Por Iván García.
Hace unos días, mi sobrina Yania Betancourt García, estudiante de las carreras de Filosofía y Ciencias de la Cultura en la Universidad de Lucerna, participó en una manifestación contra el racismo en Lucerna, cantón de la Suiza alemana donde reside como refugiada política desde diciembre de 2003.
En diversas ciudades del mundo miles de personas condenaron la muerte de George Floyd, un negro estadounidense que murió asfixiado después que un policía le aplicara durante casi nueve minutos una técnica de estrangulamiento con la rodilla. En Estados Unidos, excepto un pequeño grupo de revoltosos violentos que dañaron propiedades, las protestas pacificas conmovieron a la gentrificada sociedad. No pocos gobernadores, alcaldes, militares y policías se solidarizaron con los manifestantes. Desde luego que habrá un antes y después de la muerte de George Floyd.
Mientras por You Tube veía a mi sobrina leer en alemán una alocución escrita por ella la noche anterior, muchas cosas me vinieron a la cabeza. Cómo olvidar aquella dramática escena de discriminación racial infantil que vivió en el otoño de 2002 cuando tenía ocho años y cursaba el tercer grado en la escuela Tomas Alva Edison, en el municipio habanero de Diez de Octubre. Recuerdo que llegó llorando de la escuela, pues un niño de su clase le había llamado marrona.
Ya antes, en el círculo infantil despectivamente le dijeron negra o negritilla. Los que ofendían eran niños de su misma edad. Su madre y su abuela desde muy pequeña le habían dicho que si alguien la ofendía por el color de su piel, respondiera: «Sí, soy negra, y a mucha honra».
Esas escenas de racismo sucedieron en pleno siglo XXI. En la Cuba de Fidel Castro, que por decreto oficial, determinó que habían desaparecido para siempre los prejuicios raciales. Pero el racismo no se puede legislar en la mente de ciertas personas. Mi madre, mi hermana y yo somos lo que en la Isla se conoce como mulatos.
Personalmente no recuerdo haber sufrido racismo en mi infancia. Nací y me críe en El Pilar, barrio pobre y mayoritariamente mestizo del Cerro. Después me mudé para La Víbora, antaño una barriada de clase media. Allí sufrí varias escenas de racismo. A veces sutiles, otras despreciables. Entonces, mi madre, Tania Quintero, era periodista oficial y eso me otorgaba algún crédito entre ‘personas importantes’ que ocupaban cargos en instituciones estatales.
Era un adolescente que leía muchísimo, tenía capacidad de análisis y respondía con argumentos sólidos. Gracias a mi madre, tenía un nivel de información por encima de la media en un país donde la desinformación y el adoctrinamiento formaba parte de las herramientas del régimen para gobernar por unanimidad y sin muchas discrepancias.
Pude conocer a artistas e intelectuales cubanos famosos y estrechar la mano del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Siendo joven solía hablar de política con periodistas de calibre amigos de Tania. Ese background, me ganó el respeto de algunos vecinos que eran funcionarios del gobierno así como de padres de amigos míos.
Para ellos era ‘un negro con alma de blanco’. Si eres inteligente, me aconsejaban esas personas, ponte a trabajar en cualquier institución del Estado, trata de ingresar a la Unión de Jóvenes Comunistas y aprovecha los contactos de tu madre para obtener un buen cargo.
Pero ya para esa fecha, yo era disidente por cuenta propia. No me gustaba el sistema. En la primavera de 1991 metí la pata, según mis ‘asesores políticos’. Convencí a un grupo de diez o doce muchachos para poner carteles por toda La Víbora en favor de una perestroika, glasnost y democracia en Cuba. La Seguridad del Estado detuvo a cuatro de nosotros. No delatamos a nadie. Estuve casi quince días detenido en una celda de Villa Marista.
Varias veces tuve que escuchar al oficial que me interrogaba, conocido por Chaple, decirme «cómo era posible que un joven mestizo, formado por la revolución y de una familia integrada (revolucionaria) podía cometer una felonía contrarrevolucionaria». En cada sesión de interrogación me repetían que si vivía en Estados Unidos, el KKK me hubiera linchado. Era el discurso favorito del régimen para los negros y mestizos que disentían.
Cinco años después comencé a trabajar junto a mi madre como periodista independiente en Cuba Press, agencia creada por el excelente poeta y periodista Raúl Rivero. En cada de una de las detenciones o citaciones de la Seguridad del Estado, a la arenga racista de los segurosos, se unían descalificaciones y amenazas: «Tu no eres periodista, eres un delincuente. Lo que te espera es la cárcel. La gente de tu color de piel no tiene futuro en ningún país mal llamado democrático». Ésos solían ser sus argumentos. Cuando lo pisoteabas intelectualmente en una polémica, se acababa el debate y el oficial de la policía política me dejaba detenido varios días en una apestosa celda.
Los prejuicios raciales también existen en un sector de la oposición. He escuchado comentarios muy racistas de disidentes blancos contra lo que denominan «la oposición negra». En un principio lo justificaban con un ligero manto doctrinario al acusar de «negros de izquierda» a Manuel Cuesta Morúa, Leonardo Calvo, Juan Antonio Madrazo o Dimas Castellanos, probablemente los más cultos y mejor preparados de la disidencia cubana.
Les costaba aceptar la superioridad intelectual de los ‘negroides’, como también les decían. Y comenzaban a denigrar, insultar, burlarse. Cuando a la abogada Laritza Diversent y Cuesta Morúa conversaron con Barack Obama en la Cumbre efectuada en Panamá, a los disidentes blancos racistas se les multiplicó el odio. Estuve presente cuando en una actividad festiva, Laritza Diversent tuvo que abofetear a un disidente que intentó tocarle las nalgas. El acosador, blanco, alegó que le estaba haciendo un favor a «esa negra de mierda».
Cuando las Damas de Blanco, en su mejor momento, pusieron en alto la bandera de la oposición en Cuba y obligaron al régimen a pactar, liberar los 75 prisioneros de la Primavera Negra e incluso arrancarle una concesión inédita a la autocracia, autorizando Raúl Castro un espacio para que pudieran protestar en Miramar, escuché expresiones racistas y machistas. Por supuesto, ninguno tenía cojones para marchar por las calles junto a las Damas de Blanco, mujeres que para ellos, además de la mayoría ser negras eran «pobres y de bajo nivel cultural».
Con la muerte de George Floyd se abrió un debate no solo en la sociedad estadounidense. También en Europa y América Latina donde el racismo va en aumento. El régimen cubano pretende ver el debate en la distancia. Condenando con filípicas hipócritas el racismo en Estados Unidos y obviando la discriminación que existe en el país.
Por eso sentí tanto orgullo cuando escuché a mi sobrina en la marcha contra la discriminación racial en Lucerna. En Cuba no hubiera sido posible una protesta pacífica y gritar que la vida de un negro también vale.
En diversas ciudades del mundo miles de personas condenaron la muerte de George Floyd, un negro estadounidense que murió asfixiado después que un policía le aplicara durante casi nueve minutos una técnica de estrangulamiento con la rodilla. En Estados Unidos, excepto un pequeño grupo de revoltosos violentos que dañaron propiedades, las protestas pacificas conmovieron a la gentrificada sociedad. No pocos gobernadores, alcaldes, militares y policías se solidarizaron con los manifestantes. Desde luego que habrá un antes y después de la muerte de George Floyd.
Mientras por You Tube veía a mi sobrina leer en alemán una alocución escrita por ella la noche anterior, muchas cosas me vinieron a la cabeza. Cómo olvidar aquella dramática escena de discriminación racial infantil que vivió en el otoño de 2002 cuando tenía ocho años y cursaba el tercer grado en la escuela Tomas Alva Edison, en el municipio habanero de Diez de Octubre. Recuerdo que llegó llorando de la escuela, pues un niño de su clase le había llamado marrona.
Ya antes, en el círculo infantil despectivamente le dijeron negra o negritilla. Los que ofendían eran niños de su misma edad. Su madre y su abuela desde muy pequeña le habían dicho que si alguien la ofendía por el color de su piel, respondiera: «Sí, soy negra, y a mucha honra».
Esas escenas de racismo sucedieron en pleno siglo XXI. En la Cuba de Fidel Castro, que por decreto oficial, determinó que habían desaparecido para siempre los prejuicios raciales. Pero el racismo no se puede legislar en la mente de ciertas personas. Mi madre, mi hermana y yo somos lo que en la Isla se conoce como mulatos.
Personalmente no recuerdo haber sufrido racismo en mi infancia. Nací y me críe en El Pilar, barrio pobre y mayoritariamente mestizo del Cerro. Después me mudé para La Víbora, antaño una barriada de clase media. Allí sufrí varias escenas de racismo. A veces sutiles, otras despreciables. Entonces, mi madre, Tania Quintero, era periodista oficial y eso me otorgaba algún crédito entre ‘personas importantes’ que ocupaban cargos en instituciones estatales.
Era un adolescente que leía muchísimo, tenía capacidad de análisis y respondía con argumentos sólidos. Gracias a mi madre, tenía un nivel de información por encima de la media en un país donde la desinformación y el adoctrinamiento formaba parte de las herramientas del régimen para gobernar por unanimidad y sin muchas discrepancias.
Pude conocer a artistas e intelectuales cubanos famosos y estrechar la mano del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Siendo joven solía hablar de política con periodistas de calibre amigos de Tania. Ese background, me ganó el respeto de algunos vecinos que eran funcionarios del gobierno así como de padres de amigos míos.
Para ellos era ‘un negro con alma de blanco’. Si eres inteligente, me aconsejaban esas personas, ponte a trabajar en cualquier institución del Estado, trata de ingresar a la Unión de Jóvenes Comunistas y aprovecha los contactos de tu madre para obtener un buen cargo.
Pero ya para esa fecha, yo era disidente por cuenta propia. No me gustaba el sistema. En la primavera de 1991 metí la pata, según mis ‘asesores políticos’. Convencí a un grupo de diez o doce muchachos para poner carteles por toda La Víbora en favor de una perestroika, glasnost y democracia en Cuba. La Seguridad del Estado detuvo a cuatro de nosotros. No delatamos a nadie. Estuve casi quince días detenido en una celda de Villa Marista.
Varias veces tuve que escuchar al oficial que me interrogaba, conocido por Chaple, decirme «cómo era posible que un joven mestizo, formado por la revolución y de una familia integrada (revolucionaria) podía cometer una felonía contrarrevolucionaria». En cada sesión de interrogación me repetían que si vivía en Estados Unidos, el KKK me hubiera linchado. Era el discurso favorito del régimen para los negros y mestizos que disentían.
Cinco años después comencé a trabajar junto a mi madre como periodista independiente en Cuba Press, agencia creada por el excelente poeta y periodista Raúl Rivero. En cada de una de las detenciones o citaciones de la Seguridad del Estado, a la arenga racista de los segurosos, se unían descalificaciones y amenazas: «Tu no eres periodista, eres un delincuente. Lo que te espera es la cárcel. La gente de tu color de piel no tiene futuro en ningún país mal llamado democrático». Ésos solían ser sus argumentos. Cuando lo pisoteabas intelectualmente en una polémica, se acababa el debate y el oficial de la policía política me dejaba detenido varios días en una apestosa celda.
Los prejuicios raciales también existen en un sector de la oposición. He escuchado comentarios muy racistas de disidentes blancos contra lo que denominan «la oposición negra». En un principio lo justificaban con un ligero manto doctrinario al acusar de «negros de izquierda» a Manuel Cuesta Morúa, Leonardo Calvo, Juan Antonio Madrazo o Dimas Castellanos, probablemente los más cultos y mejor preparados de la disidencia cubana.
Les costaba aceptar la superioridad intelectual de los ‘negroides’, como también les decían. Y comenzaban a denigrar, insultar, burlarse. Cuando a la abogada Laritza Diversent y Cuesta Morúa conversaron con Barack Obama en la Cumbre efectuada en Panamá, a los disidentes blancos racistas se les multiplicó el odio. Estuve presente cuando en una actividad festiva, Laritza Diversent tuvo que abofetear a un disidente que intentó tocarle las nalgas. El acosador, blanco, alegó que le estaba haciendo un favor a «esa negra de mierda».
Cuando las Damas de Blanco, en su mejor momento, pusieron en alto la bandera de la oposición en Cuba y obligaron al régimen a pactar, liberar los 75 prisioneros de la Primavera Negra e incluso arrancarle una concesión inédita a la autocracia, autorizando Raúl Castro un espacio para que pudieran protestar en Miramar, escuché expresiones racistas y machistas. Por supuesto, ninguno tenía cojones para marchar por las calles junto a las Damas de Blanco, mujeres que para ellos, además de la mayoría ser negras eran «pobres y de bajo nivel cultural».
Con la muerte de George Floyd se abrió un debate no solo en la sociedad estadounidense. También en Europa y América Latina donde el racismo va en aumento. El régimen cubano pretende ver el debate en la distancia. Condenando con filípicas hipócritas el racismo en Estados Unidos y obviando la discriminación que existe en el país.
Por eso sentí tanto orgullo cuando escuché a mi sobrina en la marcha contra la discriminación racial en Lucerna. En Cuba no hubiera sido posible una protesta pacífica y gritar que la vida de un negro también vale.