inhalar polvo, halar piedra o arrebatarte con un yayuyo, una combinación de marihuana y cocaína, simplemente bajas las cortinas del reservado.
Las jóvenes camareras, sirven tragos doble de ron añejo o cerveza Cristal entre gemidos y alborotos. En un baño de mosaicos brillantes puedes utilizar un jacuzzi mientras escuchas la música de tu preferencia.
El dueño es un tipo discreto y atrevido cuya aspiración es hacer todo el dinero posible en poco tiempo. “Menos golpear a las mujeres o ponerse pesado, todo está permitido”, aclara.
En la barra curveada del bar, dos muchachas, casi adolescentes, esperan que un parroquiano les pague un trago y las invite a divertirse. Entre la pobreza desoladora de casuchas bajas y una cuartería donde el olor de las aguas albañales se impregnan en la nariz, se ven parqueadas potentes motos de marcas japonesas y autos modernos de cristales tintados.
En un día regular, las ventas no bajan de 800 pesos convertibles, bastante en la Isla. Y un fin de semana cualquiera no hay reservados disponibles. Después que en 2010 el general Raúl Castro flexibilizara el trabajo particular, en La Habana comenzaron a surgir restaurantes especializados, bares de categoría y casas de hospedaje de lujo.
Es cierto que emprendedores privados, para obtener más beneficios, debido a la ausencia de un marco jurídico adecuado, desabastecimiento en los mercados, imposibilidad de importar o abrir una línea de crédito en el extranjero y la inexistencia de un comercio mayorista, se ven obligados a trampear las finanzas y adquirir alimentos e insumos en el mercado negro.
Pero es inexacto e injusto decir que las ilegalidades son exclusivas de los negocios privados. El consumo de drogas es tan habitual en un club o café cantante estatal del Vedado o Miramar como en una esquina oscura de Párraga, al sur de la ciudad. Y la prostitución femenina y masculina ni se diga: es visible en todos los municipios habaneros, en la vía pública, sin necesidad de ejercerla desde un bar o restaurant, propiedad de un particular o del Estado.
La Habana se ha convertido en una combinación atroz de pobreza estilo Bombay y pinceladas de glamour europeo. Y a ratos imitando a Miami, pero con mal gusto.
En los barrios marginales han surgido paladares para gente con escaso poder adquisitivo y casas que alquilan cuartos a parejas para hacer el amor por una noche. En el lado opuesto, en las barriadas mejor conservadas, en El Vedado, Nuevo Vedado, Miramar o en los repartos Naútico, Flores, Cubanacán, Siboney y Atabey suelen residir los nuevos ricos.
Tipos que pagan 60 cuc para darse masajes en hoteles cinco estrellas como el Saratoga. Sus billeteras abultadas les permite estar doce horas bebiendo en el bar Slopy’s Joe, muy cerca del Parque Central, o apostando, sin que les tiemble la mano, 80 o 100 mil pesos en una casa clandestina de juegos o en una valla de pelear gallos.
La nueva burguesía, casi todos hijos de papá, ruedan autos Mercedes Benz de último modelo y cuyo precio no baja de los 60 mil dólares. Y un día cualquiera, en una juerga, derrochan 2 mil o 3 mil pesos convertibles en farras, putas y drogas.
Una casta surgida en 58 años de revolución, que paga 3 cuc por una cerveza e imita a los barones latinoamericanos de la droga, inhalando cocaína con un billete de cien dólares. Algunos tienen pinta de gánster y se besan en la mejilla como hacen los capos de la mafia. Se acuestan a dormir al amanecer y su música preferida es el reguetón.
Al igual que en cualquier urbe de América Latina, en La Habana crece una tropa de mendigos famélicos que venden artículos recogidos en contenedores y vertederos de basura. En la capital han ido en aumento los lunáticos y alcohólicos. Se ha vuelto común ver niños pidiendo dinero en las calles y son tantas las jineteras que asustan. Solo faltan los comefuegos circenses para completar el deprimente panorama.
Gracias a sus ahorros personales o por la ayuda de parientes en la Florida, muchos particulares han podido remodelar casas desvencijadas o edificios en mal estado y abrir en ellos sus negocios. La mayoría recauda lo necesario para sobrevivir a los precios de infarto de los alimentos y una inflación silenciosa y galopante.
Cuba es un país singular. Con un gobierno marxista donde la gente practica toda clase de religiones y vicios. Con una corrupción que se ha convertido en un modo de vida. Y donde robar para alimentar a tu familia no es mal visto por la sociedad. En un intento por suavizar la palabra robo -o espantar el cargo de conciencia- se utiliza la palabra ‘invento’.
El gobierno hace planes para el 2030, sin saber exactamente qué sucederá en estas navidades, con dos monedas y dos mundos. Detrás de la pobreza e infraestructura caótica, en La Habana cohabitan brochazos de lujo y glamour.
Ya nadie se acuerda que en abril de 1961, Fidel Castro declaró que la revolución se había hecho por los humildes y para los humildes. Cincuenta y cinco años después, la realidad es bien distinta. En Cuba no solo sigue existiendo un gran ejército de pobres como en 1959, si no que el obrero o empleado que no roba y cobra en pesos, es quien peor vive.
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