lunes, 12 de octubre de 2020

Con los ojos cerrados y el pensamiento fijo en la huida.

Por Javier Prada.

El acontecer político cubano es tan aburrido, al menos lo que se hace público para la población, que por estos días es bastante común escuchar opiniones sobre el reciente debate presidencial entre Donald Trump y Joe Biden. Con criterios pobremente sustentados, adoctrinados en la parcialidad de la prensa oficialista, los cubanos discuten sobre cuál de los dos sería más conveniente para que Cuba agarre, como se dice, un respiro.

Son muchos los que entre bromas sobre la visible decrepitud de Biden y los exabruptos de Trump, coinciden en que para la Isla sería mejor un demócrata en la Casa Blanca que otros cuatro años de garrote republicano. Los menos insisten en que al cabo de sesenta años de infructuosas políticas promovidas por ambos partidos, bien valdría la pena ver hasta dónde puede hundir Donald Trump a la dictadura castrista; aunque sea por curiosidad.

Acosados por la crisis epidemiológica, la falta de ingresos, la represión policial y la odisea para adquirir productos de primera necesidad, los cubanos han dado señales de sedición. La temida revuelta social estuvo muy próxima a ocurrir motivada por la escasez, la irregularidad y desigualdad en el sistema de abastecimiento hacia los diversos municipios de la capital, y las abusivas multas. No hay otra explicación para la súbita apertura de La Habana cuando todavía se registra un importante número de casos positivos.

A riesgo de colapsar su sistema de salud, el castrismo ha preferido lidiar con un eventual aumento en la cantidad de muertes por COVID-19 que enfrentar una turba de ciudadanos enfurecidos por el hambre. La gente sigue desperdiciando su vida en las colas, agobiada por la incertidumbre y la imposibilidad, asumida colectivamente, de modificar el actual estado de cosas.

Díaz- Canel continúa culpando al embargo de Estados Unidos y a la hostilidad de Trump, mientras la prensa oficialista se dedica sin sutileza a inclinar la opinión pública en favor de la dupla Biden-Harris. Para los cubanos, Joe Biden equivale a desempolvar la agenda de Obama; es el deshielo en su segunda temporada, aunque eso suponga pasarle la mano, de nuevo, a la plana de incompetentes que despedaza al país.

Cegados por las privaciones y el dolor de la separación familiar, la mayoría de los insulares no ve el peligro de seguir prolongando la existencia del castrismo. Impera la certeza de que el régimen es inamovible, y si hay que joderse con él, que sea por la vía menos traumática para el pueblo. “Esto no hay quien lo arregle, pero tampoco hay quien lo tumbe”, dice mi vecino Joaquín, que estaría dispuesto a regalarle su voto a Biden si le quita de encima las colas.

Cuando me habla de ese modo me echo a reír, pero él lo dice en serio. Un hombre que padeció cada uno de los castigos colectivos impuestos por Fidel Castro, desde recoger café en el cinturón de La Habana, pasando por la zafra de los diez millones hasta las casas del oro y la plata, el período especial y tantas locuras que saquearon los bolsillos, los recuerdos y el alma de los cubanos, me dice que acepta lo que sea si ello le permite vivir con algo de tranquilidad.

Mi interés, y el de unos pocos que piensan como yo, no es comprar pollo sin hacer cola. Yo quiero que el castrismo caiga. Quiero que no importe si la Casa Blanca acoge a un demócrata o un republicano, pues lo que suceda en Cuba dependerá exclusivamente de nosotros.

Mi vecino Joaquín está siempre molesto; pero sobre todo está decepcionado porque no se acaban de morir Raúl Castro, Machado Ventura y Ramiro Valdés, que son, según él, los que no dejan este país avanzar. “Yo sé lo que es vivir bajo el mismo techo con un viejo obcecado”, me dice. “Cuando un viejo así no decide nada, no hay cuidado. Pero si es el que corta el pastel, preferirá envenenar a todo el mundo a dejar que lo corte otro”.

Así resume Joaquín el problema de Cuba. Yo solo veo justificaciones para no encarar nuestra propia responsabilidad como pueblo. Es más fácil creer que el castrismo es invencible y que el alivio debe llegar, obligatoriamente, de los Estados Unidos. Alivio, no libertad. En la Libertad, así, con mayúscula, ya nadie piensa. Fue el primero de tantos bienes arrebatados a los cubanos, aunque tiempo atrás estábamos seguros de que la prisión abarcaba únicamente el espacio físico, y era posible escapar.

Hoy la reclusión es un estado mental que parece irreversible. Cuba es un país de no-vivos, hipnotizados con lo que ocurre en geografías ambicionadas que ojalá estuvieran al alcance de un parpadeo, como en los relatos de fantasía. Mientras los cubanos rugen en las colas y discuten acaloradamente cuál administración estadounidense nos funcionaría mejor o peor, la Isla se envuelve en su mortaja, deseando ahorrarle incluso esa mínima molestia a quienes desde hace décadas cierran los ojos y mantienen el pensamiento fijo en la huida.

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