miércoles, 10 de junio de 2020

Se solicitan más chivatos.

Por Luis Cino.


En 1932, durante las tres semanas que pasó en Cuba, el norteamericano Walker Evans logró una impresionante colección de fotos de La Habana. En varias de ellas hay una presencia constante, fantasmagórica e inquietante: un negro de mediana edad, vestido de traje blanco, corbata negra y blanca y sombrero de pajilla. Parado en una céntrica esquina de la ciudad, viendo pasar a la gente, sus ojos parecen seguirnos desde la fotografía.

Guillermo Cabrera Infante decía que el tipo de las fotos, al que Evans bautizó como “el ciudadano de La Habana”, se veía peligroso. Siempre mal pensado y sagaz, el escritor opinaba (y probablemente tenía razón) que aquel hombre vestido de blanco, que indudablemente no era un iyawó -la corbata desentonaba-, pudo ser un porrista de Machado. Quizá el 12 de agosto de 1933, cuando cayó la dictadura de Machado, aquel hombre pudo ser uno de los despedazados o ahorcados por las turbas que se vengaron de los esbirros. Pero tal vez sobrevivió y sirvió luego de apapipio al régimen de Batista. Si es cierto eso de que hay tradiciones familiares que perduran, puede que alguno de sus hijos o nietos sea hoy chivato del régimen castrista.

En Cuba no habrá alimañas venenosas, pero abundan los chivatos, apapipios y porristas. Los hay a tutiplén. Peones del odio, prestos a ser azuzados por sus amos, son nuestra maldición nacional.

Siempre hubo esa gentuza en Cuba. Desde los tiempos de los rancheadores que perseguían a los esclavos fugitivos y de los guerrilleros que combatían a los mambises con más saña que los españoles (se dice que fue uno de estos guerrilleros quien mató a José Martí en Dos Ríos) hasta los matones de la Liga Patriótica de Machado. Pero el castrismo, quién lo duda, ha sido la apoteosis de la chivatería.

Ya vamos por la tercera generación de cubanos a los que les inculcaron que era su deber vigilar, en los barrios, las escuelas y los centros de trabajo, y delatar a todo aquel que pudiera estorbar de cualquier manera los propósitos del régimen. Les dijeron que eran contrarrevolucionarios, antisociales, mercenarios, gusanos. Enemigos a los que hay que odiar y aplastar sin contemplaciones.

Hay gradaciones entre los que, de un modo u otro, se prestan para la chivatería. Están los convencidos, que cada vez son menos; los que no pueden decir que no, porque tienen mucho que perder; los que precisan demostrar la más sumisa fidelidad para que los dejen hacer y deshacer, o sencillamente, los que no pueden vencer el miedo y se dejan utilizar.

Pero también están los que si los convocan, sirven de fuerza de choque para hostigar y reprimir. Los vimos, en los años 60, apedrear a los que iban a las iglesias; en 1980 vejar a los que se iban del país por Mariel; los vemos, gritando consignas que ofenden la dignidad y la decencia, con los rostros desfigurados por el odio, en los actos de repudio contra los opositores y las Damas de Blanco.

Resulta patológico que mientras más los maltratan, peor viven y más hambre pasan, más chivatos hay y más incondicionales son, acechando y haciéndole un infierno la vida al prójimo.

Últimamente, con tanto descontento como hay entre la población, el régimen trata de incentivar la chivatería. Ha llegado a ofrecer recargas telefónicas a los que hagan delaciones a la policía.

Quieren, atizando la envidia contra el que tiene un poco más de dinero y vive mejor (siempre que no sea de la clase dirigente), que la gente culpe de sus vicisitudes a los transportistas privados, los vendedores de los agromercados, los campesinos, los intermediarios, y que los denuncien.

Y no faltan los denunciantes. Luego de aplaudir esa cruzada contra las ilegalidades y la corrupción que nunca llega a las alturas, seguirán en las colas, a merced de la misericordia del estado para no morirse de hambre.

Un día estos chivatos quedarán solo en fotos detenidas en el tiempo, como las del fantasmal negro vestido de blanco que retrató Walker Evans en una céntrica esquina habanera en 1932.

Estos chivatos, pese a todo el daño que hicieron, darán lástima. Porque eso, más que asco, es lo que inspiran estos pobres diablos que perdieron su dignidad sirviendo a una tiranía despreciable.
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